Uno lo mira y trata de buscar la falla. Quizás yo tenga la intención de hacer un viaje hacia sus sueños, que los debe tener por supuesto.
Se llama Sergio. Es de altura mediana. Demasiado delgado, su rostro muestra las claras curvaturas de una calavera. Los pómulos hundidos. Con 24 años ya ha perdido, tal vez por la mala atención y la mala alimentación, varios dientes.
Sin embargo un flequillo envidiable le cubre la frente. Sus piernas no se deciden a curvarse para anunciar un “chuequear”, pero su cadencia al caminar resulta graciosa.
Está enamorado de una niña más o menos de su edad. Se aferra a ella como de un barco velero que lo ayuda a cruzar un mar de tempestades.
Sergio parece que pide permiso para vivir.
Tiene algo que me llamó la atención: deja pasar de largo las críticas, los ataques y las ironías con una sonrisa casi infantil, tierna y sin malicia. Sergio parece que cree que es merecedor de todo eso.
Es víctima de la hipocresía de los gobernantes de turno. Aquellos que se preocupan por conservar el poder a consta de promesas que jamás cumplirán. Seres que se dibujan un alma y una imagen pública de honestidad resultando ser claramente lo que Jesucristo llamó “sepulcros blanqueados”.
También víctima de aquellos líderes religiosos que con piel de ovejas son lobos voraces que desgarran a sus fieles.
¿Y qué puedo darle yo que solo lo observo a través de mis relatos?
Quizás regalarle una aventura para que se convierta en leyenda. O tal vez inventarle un mundo donde él pueda vivir sin pedir permiso.
Será entonces que una tarde cuando el sol se recostaba por los campos de Cañuelas y las estrellas aparecían tímidas para ocupar su lugar en el cielo, que Sergio salía a recorrer las panaderías del pueblo en busca de pan y facturas que le sobraron a los dueños del poder.
Su cara intimida a los señores y señoras de ropa costosa. Casi se corren de la vereda para ni siquiera rozarlo. Pero Sergio les hace una sonrisa de niño grande, infantil como su corazón y sigue su marcha con su paso gracioso.
De pronto sopló un viento cálido del norte y entibió su rostro. Sergio miró al cielo y reconoció el espectáculo. Una bandada de patos silbones cruzaba el espacio con la paz única de las aves migratorias. Sergio entendió el mensaje que provenía del misterio.
Se quedó un tiempo estático admirando el bello espectáculo. Su mente intentaba ir más allá de lo que veía.
De pronto alguien se le acercó. Era un hombre pulcramente vestido.
-Perdón, me podría decir dónde queda la estación- preguntó con absoluto respeto.
-Si-respondió Sergio y le explicó con un singular entusiasmo.
El hombre se mostró agradecido y le tendió la mano ofreciéndole un billete de dinero.
-¡No por favor!- exclamó Sergio que no tenía una moneda en su bolsillo-no le puedo aceptar dinero por decirle donde queda la estación-dijo con firmeza.
-Está bien- le dijo el caballero-entonces que Dios te bendiga, hijo. Sé que no tienes dinero y aun así me rechazas lo que te ofrezco, entonces que lo que yo no te doy te lo de la tierra-le dijo aquel ser y luego de estrecharle la mano se alejó perdiéndose en la ya casi noche de Cañuelas.
Sergio siguió recorriendo las panaderías mendigando las sobras y esa noche la bolsa se llenó de pan fresco y facturas exquisitas.
El joven retornó a su lugar con una alegría nueva no solo por lo que había conseguido para comer, sino también por lo que le había acontecido con ese hombre. Nadie había tratado a Sergio así hasta ahora desde que él tenía uso de razón.
Esa noche Sergio se lo contó a su novia. Y se fue a dormir lleno de gratitud y alegría sin saber porque. Sin embargo se había sentido útil para alguien.
A la mañana siguiente las noticias decían que un hombre desconocido y pulcramente vestido se había arrojado a las vías del tren que pasaba por la estación de Cañuelas.
Sergio no podía creer la noticia, pero se quedó pensando qué significaba todo esto.
Al atardecer de aquel día salió a buscar lo de siempre y también miró hacia el cielo. No cruzaban el espacio la bandada de patos silbones pero si contempló una estrella que brillaba increíblemente. Sergio pensó en aquel hombre y hasta le pareció sentir el calor de su mano cuando lo saludó al despedirse.
-Pobre-pensó-¿qué tristeza habrá tenido para suicidarse así?-dijo para sus adentros.
Entonces Sergio notó que su mente se aclaraba como nunca. Recordó la frase de aquel hombre: “que lo que yo no te doy te lo de la tierra”. Sintió deseos de caminar con la frente alta. Ahora menos que nunca le importaban los desplantes de los adinerados sin corazón. Su rostro se iluminó con una sonrisa inmensamente tierna y continuó su marcha. Esa fue la última noche en que salió a mendigar.
El amanecer del nuevo día lo encontró trabajando la tierra del fondo de su casa. Se sentía importante porque iba a cultivarla.
-¿Pero de que viviría hasta que la tierra produzca?-pensó con preocupación.
En eso una vecina lo vio trabajando y le pidió que le cortara el pasto de su casa. Sergio fue de inmediato.
Al terminar la vecina preguntó: -cuánto me cobras-¡No nada!-respondió Sergio-Como nada toma este dinero por tu trabajo- y le colocó los billetes en la mano.
Ese mismo día lo llamaron de varios lados para hacer diferentes tareas.
Sergio se olvidó de los desprecios y comenzó a trabajar dignamente. Siguió cultivando su quinta que comenzó a producir.
Se vistió mejor, varias noches regresó a ver a su novia con una deliciosa torta de crema y chocolate que no había mendigado sino pagado con su dinero.
Una noche regresaba para su hogar mirando, como de costumbre el cielo. Se acordó nuevamente de aquel hombre extraño que había conocido una noche antes que este se quitara la vida en la estación.
Pensó que le hubiera gustado contarle como le ayudaron las pocas palabras que le había dicho. Sintió que las personas que nos ayudan a sentirnos dignos y útiles desaparecen injustamente. Pero agradeció que existan.
En eso cruzaron los cielos los patos silbones. Sergio alzó su vista y en el silencio de la noche uno de ellos se apartó de la bandada y sobrevoló sorprendentemente a metros de su cabeza y emitió su silbido. Luego alzó el vuelo y retornó a su bandada. Perdiéndose en el espacio nocturnal.
Sergio se llenó de alegría y continuó su camino con su andar gracioso entre chueco y arlequinesco. Esa noche muchas personas lo saludaron con atención.
Quizás todos necesitemos, alguna vez, que un pato silbón nos silbe de cerca como le ocurrió a Sergio.