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Los ojos verdes del pescador

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 Salí de casa con las primeras luces del amanecer, tras una agotadora e interminable noche de insomnio, con la esperanza de que el aire fresco de la mañana devolviera el sosiego a mi atormentado espíritu. El Sol no asomaba aún por el horizonte y el oscuro manto de la noche comenzaba a retirarse dejando al descubierto un cielo despejado, claro y celeste. Sin embargo, el aire no tenía nada de fresco. Estaba tan agitado como mi estado de ánimo. Levanté la cabeza en dirección a la veleta de la casa de la esquina y pude verificar lo que había pensado: efectivamente, apuntaba al Este. El viento formaba remolinos con la propaganda electoral y comercial del mismo modo que, en mi mente, se arremolinaban los pensamientos en torno a ideas fijas que se negaban tenazmente a abandonarme.

Hacía dos meses que había muerto mi madre (de mi padre iba ya para los siete años), una semana que nuestra única hija me había anunciado su deseo de ir a estudiar a Granada, tres días que había cumplido los cuarenta y siete, dos que a mi mejor amiga le habían dicho los médicos que tenía un tumor en el pecho (y que, seguramente, tendrían que quitárselo) y veinticuatro horas que había sabido, por la maldita propaganda, que mi impenetrable y hermético marido se presentaba a las elecciones locales. Progresivamente, la suma de todas aquellas circunstancias había alterado mi equilibrio interior y había conducido mi mente a una situación caótica. Al punto, que me sentía incapaz de poner freno a los pensamientos y a la angustia interior.

Encaminé mis pasos hacia la playa y, cuando bajaba una escalinata que daba al paseo, encontré a un muchacho que subía cargado con aparejos, redes y bolsas. Estimé que tendría unos quince años. Era espigado, de tez intensamente morena y llevaba el ensortijado y negro cabello recogido en una cola que apenas alcanzaba el comienzo de su espalda. Respondí con un susurro y aparté la mirada cuando, al cruzarnos, me saludó educado con un lacónico: "Buenos días, señora". Tenía aspecto de cansado. Pensé que lo más probable era que se hubiera pasado la noche faenando y aquel pensamiento puso en marcha los mecanismos de ideación de mis fantasías: Aquel joven habría dejado de estudiar porque, seguramente, le habría ido mal en la escuela; sus padres se habrían ocupado poco de él (si es que los tenía); estaría metido en el mundo de la droga y, sin otros recursos para ganarse la vida, se dedicaba a la pesca y al marisqueo. Aquel muchacho sí que tenía dificultades y necesidades. Yo, después de todo, había alcanzado la madurez, gozaba de estabilidad familiar y de seguridad económica, había traído una hija al mundo y la había llevado a alcanzar su independencia.

El viento me trajo el olor de las algas. Pero, cuando doblé la última esquina del pueblo y alcé la vista para mirar la playa, una ráfaga de arena me lo impidió, haciéndome retroceder y cubrirme el rostro con las manos. Con aquel vendaval era prácticamente imposible pasear por la orilla, así que decidí encaminarme a mi refugio favorito de cuando era niña.

Oculto por una inmensa roca encajada en la tierra y techado por las raíces de algunos pinos, el agua del mar había ido excavando aquel escondrijo dando tal forma a la piedra que ésta aparecía hundida por su lado izquierdo y determinando una cavidad que caprichosamente se escalonaba en su tercio superior. Se continuaba con una suave ladera de arcilla roja y se completaba, por arriba, por unos gruesos troncos grises de raíces desencarnadas. El único punto desde el que podía ser descubierta era desde el mar, o que alguien cruzara exactamente por delante de la roca; puesto que ni por detrás, ni a derecha ni a izquierda podía ser vista.

Allí, acurrucada, sólo oía el mar, sólo olía el mar, sólo veía el mar. Aquel aislamiento de los sentidos me permitía lograr un estado de sosiego e introspección, difícilmente expresable con las palabras. Todo mi ser fluía y refluía con las olas, aquietando mi mente, disolviendo los siniestros pensamientos, haciéndome pequeña ante la magnitud y el rumor de la líquida extensión y haciéndome, a la par, una con ella. Más tarde, durante los años que practiqué yoga, comprendí que aquella sensación era lo más aproximado a la meditación. Y, de hecho, para aprender a relajarme en la sala donde realizábamos los ejercicios, lo que en realidad hacía era imaginarme que estaba en aquel escondite; en aquel lugar secreto que, sólo unos pocos íntimos, sabían que frecuentaba.

Hacía muchos años que no lo visitaba y, por tal razón, me costó un poco localizarlo. Llegué a pensar, mientras me aproximaba, que los cambios que el ayuntamiento había operado en el pinar vecino podían haber afectado a aquella zona costera y destruido mi querido rincón. Pero, finalmente, alcancé la inconfundible roca, que ahora me parecía más pequeña, erosionada en su base por el lamido constante de las aguas y, en su lado interno, la estrecha oquedad a modo de escalón inclinado y, en cuyo respaldo, podía apoyarme protegida del viento. Me senté, percibiendo la frialdad de la piedra, y cerré los ojos.

Con aquel endemoniado levante me llamó la atención una barca que, a pocos metros de la orilla, entraba por la izquierda en mi campo de visión, empujada por el viento. Sobre ella, destacaba la figura de un hombre remando. Sin embargo, la distancia era tanta con la bajamar que no me permitía definir claramente sus rasgos. Con la antelación suficiente lanzó un ancla en dirección a la orilla, de forma tan precisa que la embarcación se detuvo frente por frente donde yo me encontraba. Luego, fue jalando para aproximar la barca y saltó de ella cuando la altura del agua alcanzaba poco más de sus rodillas. Entonces pude distinguir la desnudez de sus piernas desde la mitad de sus muslos, alrededor de los cuales se enrollaban unos pantalones grises. Apenas hubo saltado y asegurado su barca me dirigió, desde la lejanía, una penetrante mirada. No cabía la menor duda que me estaba mirando. Aunque, en un principio, quise pensar que miraba por encima de mi cabeza a alguien o a algo situado sobre el terraplén del pinar. Con parsimoniosa serenidad, y como si no le afectara el viento en lo más mínimo, se encaminó hacia mí sin apartar la mirada. En su mano derecha llevaba un largo palo que alcanzaba la altura del mentón. A medida que se acercaba, yo iba distinguiendo una barba canosa y abundante, la fuerte complexión de un cuerpo varonil entrado en años, una brillante calva abierta desde la frente y un raído chaquetón azul que dejaba asomar en el pecha una camiseta ocre. De no ser por su vestimenta, el personaje que avanzaba entre las espumosas crestas de las olas, podía ser perfectamente asociado con uno de aquellos pescadores que se convirtió en discípulo de Jesús de Nazaret o, tal vez, con un pescador griego.

Hasta el momento en que el hombre alcanzó la orilla no me sentí especialmente incómoda. Todo lo más sorprendida y un tanto atraída por la curiosidad. Pero, cuando por fin pisó la arena, absorbiendo la última lengua de mar; y vi duplicada, en ángulo recto, su imagen en el breve espejo del sílice y del agua; sucedió algo que erizó todos mis cabellos. De forma inmediata el viento cesó, las aguas se amansaron, el cielo adquirió un tono cárdeno y sus ropas se transformaron súbitamente. Sin poderme explicar cómo, desapareció por una infinitesimal fracción de segundo y reapareció de inmediato a escasos metros de mí. Su indumentaria se había convertido en una larga túnica oscura, de indefinible color, se apoyaba majestuosamente asiendo con ambas manos el largo palo y me observaba, escrutador, con sus profundos ojos verdes.

Sus labios no se movieron. Sin embargo, yo percibía claramente su voz grave y su misterioso mensaje. Me dijo que su barca me llevaría a cruzar el mar de la vida y que, en la otra orilla, me esperaba la calma eterna, el perdurable sosiego; que ya no tendría que preocuparme más por las mortales aflicciones ni por los desengaños y sinsabores de la existencia, que sólo tendría que aceptar su invitación. Ante el temor que manifestaba mi erizada piel, mi tembloroso cuerpo, mis desorbitados ojos; hizo aparecer junto a él, una a una, a personas del pasado que habían significado mucho para mí. La primera fue mi madre, con una radiante sonrisa y la actitud comprensiva que siempre hallé en ella. Me abría sus brazos, como cuandoerapequeña, ofreciéndome su protección. Luego, mi abuela. Sentada, con sus arrugadas manos sobre el regazo de un negro delantal y su vestido de cuadritos blancos y negros, con la mirada perdida de sus ojos ciegos, pero con la más plácida expresión de su rostro. Después, mi padre. Con su sombrero de paja, su camisa blanca, su pantalón gris perla, sus tirantes y con los pulgares metidos en el interior del borde delantero del pantalón, mostrándome su perfecta dentadura. A continuación fueron apareciendo, cada vez más rápidamente: una amiga, que murió cuando contaba once años; un primo, víctima de un accidente de moto; dos tías, ahogadas en un naufragio; mi abuelo paterno,... Finalmente, todo el ancho mar, fue quedando oculto tras una serie de personajes, tanto reales como fantásticos, que ocuparon todo el espacio que podían abarcar mis ojos; al tiempo que el rumor de las olas se iba convirtiendo en un rumor confuso de voces.

La contemplación de aquel sobrecogedor espectáculo rompió el cántaro de mis emociones inundando mis ojos de lágrimas. No podía decir que me sintiera asustada sino más bien confusamente conmovida. Era como si todos me hablaran a un tiempo y yo pudiera, a la vez, oírlos a todos. Algo tan inexplicable a la luz de la razón que, por unos instantes, pensé que me estaba volviendo loca.

El hombre de los ojos verdes elevó sus brazos y las figuras fueron difuminándose paulatinamente, fundiéndose con el mar y con el cielo, hasta desaparecer por completo. Volví a oír su profunda voz, con sus lineales y perfilados labios cerrados, dándome a entender lo bien que estaría entre tantos seres felices y queridos. Sin embargo, su propio discurso me hizo caer en la cuenta de mis otros seres queridos, de los reales y auténticos; de los que podía tocar, acariciar, besar, amar e, incluso, odiar. Leyó mi pensamiento y me preguntó por qué lo había llamado entonces. Verdaderamente no lo comprendía. No recordaba haberlo llamado en ningún momento. Él insistía, argumentando que existían infinitas y sutiles formas de hacer que viniera. Comprendí que la desesperación con que había acudido a la playa habría sido, tal vez, un modo de apelar a aquel personaje que, bajo aquella fascinante presentación, indicaba claramente a quien representaba en realidad.

Un escalofrío recorrió mi espalda. La huida es uno de los mecanismos animales de defensa ante una situación de peligro, pensé de forma automática. Sin poder comprender de qué recóndito lugar de mi memoria procedía aquella definición. Pero, ¿me hallaba verdaderamente en peligro? ¿Qué es lo que me amenazaba en realidad? Regresé al análisis de mis problemas uno por uno. Mi madre había muerto, pero ¿acaso no sabía sobradamente que la muerte forma parte de nuestro destino y que nadie vive eternamente en este cuerpo que se desgasta, segundo a segundo, con el paso inexorable del tiempo? ¿Pretendía acaso que el sufrimiento de mi madre se hubiera prolongado más tiempo a fin de tenerla, egoístamente, junto a mí?. Mi hija quería ser independiente, salir del nido y vivir su propia vida, su propio destino, vivir sus propias experiencias. ¿No sentí yo las mismas necesidades cuando tuve su edad? Si mi comportamiento fue diferente, la diferencia fue puramente social y cultural. La rebeldía generacional fue semejante, el deseo de libertad idéntico. Mi amiga tenía un problema de salud, pero realmente no conocía las exactas dimensiones del mismo. Aún estaba pendiente de los resultados de las exploraciones a que había sido sometida y, aún en el caso de que precisara de los tratamientos más radicales, ¿no debería yo animarla a seguir luchando contra la adversidad? El destino me ofrecía la posibilidad de demostrar el apoyo a una amiga, de fortalecerla; y yo me atormentaba configurando un dramático desenlace. Mi marido se esforzaba por construir un futuro solidario y comunitario, una sociedad más justa. Siempre había sentido preocupaciones políticas y, aún antes de conocernos, ya estaba afiliado a su partido. A sus cincuenta años, en la plena madurez, decidía tener una participación más activa en la vida de nuestra ciudad. ¿Qué había de erróneo en ello? ¿Qué me fastidiaba en el fondo?¿El nohabérmelocomunicado?Cuandoyodecidímatricularme en Antropología tampoco yo consulté con él. Y, sin embargo, aquello no le molestó. Ni tampoco me reprobó nada cuando, dos años más tarde, abandoné los estudios. La síntesis de aquella reflexión aparecía ahora nítida y transparente: el egoísmo se había instalado en mi corazón y reclamaba su derecho a ejercer el control sobre el destino y las experiencias de los demás.

Comencé a sentirme mal, tenía dificultad para respirar y mi pulso parecía un caballo desbocado. Me agité. Sentí como me hundía, como resbalaba por una pendiente al más negro de los abismos. Quise gritar, pero no pude articular palabra alguna. Abrí los ojos. Extendí las manos mirando aquellos profundos ojos verdes que ahora me miraban angustiados.

A partir de sus pupilas la claridad fue abriéndose paso, como el macro del zoom de una cámara se aleja de la imagen, y fue definiendo el contorno del muchacho que, horas antes, me había saludado.

- Señora, señora. ¿Le pasa algo? ¿Se ha hecho daño? -me interrogaba.

Yo permanecía aturdida, con la mirada clavada en aquellos ojos, exactamente iguales al personaje de mis sueños. Me había quedado dormida sobre la resbaladiza roca y me había deslizado hasta caer en la húmeda arena. Mientras me incorporaba y me sacudía la arena adherida a mis hombros, el muchacho me refería el susto que le había dado cuando, al pasar, vio cómo mi cuerpo se escurría de entre la roca.

- ¿Se encuentra bien? ¿Quiere que la acompañe? -insistía preocupado.

- No, de verdad.Muchasgracias -lerespondí.

- No quiero asustarla, pero tiene la cara muy blanca. No tengo nada que hacer. Los sábados, como no tengo instituto, me vengo aquí a pescar con mi padre. Pero, hoy, él no tenía ganas de pescar porque tenía sueño. Volví por él y seguía dormido. Así que me vine otra vez solo, cuando usted salía disparada de la pared. Todavía estoy temblando del susto -me decía repentinamente locuaz.

Volví a agradecerle su preocupación y le resté importancia al incidente. Le expliqué simple y llanamente que me había quedado dormida en la roca. Lo que debió sorprenderle mucho porque me miró con extrañeza.

Nos despedimos con un apretón de manos, propio de personas desconocidas. Aunque pienso que, en el fondo, a ambos nos hubiera gustado hacerlo con un beso en la mejilla, como el que se dan una madre y un hijo o, más simplemente, dos amigos. Pero siempre fui terriblemente tímida y él estaba en la edad de serlo.

El levante había amainado un poco, aunque de vez en cuandoracheabacon fuerza y levantaba el blanco e hiriente polvillo sobre la superficie de la playa. Pensaba en lo imaginativa que soy mientras caminaba mirando al frente cuando, a unos treinta metros, distinguí a mi marido que me esperaba, pacientemente, con las manos en los bolsillos y una sonrisa maliciosa en los labios. Al llegar junto a él y, tras besarme desapasionadamente en los labios, me soltó de pronto:

- No sé por qué mi intuición me dijo que estarías en la playa. Vamos a desayunar.

Y, sin más, echó su brazo sobre mis hombros y me arrastró a la cafetería más cercana.

 

 

 

 

                                                                                                         Leugim Nauj.

 

Los ojos verdes del pescador

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Autor: Juan Miguel Rodríguez Caballero
Enviado por leugimnauj05 - 18/03/2011
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