Publicado en Atlántico Diario el 13/12/99
Son las 8 de la mañana, pero no de un día cualquiera, sino del 12 de octubre, Fiesta de la Hispanidad y día de la Virgen del Pilar. Como pertenezco a ese extraño grupo de seres humanos incapaces de perder el tiempo en la cama ---a no ser para dormir o para otros menesteres que el pudor me impide nombrar---, me levanto e inicio la rutina diaria: voy a la cocina y tomo dos pastillas de chocolate, estimulante para la mente y para el cuerpo, y, sobre todo, para que el cigarrillo que fumo cuando me afeito se sienta acompañado por algo en el estómago. Lavo los dientes y me ducho con rapidez, esa inmersión matinal bajo una lluvia artificial y placentera que lava el cuerpo y el alma. Luego, cuando termino el aseo, me visto y recojo todas esas pequeñas cosas que llenan los bolsillos de los pantalones y la camisa: las llaves, el dinero, el teléfono, el bolígrafo, la libreta de los secretos..., en fin, todo ese montón de cosas que se nos antojan imprescindibles y en las que no pensamos cuando criticamos lo que llevan las mujeres en el bolso. Hasta aquí, como siempre.
Como en los días festivos la gente aprovecha para dormir un poco más ---o vaya usted a saber para qué---, salgo sigilosamente para no despertar a nadie. Cuando llego a la calle me la encuentro vacía. Absolutamente nadie. Ni siquiera está Fernando, el pobre de la parroquia, que siempre está esperando pacientemente a la entrada de la iglesia, tan educado, tan amable y tan atento a cada movimiento del vecindario, que durante un tiempo algunos pensábamos si se trataba de un espía camuflado. No había nadie. Incluso estaba cerrado el quiosco, cosa rara, porque Merchi y Marisol son tan metódicas como las golondrinas. Sólo estaba abierta la panadería de Bea, con el pan recién salido del horno, pero sin clientes. Mientras esperaba a que abrieran la cafetería pasó un autobús, de ésos que llaman de plataforma baja, verde, con los cristales tintados. Iba vacío, sólo el conductor haciendo una ruta tranquila por las calles desiertas. Era como si todo el mundo se hubiera aprovechado el puente para descubrir las Américas, como si estuviéramos en 1492. La ciudad entera estaba sumida en un estado de hibernación, o en un estado catatónico, quizá estuvieran retozando entre las sábanas en un día festivo y lluvioso.
Pasaron los minutos, quizá una hora, no lo recuerdo, hasta que, por fin, abrieron el quiosco y la cafetería. Me senté en una mesa y Roberto me sirvió me sirvió un café, ese café de la mañana que reconforta y acompaña las noticias de la prensa. Y así, lentamente, fui saliendo de mi letargo matinal a golpe de página, estremeciéndome con cada noticia, que por cierto nunca suelen ser buenas, y otras que, además, resultan bastante curiosas: «La Iglesia escocesa paga a una niña de 12 años para que no aborte»; «Descubren una estrella gigante a 7.500 años luz de la Tierra»; «El cerebro libera una substancia parecida a la marihuana para combatir el dolor»; «Multimillonarios, actores, presentadores y deportistas americanos aspiran a la Casa Blanca»...
Y no sé si fue el chocolate, el cigarrillo, el café, o el insólito silencio de esa mañana del día 12, pero lo cierto es que mi cerebro empezó a girar vertiginosamente entorno a todo lo que iba leyendo. El mundo se me antojó como un inmenso teatro cósmico, como un enorme escenario perdido en la inmensidad del espacio, lleno de gente adormilada bajo los efectos de un narcótico natural que el cerebro no controla, un combinado explosivo que los hace insensibles al dolor físico y moral cuando ven a tantos otros que padecen hambre y dolor, miles de personas que viven como parias y se mueren sin ni siquiera recibir la más mínima compensación por haber aterrizado en este planeta, un lugar donde solamente unos pocos están a más de 7.500 años luz del resto, disfrutando de una fama y dinero que no terminan por saciar sus insaciables apetencias. Seis mil millones de personas que viven, trabajan y sueñan, una masa inmensa de personas que palpita en la superficie mientras allá, bajo tierra, la cigarra «Magicicada Septendecim» ---el insecto con mayor ciclo vital que se conoce--- espera durante 17 años antes de atreverse a salir a la superficie. No me extraña, porque muchos otros, que si no son cigarras lo parecen, ya están fuera y ya ven lo que les ocurre. Así que, la próxima vez, mejor bajo tierra, o quizá en la cama...