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"Lo de Magín Diez"

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Casi tres años de mi infancia eterna pasaron allí.

Los habitantes del pueblo lo llamaban al lugar “lo de Magín Diez”. El nombre de la casaquinta no lo recuerdo. Y a decir verdad muchos de los criollos de la zona tampoco lo sabían. Era más fácil decir entonces “lo de Magín Diez”.

Cuenta la historia que Magín Diez era un oftalmólogo muy experimentado y que contaba entre sus hazañas haber sanado de la vista a un cacique de la Patagonia argentina, que en pago de esa atención le habría obsequiado tierras en aquellos fríos parajes.

El doctor Diez tenía tres hijos que se llamaban Alejandro, Marcelo y Magín, que era el mayor.

Había una pileta de natación en aquella casaquinta. Los hijos del doctor una vez me tiraron con ropa y todo, según ellos, para que aprendiera a nadar. Fue uno de los tantos sustos que pasé en ese lugar.

En los parques con el césped prolijamente cortado yo jugaba a la pelota con los árboles y con “Tucho” Netto. Tucho era un vecino que vivía con sus padres en la estancia del Doctor Cassano. En esa estancia había nacido yo, años atrás.

Mi primo Edgardo nos visitaba en las vacaciones de verano y con el solíamos recorrer los campos que daban al fondo de la casa.

Recuerdo con nostalgia que en aquellos días las preocupaciones eran muy pocas. Las noches de enero nos encontraban con el televisor de imagines en blanco y negro viendo algún partido de futbol. Mi padre sacaba el televisor al patio y cenábamos la deliciosa comida que mi madre preparaba. Mis hermanos se adaptaban mucho a lo que había en la mesa y en el televisor.

En esos tiempos conformábamos una familia muy unida. A veces me pregunto porque la historia de la humanidad se compone de cosas que actúan en cierta parte del tiempo y en cierto lugar y luego desaparecen para siempre.

Mi familia fue desapareciendo y aunque todo el mundo me diga que es natural, que es parte de la vida, siento que no nací para entenderlo.

Hoy justamente pasé por la entrada de aquella vieja casaquinta, o lo que queda de ella. Hay un colorido y enorme cartel que dice “se vende” y da detalles de cómo adquirirla. Me detuve en mi andar, cerré los ojos y recordé muchísimos sucesos que viví en aquel hermoso lugar.

Se vino a mi mente la sonrisa de “Tucho” cuando me marcaba un gol y sus ojos brillantes y soñadores cuando lo ilusionaba ser un militar o un granadero de a caballo.

Me parecía sentir el galopear del caballo de Cirilo Montenegro, el gaucho amigo de Armando mi hermano que pasaba a su trabajo en otra estancia.

Me vi volviendo de la escuelita 11 montado en mi bicicleta marca “Aurorita” que con tanto sacrificio me regaló mi padre.

Hay muchas cosas que reconozco, las casuarinas, los eucaliptus, las acacias, el cañaveral. A lo lejos se divisa la casona de los Diez, y quizás esté la pileta y la casa donde habitaban los caseros.

Pero no está Don Roque con su sombrero negro y pañuelo al cuello, ni Doña Aurelia, con la vista baja haciendo su quinta, regando sus plantas. No están ni Raúl ni Armando y sus sueños adolescentes. Tampoco Tucho mi amigo de la infancia.

Al ver todo eso me pregunté donde habrán quedado los ecos de mis risas y mis gritos de gol entre la arboleda. ¿Dónde perdí los sueños inocentes que tenía y en qué lugar están fallecientes las irrepetibles noches de verano?

La vida es así, las cosas se van perdiendo de a poco, sin dar mucho aviso. Uno, cuando es niño, corre para ser adulto, cuando lo es quizás quiere regresar a ser niño.

En lo de “Magín Diez” vivió mi familia, alguna vez estuvimos muy juntos en la corriente del tiempo. Hoy todo parece haber desaparecido, pero tengo la ilusión de que en alguna noche de verano, cuando los latidos de la vida se adormecen y el silencio cubra los campos, mi madre estará sirviendo la cena y todos estaremos sentados en torno de la mesa mirando la televisión en blanco y negro.

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Autor: joaquin piedrabuena
Enviado por joaquinpoeta-01 - 11/07/2011
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