La tierra no la elegí yo, simplemente la dejaron allí frente a mis ojos al nacer. A muchos les parecía una tierra extraña, diferente a la que conocían. Aprendí a verlos huir, esconderse de la fuerza del sol que penetraba por cada rendija de las encaladas casitas mientras miraban con asco, el paseo sosegado de las lagartijas sobre las lisas paredes, hasta perderse en las arenas de un desierto que dormía a nuestras espaldas.
El mar, líquido amniótico de una tierra abandonada, tampoco lo elegí yo, pero allí estaba, asomado al balcón de mis sueños más infantiles, siempre azul, siempre cercano. Cuando no lo veía en la oscuridad de la noche, sentía su presencia y me dormía mecida por el rumor de las olas que una y otra vez se acercaban hasta los pies de mi cuna.
Nunca vi una flor abrirse a mi paso, ni oí crecer la hierba en verano; el patio, solo albergaba tierra de playa y algunas piedras de diversos colores y tamaños que el mar en sus desvaríos otoñales, iba regalándome por mi cumpleaños.
La dureza de los parajes, convertía los juegos en aterrizajes en una luna privada y desconocida colonizada por algunas serpientes y alacranes.
La única arboleda que conocí estaba formada por árboles de pitas de enormes púas y de matorrales de esparto con los que llenaba mi capazo para luego vender en el mercado y tras los cuales se podía ver el surco rojo que con mis manos alimentaba.
Los caminos, arrancados a rocas magmáticas, laceraban los desnudos pies que los atravesaban como tributo a la pobreza y los devolvía a ese lugar donde nunca llovía, donde nunca crecían los prados y el agua sólo era un mar salado.
Cuando ellos vinieron a buscar a mi padre yo tenía 9 años y aún era verano. Siempre recuerdo ese instante, ese momento. Ya habíamos cenado y mis hermanos más pequeños, ya dormían.
Mi hermana y yo, como cada noche habíamos salimos tras mi padre que solía sentarse en una roca para fumarse un último cigarrillo. La luna en esos días brillaba mostrándonos un mar plateado. Nos desnudamos muertas de risas y nos adentramos en sus tibias aguas.
Cuando nos cansábamos de bañarnos nos tumbamos en la arena y como siempre hacíamos empezábamos a contarnos historias para pasar el rato. Mi hermana ya sabía leer y le gustaba comprarse cuentos de hadas, que leía a escondidas, cuando no la veía nadie, así que no le quedaba más remedio que explicarme esas para mi enigmáticas aventuras de príncipes y princesas, pues yo hacia tiempo que había descubierto su secreto.
Mi padre era un hombre alto y nervioso que parecía no poder estar nunca quieto. Siempre estaba trabajando en las salinas de las que era un técnico especializado, o cazando, pescando, arreglando algún mueble, herramienta o cacharro.
Aquella noche era muy cálida y no apetecía dormir dentro de la casa, así que mi padre retrasaba la hora de hacerlo. Nos acercamos hasta donde estaba y él se rió al vernos llenas de arena. Yo me senté a su lado, como solía hacerlo siempre, amparándome tras su cuerpo mientras mi hermana buscaba caracolas para hacerse un joyero como el que había visto en una revista.
No sé qué hora era cuando oí llamar a la puerta. Aún no me había dormido, dando vueltas a todas las historias que mi hermana me había contado. No entendía como una princesa que lo tenía todo y vivía en un palacio maravilloso, quería irse con un príncipe a un lejano lugar, por mucho caballo blanco que tuviera y le prometiera amarla eternamente. Me sobresaltaron las voces. Mi madre comenzó a llorar y mi hermano pequeño que llevaba en sus brazos se despertó asustado. Cuando se llevaron a mi padre sus sobrinos a declarar, con cuyos hijos jugábamos habitualmente, le prometieron a mi madre que enseguida se lo devolvían. No podía imaginar que nuestra vida, tal y como la conocíamos, había acabado para siempre.
Pasaron algunos días sin ver a mi padre. Mi madre no paraba de llorar y no entendíamos qué estaba pasando.
Las vecinas comenzaron a visitarnos y traían comida. Cuando se iban nos miraban y nos decían: pobrecillos. ¡Niños tenéis que ser buenos y ayudar a vuestra mamá! Yo las miraba con odio, las muy necias no sabían que mi papá volvería muy pronto.
Los días se alargaron hasta convertirse en meses. Las vecinas poco a poco dejaron de venir. De vez en cuando nos visitaba algún pariente. La comida también empezó a escasear y yo cada vez tenía más hambre. Mis hermanos se peleaban cuando veían un mendrugo de pan. Luego todos caímos enfermos. Los vecinos sorprendidos de no vernos durante días, llamaron a las autoridades, cuando abrieron la puerta dijeron que teníamos tifus.
Todos fuimos llevados al hospital. Mi madre y mis seis hermanos. Cuando las monjas nos preguntaron dónde estaba nuestro padre, mi madre les contestó que en la prisión: había sido denunciado por unos familiares por rojo, pero que eso no era cierto. Desde entonces las hermanas dejaron de hablarnos y siempre que podían nos pegaban diciendo que éramos hijas del diablo.
Por fin pudimos irnos del hospital y volver a casa. Aunque estábamos todos muy débiles y no teníamos nadie que nos alimentara, mi madre consiguió comprar algunos alimentos al vender algunas de sus joyas. Pronto desaparecerían de la casa, la vajilla de porcelana, los manteles, las cortinas, la cristalería, así como el ajuar que mi madre iba preparando para mis hermanas mayores Maruja y Leonor.
Un día mi madre dijo que podríamos ver a mi padre. Mi hermana Leonor había sido colocada como niñera, en casa de unos parientes a pesar de sus 11 años, pues era una boca menos que alimentar; Maruja y yo salíamos todos los días a recoger esparto y pita que vendíamos en el mercado y con lo que podíamos comprar algo de pan. Por la noche estábamos tan cansadas que nos dormíamos en la mesa mientras cenábamos.
Cuando mi madre salió la primera noche, la seguí. Me dijo que volviera que tenía que ir a ver a mi padre y tenía que andar mucho. Me negué. Me daba miedo que fuera sola por la playa. Andamos toda la noche hasta llegar a Almería. Eran muchos kilómetros de distancia, así que cuando llegamos ya era de día.
Seguí a mi madre hasta un camino abandonado. Nos escondimos agachadas, tras una pequeña loma. Llegó un camión. Vimos como unos hombres armados hicieron bajar a otros del vehículo. Los pusieron en hilera y comenzaron a dispararles. Quise gritar, pero mi madre me tapó la boca con su mano, mientras me abrazaba. Sentía resbalar sobre mis labios sus lágrimas saladas que yo apresaba con lengua golosa.
Luego el camión se puso en marcha y se alejó refunfuñando.
Muy despacio y llenas de miedo nos levantamos sin saber muy bien qué hacer. Mi madre me cogió de la mano y nos dirigimos hacia los hombres que yacían en el suelo como muñecos rotos, bañados en grandes charcos de sangre.
Llegamos hasta ellos corriendo como si en ello nos fuera la vida. La mano de mi madre tiraba con fuerza de la mía, arrastrándome. Me caí y la vi a ella alejarse, abandonándome en ese lugar. Quise seguirla pero de todas partes salían mujeres y hombres gritando en la misma dirección donde había ido ella. No pude distinguir su figura, así que me quedé donde estaba mirando lo que pasaba.
Al principio no entendí nada. Todas aquellas personas levantaban los cuerpos. Unos los miraban y los volvían a dejar, otros, comenzaban a abrazarlos mientras lloraban, otros los cargaban sobre su espalda y se los llevaban. Otros, se alejaban con la cabeza baja y con las manos vacías.
Mi madre regresó a mi lado. La vi acercase. Tan pequeña, delgada e indefensa, inmensamente pálida, sus ojos enmarcados por dos enormes círculos negros y su pelo, antes recogido sobre la nuca, desparramado sobre sus hombros temblorosos. Corrí hacia ella intentando comprender qué pasaba.
Me cogió de la mano y sin decirme nada comenzamos a andar nuevamente por la playa. Luego nos sentamos y sacó un trozo de pan y lo partió en dos, su trozo era muy pequeño, por lo que pensé que no debía de tener mucho hambre, al contrario que yo que estaba hambrienta y me hubiera comido dos trozos más, como mínimo.
Debí de dormirme un poco pues noté que mi madre me sacudía con suavidad diciéndome: Vamos tenemos que darnos prisa, aún tenemos mucho camino para llegar a casa.
Como ya no estaba tan cansada me puse a correr por la playa y a buscar conchas de colores, a lo mejor también yo podría tener un joyero, como el de mi hermana. Aunque pensándolo bien, el mío sería mucho más grande, pues mamá me dijo que la próxima vez que fuera a ver a papá si quería, podía acompañarla.
Esta historia es un pequeño homenaje a mi madre. Durante años he escuchado la historia de cuando a su padre, mi abuelo, una vez acabada la guerra lo detuvieron los falangistas, tras ser denunciado por un sobrino. Su familia nunca supo por qué lo habían encarcelado, ni tuvieron acceso a una defensa justa. El pasado año y transcurridos más de 60 años, gracias a una tesis doctoral publicada en Almería pude averiguar que se le había hecho Consejo de Guerra en julio de 1939 y condenado a 20 años de cárcel por el delito de “apoyo a la rebelión”. Estuvo en la cárcel sufriendo toda clase de penalidades, desde la cual se le trasladó a un hospital para morir. Su mujer y sus 7 hijos quedaron desamparados y sin medios para subsistir.
Conozco personas que perdieron a varios miembros de su familia en la guerra. A otras tuvieron que exiliarse de su país para sobrevivir. Hubo a quienes se les prohibió expresarse en su idioma y fueron perseguidas por hacerlo. A mi madre, como a otros muchos niños se les arrebató la infancia, y la infancia de un niño, como decía Rilke, es su patria.
Barcelona.