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Talión

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           Después de aquel invierno, tan especialmente lluvioso, se preconizaba una primavera espléndida. No ocurría como en los últimos años, en que la escasez de las lluvias había amenazado tan seriamente el volumen de los embalses, cuando fueron necesarios los cortes en el suministro de agua a la población y en los que la audiencia televisiva, y más raramente radiofónica, recibía sistemática y periódicamente información sobre la sequía y el avance de la desertización. Sin olvidar los informes y los artículos que aparecían en revistas, periódicos y prensa especializada. Muy al contrario, algunas semanas de temporal habían estropeado cosechas, se habían declarado zonas catastróficas y solicitado las pertinentes ayudas. Algunos ríos estuvieron a punto de desbordarse, y en algunos pueblos los vecinos habían visto entrar el agua y el lodo bajo sus puertas. El fresco aire de la aurora delataba el renacimiento de una primavera a punto de estallar vigorosa y exuberante, fértil, tras la energía enriquecedora proporcionada por el líquido e indispensable elemento.

           El alba despuntaba radiante tras los picos de la sierra inundando de luz la sombra de los árboles, la profusa vegetación y el sinuoso trazado de la carretera, el cual era iluminado por el potente faro de la moto. El cielo, aterciopelado aún por el manto de la noche, resplandecía en el horizonte y su vivo efecto se hallaba matizado por coloreadas bandas paralelas, mezcla de  nubes algodonosas y deshilachadas. Sin duda era todo un espectáculo digno de admiración. Un cuadro dinámico de luces y colores en tonos calientes que iba cambiando, a medida que el Sol ascendía, a los tonos verdes de la tierra y celestes del cielo.

           Consultó el reloj en el panel situado por encima del manillar y comprobó que llevaba unos quince minutos de ruta desde que abandonara aquel pueblo, casi escondido en la sierra, en el que había nacido, crecido, abandonado y regresado por su propio deseo; y en el que trabajaba como administrativo de una sucursal bancaria. Conocía cada curva, cada tramo de la carretera a la perfección porque en innumerables ocasiones los había transitado con su coche. Sin embargo, su conducción era algo más lenta. En parte debido a que aquel era su primer viaje en moto. En aquella moto que había comprado recientemente de segunda mano -tal vez de tercera o de cuarta- y ello le suponía una cierta inseguridad. Pero también porque no tenía prisa y realmente estaba disfrutando del placer de conducir junto al de percibir el propio entorno en el que se hallaba inmerso. El reconocimiento de cada árbol, del caserón abandonado en el recodo, del badén, de las grietas y los socavones del asfalto, le permitían saborear nuevas perspectivas desde aquella posición, a la que sólo había accedido en un par de ocasiones, en las que un amigo le había prestado su Yamaha. Ahora le satisfacía comprobar la frenada del vehículo, la respuesta de las suspensiones, el perfecto funcionamiento de los indicadores, el avance de las agujas del velocímetro y del cuentarrevoluciones en la aceleración, los dígitos de la marcha insertada,... Todo ello le provocaba cierta tensión euforizante, aunque no le eximía de una forzada contracción muscular y una concentración atenta.

           El trazado de la carretera iba cambiando significativamente. El descenso de la sierra daba paso a la llanura y, consecuentemente, a tramos rectilíneos, a subidas y bajadas en las que podía permitirse mayores velocidades y sentir la enervante emoción de los cambios de rasante sin visibilidad. Sentía la presión del casco en su frente, la tensión en los brazos y en el cuello, la vibración en la espalda y en los riñones. Pero, más que incomodarle, todo esto le proporcionaba tal sensación de fortaleza y de libertad que, sin apenas darse cuenta, había comenzado a canturrear repetitivamente una melodía francesa. Se fue sintiendo seguro, y se confió lo suficiente como para verse obligado a apurar la frenada y derrapar ligeramente en una curva cerrada al descenso de una pronunciada pendiente. Por un momento se dio cuenta de que no tenía el control necesario, y sintió como una oleada interior salía de la boca del estómago y ascendía por el pecho hasta alcanzar los labios, las aletas nasales y la frente. Un sudor frío recorrió su espalda. Había estado cerca de salirse de la calzada y estrellarse contra las rocas, los árboles y la maleza que delimitaban la carretera. De haber encontrado un lugar seguro para detenerse lo habría hecho, pero sólo se limitó a disminuir de forma notable la velocidad y a recomponer y afianzar su postura en el vehículo, como intentando de aquella manera reducir el vertiginoso ritmo que habían alcanzado los latidos de su corazón en apenas unas décimas de segundo.

Desde aquel incidente se afanaba por encontrar un lugar donde hacer una parada y tomar algo para desayunar, pero hubo de recorrer aún una decena de kilómetros hasta lograr su propósito. Una cierta ansiedad se había ido apoderando de él, al tiempo que comenzó a reconocer el inicio de una de aquellas intensas jaquecas que ocasionalmente le aquejaban. Tal vez la tensión acumulada de la conducción, tal vez el sobresalto, o quizá la falta de costumbre de estar tanto tiempo sin descansar en aquella postura ligeramente inclinada hacia delante o más probablemente la suma de todas estas circunstancias habían confluido para que aquella punzada de localización difusa, profunda, en la parte superior de la nuca y cuya evolución conocía tan bien, terminaran fastidiándole el viaje.

Por fin divisó una venta a su izquierda y, aunque le incomodaba tener que maniobrar en dirección contraria, resolvió echarse a la derecha tras accionar el intermitente para dar paso a una vieja furgoneta que le seguía a cierta distancia desde los últimos tres o cuatro kilómetros. Cruzó la calzada, giró la llave alojada en el centro del manillar apagando el motor y desplazó con su pie izquierdo el caballete lateral, a la vez que se incorporaba del asiento y desmontaba.

Una vez de pie tomó conciencia del entumecimiento de sus articulaciones y de su espalda, así como del hormigueo de sus manos sometidas a la permanente vibración. Se quitó los guantes y los dejó sobre el portaequipaje del depósito. Levantó el barbuquejo, liberó la correa de sujeción del cuello y sacó el casco de su cabeza dejando ver el cabello negro aplastado, el agudo perfil de sus mejillas -algo amoratadas por la presión-, la recta nariz y los finos labios. Realizó algunos movimientos circulares con los hombros, hundiendo su columna y sacando pecho, y pasó ambas manos por sus cabellos para desapelmazarlos ligeramente. El dolor había aumentado y, aunque por un instante la retirada del casco le produjo una cierta sensación de alivio, comprendió la necesidad que tenía de tomar cuanto antes un analgésico si no quería pasarse un par de días de migraña. Retiró la llave de contacto, introdujo los guantes en el casco y, tras echar una mirada a la moto y a la desierta carretera, entró en aquel vetusto establecimiento de desconchadas paredes de cal.

           Pese a la creciente luz de la mañana, el interior del local permanecía sombrío, apenas iluminados por un par de tubos fluorescentes. El aspecto era sucio y descuidado. Un par de mesas cuadrangulares y pequeñas, con un par de sillas cada una, se situaban junto a la pared de la derecha sobre la que se encontraban algunos carteles de toros descoloridos por los años y la humedad y fechados casi veinte años atrás, junto a almanaques y algunas viejas fotografías en blanco y negro que el tiempo se había encargado de virar al sepia. Al fondo, una puerta verdioscura hacía suponer que daba al único y común servicio para damas y caballeros. Desde la pared izquierda, y aproximadamente a un metro del muro de la puerta de entrada, junto a la que se hallaba la única ventana visible, nacía un cerrado mostrador de vieja madera que se esquinaba hasta el fondo, cerca del retrete, y por el que se accedía levantando una tapa del mismo en la proximidad a la pared. Tras el mostrador y de espaldas, un hombre calvo, corpulento, vestido con un pantalón gris y una camisa blanca, bajo la que se insinuaba una camiseta de tirantes, manipulaba en una máquina de café. Junta a ésta, y de un modo disperso y asimétrico, algunas estanterías de idéntico aspecto al del mostrador, se disponían en el muro con botellas y licores de todo tipo, un almanaque con una chica mostrando generosa sus voluminosos pechos y una pequeña pizarra donde estaban anotados los números de la lotería. A la derecha del hombre se observaba una puerta casi cerrada que hacía pensar que ocultaba una pequeña cocina. Entrar en la estancia era regresar como veinte o treinta años atrás. Tan sólo una máquina de juegos y otra de cigarrillos parecían haber profanado aquel tiempo detenido. El hombre del mostrador respondió con un lacónico “buenos días” al saludo y apenas si giró su cabeza para mirar al cliente que dejaba su casco sobre la primera de las mesitas de la derecha.

           Tras unos minutos de absoluto silencio, que parecían condensar toda una eternidad, el hombre abandonó la máquina de café y se quedó mirando al motorista en espera de su demanda, mientras pasaba, en un acto autómata, un paño entre gris y pardo sobre el mostrador. Tendría alrededor de los cincuenta y cinco años. Los escasos cabellos canos de su cabeza se repartían por encima y detrás de las orejas. Sus ojos glaucos, penetrantes, destacaban entre sus parpados hinchados y sus pronunciadas ojeras. La blancura de su tez hacía pensar en una vida a la sombra de la luz solar, encerrado todo el día en aquel antro sombrío. La papada en una barba de dos días terminaba de conferirle un aspecto desaliñado y descuidado. No tenía prisa, y daba una particular impresión de apatía, de desinterés, de haberse rendido sin ilusiones a una existencia monótona e insulsa. Sin embargo, el viajero tuvo por un momento la sensación de que aquel hombre le era familiar; de que aquella mirada, aquellos ojos, le eran vagamente conocidos. Incluso hizo un esfuerzo por recordar. Pero el esfuerzo sólo le llevó a tomar conciencia de la progresión del dolor de cabeza, que ya se extendía por la mitad superior derecha y prolongaba su pulsátil latigazo hasta la frente.

Aún a riesgo de recibir una respuesta inoportuna decidió formular su petición al camarero porque pensó que sería más estúpido por su parte permanecer callado y soportar aquel terrible dolor. Así que carraspeó ligeramente y se atrevió a pedir un café con leche, unas tostadas y una aspirina, por favor. Habitualmente no tomaba café sino descafeinado, porque solía darle ardores de estómago. Pero, por un lado, creyó más oportuno tomar la cafeína como excitante para conducir y, de otro, porque consideró la improbabilidad de que allí hubiera “descafeinado de máquina”, como a él le gustaba.

           El hombre tomó el primero de los vasos lisos de cristal que tenía invertidos sobre sus respectivos platos blancos a su izquierda y lo situó ligeramente inclinado bajo la máquina de café. El motorista aprovechó para ir al retrete sin preguntar siquiera si correspondía con aquella puerta, seguro de no incurrir en el error. Ya desde el mostrador había podido leer un rótulo indicativo que en un tiempo había sido dorado y reluciente, pero que se hallaba tan ennegrecido que se confundía por completo con el verde oscuro de la pintura.

A su regreso encontró el café, las tostadas junto a un recipiente con mantequilla y un plato pequeño con dos aspirinas. Por un momento dudó, mientras movía la cucharilla para disolver el azúcar, entre desayunar de pie en la barra o sentarse en una de las mesitas. Aquel hombre le parecía un tanto huraño, así que se decidió por coger el vaso y el plato con las tostadas y los situó en la mesita central. Retornó por la mantequilla y las aspirinas, se sentó sobre una de aquellas sillas de madera de tablas tipo tijera e inició mecánicamente el ritual del desayuno. En su mente rondaba la pregunta: “¿Por qué dos aspirinas?”. Aunque el planteamiento fue muy fugaz. Si le había dado dos por algo sería y de seguro que, tragándoselas, erradicaría eficazmente aquel enorme latido en media cabeza que ya le resultaba insoportable. Tras cada una de las tostadas engulló una de aquellas pastillas inmaculadamente blancas en aquel anacrónico entorno. Le incomodaba masticar en silencio sin hacer otra cosa que distrajera su atención, por lo que descorrió la cremallera de su cazadora y extrajo del bolsillo interior un mapa de carreteras. Examinarlo resultaba totalmente innecesario puesto que sabía que la autopista no quedaba lejos y que, una vez en ella, no existía ninguna posibilidad de error o despiste, ya que le conducía directamente a la meta de su viaje: la capital. Pero se distraía repasando los kilómetros recorridos, el tiempo empleado; leyendo los nombres de los pueblos que debía atravesar antes de enlazar con la autopista. De repente, tomó conciencia de que no tenía prisa alguna, que nadie le estaba esperando y que no tenía necesidad de hacer aquella ruta. Su amigo Leopoldo le había dicho que llegaría enseguida. Pero, a fin de cuentas, su deseo no era tanto alcanzar el objetivo como el realizar el viaje. E, indudablemente, el viaje le resultaría más ameno e interesante tomado la ruta de la carretera nacional. En la segunda tostada repasaba el mapa con un interés diferente. El trayecto era poco más largo pero también significaba sumergirse en una vía más transitada, más impregnada de las características del tráfico local; además de ser un itinerario más distraído y más sugerente desde el punto de vista histórico. Sí, estaba seguro. Aquella parada había alterado ligeramente sus planes y entendía que aquella opción le resultaba más atrayente que la que en principio había elaborado.

Apuró el vaso y pidió la cuenta. Al tomar el cambio experimentó la agudeza penetrante de la mirada del camarero y oyó la frase que caía lentamente de sus labios: «No tenga prisa. El destino no se hace esperar». Sin saber realmente por qué -quizá por puro formulismo-, le dio las gracias y tomó con rapidez el casco encaminándose a la salida. Sólo una vez fuera, cuando se enfundaba los guantes, se preguntó qué había querido decirle aquel hombre. Aunque no le dedicó más tiempo porque el cambio de ruta absorbía ahora todo su pensamiento y esto le producía una agradable sensación por el simple hecho de romper los esquemas preconcebidos, de elegir su aventura sin que nada ni nadie interfiriera sus decisiones.

           Encendió el motor y puso en marcha la moto. De nuevo se encontró canturreando aquella antigua melodía popular francesa mientras devoraba kilómetros y kilómetros. La repetía una y otra vez incansablemente, enajenado y eufórico. Y llegó un momento en que se sorprendió de que, pese a las veces que la había repetido, persistía el deseo de seguir con más intensidad. «Allouette, gentil allouette,..»El dolor de cabeza había ido regresando aunque, como temía, paulatinamente había ido dado paso a algunas molestias en su estómago.

Alcanzó Jerez de la Frontera, se desvió del tráfico de la carretera general e hizo una pequeña incursión por las pintorescas calles estrechas y serpenteantes, pasando junto a algunas bodegas y junto a la alcazaba árabe. Retornó a la ruta de carretera y su olfato detectó por primera vez aquella fresca, húmeda y salina atmósfera que procedía de las marismas y la proximidad del mar. Se sumergió en el denso tráfico de El Puerto de Santa María, dejó a un lado la ciudad, cruzó el puente del Río San Pedro y enlazó, a la altura de Puerto Real, con la salida de la Autopista Sevilla-Cádiz. Vio perfilarse el pórtico y las grúas de los Astilleros, recortándose hacia el mediodía en un esplendoroso cielo azul, apenas salpicado de pequeñas nubecillas blancas. Las gigantescas estructuras le iban impresionando a medida que se acercaba a ellas y las iba dejando a su derecha. Y, al fin, el mar, el agua de la bahía.

               Los neumáticos pisaron el parcheado del asfalto -cicatrices de las huelgas-, los badenes y las grietas de las juntas de dilatación del puente José León de Carranza. La emoción que sentía sólo era enturbiada ligeramente por una sensación de pesadez en el vientre, cuando iba dejando atrás las cañas de los pescadores como primer plano de la singular imagen de cuyo fondo emergía la milenaria ciudad.

Todo aparecía nuevo ante sus ojos: la confluencia con la carretera de San Fernando, los altos edificios -viejos y nuevos- a lo largo de la rectilínea avenida, las altas palmeras, la espesa circulación, la cantidad y la diversidad de los transeúntes, el intenso ruido,... Por un instante, detenido ante el rojo de un semáforo, un agudo pitido vibró en sus oídos y sus ojos perdieron la luz. Como si por unos segundos todo se hubiese esfumado y si hubiera hecho la noche, como si el mundo se desvaneciera por un corto instante. La conmoción fue breve, pero no por ello dejó de producirle una cierta preocupación. Pensó que quizá fuera conveniente hacer un alto y asimilar de un modo más progresivo aquella multitud de impresiones que se sucedían vertiginosamente ante sus sentidos. Pero por otro lado pensó que deseaba llegar al final del trayecto. Era como si un mandato interno y compulsivo le impeliera a seguir. El semáforo cambió y, con un instintivo automatismo, insertó la marcha, giró el puño del acelerador y fue soltando la palanca del embrague.

La avenida pareció hacérsele interminable. Alcanzar la fortaleza amurallada de piedra ostionera hasta ser detenido por el último semáforo de cruce ante la fuente y ante las Puertas de Tierra, supuso una ardua tarea para su cuerpo fatigado y para su turbada mente. La experiencia previa no había sido más que el preludio de los extraordinarios acontecimientos que se iban a producir. Experimentó un frío profundo que le nacía desde adentro, acompañado de un sudor intenso, percibido con mayor claridad en la frente y en la humedad del cabello bajo el casco, y de una sensación nauseabunda que le subía desde el estómago. Las imágenes volvieron a desvanecerse ante su atónita mirada y, en una fracción de segundo, su mente contempló algo que lo dejó estupefacto: Las Puertas de Tierra ofrecían un aspecto muy diferente desde aquella posición en la que se encontraba, una estampa distinta; sus manos sostenían unas riendas y la cúpula del carenado de su moto era ahora la crin negra de un brioso caballo árabe. El largo pitido de un claxon lo devolvió a la realidad y, torpemente, reinició la marcha desviándose a la derecha tras pasar bajo el arco de la gruesa muralla. Cuesta de Las Calesas abajo las sensaciones eran removidas de lo más profundo del subconsciente transformando absurdamente el entorno. Al fondo, la fisonomía del muelle había retornado como dos siglos atrás con un ir y venir de personajes dieciochescos, de carruajes, de caballerías... Aturdido levantó la pantalla de su casco y la vio transformarse en la visera negra y brillante de un gorro militar. Miró a su hombro y clavó su vista en la dorada hombrera con flecos. Atrás, la hilera de vehículos se convertía en un grupo de uniformados soldados con casacas azules cruzadas por anchos cintos blancos, cuellos y puños rojos, pantalones celestes y armados de mosquetones con bayoneta.

Su racionalismo de empleado de banca no podía encontrar una explicación lógica a aquellas percepciones y sentía cómo era arrastrado a los peligrosos bordes de la locura. Se sentía mal, físicamente mal; y, en un punto lúcido, atribuyó aquellas experiencias a la debilidad que le trastornaba. El frío que sentía, el mareo, la pesadez del vientre,... Todo, en suma contribuía a que la mente le jugara malas pasadas.

Fue bordeando el puerto con una conducción lenta y dificultosa y desembocó en la Plaza de España, donde aparcó la moto sobre el caballete lateral en el primer hueco que halló libre. Al desmontar se quedó contemplando estúpidamente el monumento a las Cortes al tiempo que sacaba el casco de su cabeza, sin apartar la mirada de la inscripción con el año 1812. A partir de aquel momento fue como si otro espíritu se hubiese apoderado de él. Con los ojos desencajados, sudoroso y exhausto, agotaba las escasas reservas en una fijación obsesiva encaminándose hacia la Plaza de San Antonio.

Se recordaba uniformado, a caballo, dirigiendo un pelotón del ejército. Era la primavera de 1820. En la plaza de San Antonio, el pueblo de Cádiz aguardaba la jura de la Constitución y su orden era la de abortar el proceso. Su sable brilló en alto al sol y un grito inhumano salió de su garganta: «¡A la carga!». Y, allí, frente a él, en la rectilínea de su trayectoria, entre la enfierecida multitud que no estaba dispuesta a dejarse avasallar, un hombre de mediana edad mostraba su pecho abriendo su blanca camisa. Espoleó el caballo, cerró los ojos, bajo el sable a la altura de su montura y, de atrás a delante, lo introdujo por dos veces consecutivas en el vientre de aquel hombre que gritaba: «¡Libertad!». Vio como éste se llevó las manos a las heridas, vio sus decididos ojos color verde mar y le oyó en un estertor: «Volveremos a vernos y ajustaremos cuentas».

           Ahora miraba las torres de la Plaza de San Antonio, intensamente pálido, recordando un pasado que de algún modo -del todo incomprensible- le pertenecía. Aquellos ojos eran los mismos que había visto en la venta de la carretera y, mientras se hacía consciente de ello, el estómago le dio una vuelta, arrojó un vómito de sangre oscura, perdió la conciencia y se desvaneció sobre el charco en el suelo de la plaza.

           Horas más tarde, cuando recuperó completamente el conocimiento en una cama de Urgencias de hospital, recordaba vagamente la expresión -mezcla de sorpresa y de asco- de dos pequeños que se aproximaron al verle caer, el personal médico de ropas anaranjadas, el traqueteo y el ulular de la ambulancia, la repetición del vómito -todavía más rojo- cuando entraba en el recinto hospitalario, las agujas que pinchaban sus brazos,...

           Se dejó hacer casi en silencio, respondiendo con concreción a las preguntas que le formularon respecto a padecimientos anteriores, alergias y cuestiones similares. Un especialista le planteó la necesidad de determinar el origen de la hemorragia mediante la introducción de un tubo de exploración. Estaba asustado. No tanto por aquella brutal pérdida de sangre como por los fenómenos que la habían acompañado y, a su secreto entender, incluso motivado. Así que se limitó a decir que le hicieran lo que fuera necesario para devolverle la salud. Mediante aquella exploración el médico emitió su diagnóstico definitivo resumiéndolo sucintamente en “dos úlceras en el estómago causadas por la ingestión de aspirinas”.

           Al segundo día de su ingreso en el hospital recibió la llamada telefónica de su angustiada madre, justificando de inmediato el no poder acudir junto a él por la hernia de disco y la artrosis de las rodillas. Oyó pacientemente cómo se lamentaba -como solía hacer siempre- de su viudez y que una de sus hermanas se hubiese ido a vivir a Brasil y la otra estuviese también lejos y tan ocupada con sus quehaceres familiares. No le resultó difícil tranquilizarla, y ella le prometió volver a llamarlo todos los días.

           Tenía demasiado tiempo para pensar. De hecho no podía hacer otra cosa, dada la recomendación insistente de los médicos y del personal sanitario en que hiciera reposo en la cama y, posteriormente, sentado en la butaca. Su pensamiento retornaba una y otra vez en busca de una explicación coherente de lo que le había sucedido. Nunca había sido creyente, y sólo en ocasiones puntuales y por puro formulismo había hecho su aparición por las iglesias, como en la muerte de su padre, la boda de su hermana y la de algún amigo. Había leído y oído historias sobre la reencarnación, aunque no daba ninguna clase de crédito a aquellas doctrinas y se negaba a establecer, por consiguiente, una conexión entre la experiencia vivida y tales creencias.

           Al cuarto día le quitaron el gotero del brazo, lo que le permitió deambular libremente por aquel largo e impersonal pasillo y, sobre todo, escapar de la compañía obligada y mal soportada de un compañero de habitación ex-alcohólico, de tez verdosa, ojos amarillos y vientre de sapo; que le importunaba continuamente con sus monólogos, sus ronquidos y sus, extremadamente sonoras y desagradables, ventosidades. Al fondo del pasillo, la puerta acristalada de una escalera de emergencias permitía ver un trozo de aquel mar brillante y aquel cielo inmensamente azul. Fue allí donde, recordando aquellos ojos verde claro, una idea empezó a rondar por su mente. Desestimada la idea de la trasmigración del espíritu de un cuerpo a otro e incluso la creencia de un alma inmortal, redujo sus planteamientos a la realidad corporal y existencial inmediatas y, en todo caso, condicionadas por los factores biológicos y hereditarios. Aquella idea fue adquiriendo cada vez más consistencia. Pensaba que, del mismo modo que heredamos la predisposición a determinadas enfermedades, la estructura del esqueleto o la forma de los labios podrían heredarse las deudas contraídas por los antepasados. Quizás aquella antigua Ley del Talión, el ojo por ojo y diente por diente, no hacía referencia en exclusividad a una generación, sino que podía muy bien extenderse a generaciones ulteriores. De ser así, debía rastrear unas tres generaciones atrás en la búsqueda de un bisabuelo que se vinculara con los acontecimientos sucedidos alrededor de 1812.

No quería complicar a su madre en aquella investigación, así que resolvió llamar a su tía, unos años mayor que su madre, pero que conservaba una particular lucidez, en especial de los sucesos de la infancia. Tomó unas monedas y, agenda en mano, pulsó los dígitos del teclado metálico del teléfono con la calma necesaria para cerciorarse que no cometía ningún error. Se puso Marta, una de sus primas, que apenas reconoció la voz le preguntó por su estado de salud y se disculpó por no haber ido a hacerle una visita. «Ya sabes. Los niños, la casa, el trabajo, la distancia... » Como pudo se zafó del camino que tomaba la conversación y le solicitó hablar con su madre, cosa a la que su prima accedió no sin cierta extrañeza. La tía Mercedes era una mujer atenta y cariñosa, que disfrutaba con poder ayudar a cualquiera por insignificante que fuera su petición. Él no se anduvo con muchos rodeos, aunque ciertamente le costó formular su pregunta sin dejar entrever cierta ansiedad y cierto tono confidencial.

- Tía, ¿recuerda usted a su abuelo?-, soltó al fin.

- Claro, hijo. ¿Cómo no me voy a acordar?. Recto, serio, con aquel mostacho de punta. ¿Por qué?. 

- Verá -titubeó- tengo curiosidad por saber a qué se dedicaba.

- Eso es algo que nunca podría olvidar, porque cuando era niña me admiraba de verlo vestido con aquel uniforme y aquella espada en el cinto, que malvendió un día tu padre cuando tú aún no habías nacido. Era capitán del ejército.

           Recibió la frase con un estremecimiento y, por un largo rato, no supo qué decir. La tía Mercedes insistía:

- Oye, ¿estás ahí?. ¡Oiga! ¡Oiga! ¿Qué pasa?

- Nada, nada. Tía, no se preocupe -carraspeó un poco-. ¿Sabes si llegó a estar alguna vez en Cádiz?

- Estuvo destinado allí mucho tiempo. Tanto que allí precisamente conoció a mi abuela y se casaron. Luego, no sé por qué asunto de política, se afincaron en el pueblo.

           Apenas podía articular palabra. Un ligero mareo le hizo apoyar la espalda sobre la pared y concluyó con cierta brusquedad la conversación sin esperar más respuestas.

           - Gracias, tía. Cuídese.

           Mientras se dirigía de regreso a la habitación con el paso lento y la mirada baja, su mente consideraba nuevas cuestiones. ¿Sería a su vez el camarero de la venta, un sucesor de aquel ciudadano de la Plaza de San Antonio que se desabrochó la camisa ante la carga del capitán? Y si era así ¿era consciente de la deuda adquirida cuando le ofreció las dos aspirinas?. Se esforzaba en recordar algo que le había dicho al despedirse y que le había sonado extraño. Pero por más que lo intentaba no daba con aquella frase. Podría, en el viaje de vuelta, hablar con aquel hombre. Por momentos se iba poniendo nervioso, la angustia le apoderaba de él junto a un miedo indefinible hacia lo desconocido.

Pasó de largo la puerta de su habitación y se dirigió de nuevo a la puerta acristalada del fondo. Con las manos metidas en los bolsillos del pijama celeste, se quedó con la mirada perdida en el firmamento durante algunos minutos. Puede que todo fuera fruto de la casualidad, o de su imaginación. Y, en el caso remoto de que se tratase de una “cuenta pendiente”, debía entenderse que la deuda había sido cancelada. No tenía porqué preocuparse y lo mejor sin duda era olvidar el asunto. En el reflejo del cristal vio cómo sus labios esbozaban una leve sonrisa.

 

Leugim Nauj.

 

 

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Autor: Juan Miguel Rodríguez Caballero
Enviado por leugimnauj05 - 16/03/2011
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3) leugimnauj05 dijo...
leugimnauj05
#1 Me siento honrado y halagado por tus comentarios y comparto plenamente tu crítica. Ciertamente, el final está "precipitado". La razón de ello se que fue escrita para un certámen lietario en cuyas bases se indicaba un número máximo de páginas... Me faltaron las páginas suficientes para cerrar adecuadamente el relato.
Gracias.
 0   0  leugimnauj05 - [25/04/2011 00:35:33] - ip registrada
2) Cucuuu_1 dijo...
Cucuuu_1
Bien escrito, con un buen léxico y con perfecto conocimiento de las reglas gramaticales y de la ortografía. ¿Qué más se puede pedir?
 1   0  Cucuuu_1 - [24/04/2011 02:49:59] - ip registrada
1) Nodetali dijo...
Nodetali
Enhorabuena por su relato Talión y el don que tiene Juan Miguel, gracias por compartir.
A continuación le dejo una pequeña crítica, siempre constructiva, sin ánimo de ofender y bajo mi modesta opinión.
Su obra está llena de muy buenas descripciones, consigue que vea todo lo que describe y así es muy fácil dejarse llevar por el relato. La descripción del exalcohólico, en unas pocas palabras es muy acertada, también la del local sombrío, ahí lo borda.
¿Me permite una pequeña crítica negativa? Final demasiado acelerado o "finis interruptus", deja al lector con ganas de más, como esperando algo...
Le dejo mi voto, un saludo


http://blogsdelagente.com…otas-de-taller-literario/
 1   0  Nodetali - [23/04/2011 21:50:14] - ip registrada
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