Publicado en Atlántico Diario el 20/10/99
En España, la tradición del vino viene de antiguo. Existe una leyenda que habla de las visitas que Noé realizó a Andalucía, primero para plantar un conjunto de cepas y, posteriormente, para comprobar la calidad del vino que se elaboraba a partir de ellas. Evidentemente es una leyenda, pero existen indicios de que los Tartesos, allá por el 2000 antes de nuestra era, ya cultivaban y comerciaban con el vino. Más tarde, los romanos dieron un nuevo y espectacular impulso al comercio de esta bebida alcohólica producto de la fermentación del zumo de la uva.
Durante siglos, el vino ha sido el silencioso testigo de innumerables tertulias, amoríos, ritos extraños, y, cómo no, también de asesinatos. Siempre fue utilizado como fuente de inspiración por muchos poetas y escritores, incluso hoy en día. Así, el poeta Horacio alababa sus virtudes: «Oh tú, vino, que haces la fiesta grande, despiertas la ternura, favoreces los lances amorosos, provocas pasiones y procuras un fácil sueño». En la Biblia también aparece en repetidas ocasiones, baste recordar el milagro de las bodas de Caná y la Última Cena. Sea como fuere, el vino siempre ha ido ligado a las diferentes culturas y creencias, con unas propiedades consideradas según la conveniencia de cada momento y de cada uno: medicina, veneno, incluso una bebida de tipo mágico o divino.
Pero no es el caso hablar de los aspectos científicos relacionados con la transformación de los azúcares en alcoholes, ni tampoco de la importancia de la industria vitivinícola, sino hacer hincapié en la influencia social que hoy en día ejerce esta bebida, así como otras de similares efectos embriagadores como la cerveza, la ginebra, los licores de frutas y tantas otras que existen en el mercado, sin olvidar, por supuesto, los combinados explosivos.
El vino, como tantas otras cosas de la vida, tomado con moderación presenta aspectos positivos: propiedades alimenticias (gran contenido en vitaminas y substancias nutritivas) y medicinales (estimulante y vasodilatador, entre otras). Sin embargo, y como es sabido, el abuso del vino y de las bebidas alcohólicas provoca la pérdida de la razón y lleva a la ruina física y moral a miles de personas en todo el mundo. España no es ajena a este problema médico y social; a pesar de las advertencias realizadas por las instituciones y asociaciones particulares, cada vez es mayor el número de jóvenes que se inicia en esa absurda costumbre de la bebida en exceso; un ritual que se repite invariablemente cada fin de semana; según ellos, el caso es divertirse. Lo alarmante de la situación es que la edad de inicio es cada vez más baja. Basta con darse una vuelta por las zonas que ellos frecuentan para encontrarse con niñas y niños ---algunos de catorce años o menos--- tirados por las esquinas, al borde de la intoxicación etílica. Muchos de ellos son esos angelitos que nunca rompen un plato en sus casas, esos hijos intachables a la vista de sus padres ---que no de los demás---; ellos son los que inician la juerga bebiéndose unas «litronas» en compañía de sus amigos de «confianza». Luego vendrá el delirio, la gamberrada sin sentido y los disparates en la carretera. Es algo que se repite cada fin de semana.
Más tarde, a medida que van cumpliendo años, algunos van perdiendo estas costumbres. Otros, en cambio, no lo consiguen y quedan totalmente enganchados por las propiedades de esos bebedizos. Lo curioso de todo esto es que muchos padres lo descubren cuando ya es demasiado tarde, como si hasta ese momento tuvieran los ojos vendados y no fueran capaces de observar el extraño comportamiento de su querido retoño cuando vuelve a casa después de una juerga. Quizá sea que los padres tampoco están en casa en ese momento, o puede ser, también, que se esté perdiendo la costumbre ---mal entendida por los propios hijos en ese momento--- de esperarlos hasta que regresen. Es más cómodo dejar que cabalguen por esos montes llenos de maleza sin más compañía que la de otros jinetes inexpertos que también van por mal camino. De nada sirven las campañas institucionales y privadas si la propia familia ---que es la directamente responsable--- no colabora en este sentido; si los propios padres no realizan, desde edad temprana, una labor informativa y clara de las nefastas repercusiones que tiene el abuso de esas bebidas. Luego ya será demasiado tarde y todo serán lamentaciones. Que una cosa es el uso y otra, muy distinta, el abuso. Y si esto le parece exagerado, ahí están las estadísticas.
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