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El Viaje

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Alguna vez, allá en mi pequeño pueblo, vivían  mi Padre y mi madre.

Mi padre era un hombre grande de edad. Hablaba mucho. Convencía.

Mi madre era sumisa, de mirada baja y triste. Sus ojos solo se veían encendidos cuando a la noche contemplaba  la luna. Mi madre miraba la luna embelesada, parecía que era de ella.

Los dos trabajaban en las tareas comunes del campo. También estaban mis hermanos. Seres increíbles en el sentido del destajo y esfuerzo que ofrecían a los trabajos rurales.

Yo era apenas un niño. No tenía responsabilidades. Para mí, todo era poner en marcha la mágica palabra que utilizan los chicos del mundo y, quizás, del universo: Jugar.

Pero un día me di cuenta que mis árboles (compañeros de juego) no me contestaban. Comprendí que los perros y los gatos eran animalitos, que por circunstancia, no existirían siempre.

Entendí que la taza de leche con pan y dulce no aparecía en la mesa como algo común. Que la comida, mis juguetes, la bicicleta, la radio y el televisor requirieron un sacrificio.

De golpe, todo aquello que era tan simple y que no valoraba, me conmovió el corazón.

Quise hablarlo con mi padre y no pude hacerlo porque no tenía tiempo. Lo hablé con mi madre y ella solo atinó a mirar al cielo y agradecer. Después con su voz cálida y resignada me dijo:

-Anda a jugar hijo, no preguntes esas cosas hoy.

La clave me la  dijo uno de mis hermanos –estas creciendo, Gurí y por fin estás entendiendo.

Si, estaba creciendo y me daba cuenta de las cosas.

Y crecí, pasaron algunos años hasta que un día emprendí una marcha. Un viaje.

El viaje de la vida.

No iba acompañado en mi viaje. Por primera vez estaba caminando solo por esta bendita tierra.

Esto me enseño lo que era la soledad. Sin nadie que te regañe, pero tampoco nadie que te anime.

Sin palabras hostiles que realmente golpearan mis oídos, pero tampoco palabras dulces como una caricia de mi madre.

Avancé por esos caminos. Me impulsaban vientos de ilusiones. A veces el cielo estaba limpio y claro, sin nubes. A veces estaba gris, hasta más allá del horizonte. Descubrí que hay dos cielos, el que ven nuestros ojos y el que ve nuestro corazón.

En mi viaje conocí muchos hombres, más nadie tenía la mirada paciente de mi padre. Conocí muchas mujeres, ninguna de ellas, tenía la ternura sana de mi madre.

Ni vi en otros la sonrisa franca de mis hermanos cuando inocentemente contaban sus cuentos de campo.

Un día quise volver, pero ya no estaban ni mis padres ni mis hermanos. Aquel cielo de mi infancia se había esfumado con tantos años de marcha. El pueblito sería otro y mis árboles de juegos y mis juguetes y mi bicicleta estarían solamente en el mundo de los duendes de la nostalgia.

Entonces seguí mi viaje y hoy me convertí en un duende más que aparece y desaparece en las estaciones de la vida.

Solo tengo tres estrellas que me guían  y que están  más encendidas que mi sangre. Ellas me dirán cuando detener mi marcha. Cuando finalizará mi viaje.

Puedo conversar, al fin,  con mi bendita soledad. En cada paso que hago fabrico una ilusión. Parece que tengo todo el tiempo del mundo y vengo de la eternidad y voy hacía ella.

Quien inicie un viaje así quizás deba saber  que  todo tiene su encanto, pero también hay de lo otro. El camino es largo, el tener mucho equipaje se torna cansador. En este viaje se ganan y pierden muchas cosas. A veces uno mismo se pierde en la huella.

El viaje de la vida es sin duda misterioso, atractivo. Encontraremos muchas cosas, mucha gente, hombres y mujeres y niños. Todos son nuestros padres, madres y  hermanos. El problema es que muchos de ellos no lo saben.

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Autor: joaquín piedrabuena
Enviado por joaquinpoeta-01 - 22/08/2011
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1) damaquito dijo...
damaquito
Amigo Joaquín, en una ocasión leí tu relato, por razones de tiempo no tuve la oportunidad de comentarlo, te felicito por tu sencillez, tu manera tan sublime y sincera de enfocar vivencias.
Remembrar y añorar nuestra niñez nuestras ilusiones, nuestro pueblo, nuestra gente, nos hacen volver a vivir los hermosos y a veces melancólicos momentos, en medio del camino hacer un alto y mirar lo andado, encontramos el carácter fuerte de papá, la dulzura callada de mamá y el eco de las voces de los hermanos; mas todo será distinto, hasta las noches de luna plateada y los rayos de la aurora puedan parecernos esquivos, como dijera el poeta universal Cesar Vallejo en su Poema Los nueve monstruos; “Hay, hermanos, mucho que hacer”.
 0   0  damaquito - [09/12/2011 01:53:09] - ip registrada
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