El cielo se veía más azul que nunca. Los vidrios de la ventana de mi pieza estaban abrillantados por el rocío de la mañana. Me levanté y miré el paisaje que jamás olvidé: las mañanas de cristal de mi infancia. Tal vez siempre siguieron así, pero en mi recuerdo están aquellas. Quizás porque esas mañanas representaban el principio de la magia de un nuevo día lleno de nuevas emociones. Mi madre ya me esperaba con el café con leche y pan casero en la cocina de la estancia. De reojo miraba y a la vez escuchaba los primeros aleteos de los pájaros en las moras y los eucaliptus que eran los árboles más cercanos a la entrada de la casa. Después a vivir la fiesta de ese nuevo día. A jugar a lo que se me ocurriera.
La palabra jugar es en el vocabulario de los niños la más usada y por lógica la más emocionante. Hoy día me llena de ternura y nostalgia ver jugar a los chicos en una plaza, o sencillamente en la vereda de una casa. Me gustaría que me acompañen a viajar por ese mundo donde la inocencia aún perdura. Donde las peleas duran segundos y los sueños e ilusiones nacen constantemente. Tengo una “torpe manera de verlo todo distinto” dice el cantautor argentino Mario Álvarez Quiroga. Coincido plenamente con esa frase. Creo que no todos se detienen como yo a ver jugar con atención a los niños. Quizás me sobre el tiempo o lo compre de las tareas cotidianas, pero lo hago. Es que viajar por ese mundo para mí es un deleite, aparte de verme reflejado en ellos, de sentir que el corazón me late más joven, disfruto de la inventiva, la capacidad de rehacer situaciones que tienen ellos y de observar que en sus ojitos bellos no existen rencores sino sentimientos.
La risa de los niños es fácil y simple. No está fabricada. Y cuando uno puede arrancarle una sonrisa con solo mirarlos y sonreírles es algo gratificante. Alguna vez, en mi infancia, viajando en un tren al lado de mi padre vi un soldado con su ropa y comencé a observarlo comparándolo con mis soldaditos de plomo. Habrá sido con tanta atención que lo miraba que el muchacho con una sonrisa me guiñó un ojo como saludándome. No olvidé jamás aquel momento. De vez en cuando lo recuerdo y hoy lo comprendo. Cuando veo que algún niño me está mirando le hago lo mismo. ¿Por qué? Porque en el veo a mis hijos, esos seres que Dios me regaló. Aquel soldado habrá visto en mí a su hermanito o a algún ser pequeño que con ingenuidad e inocencia le clavaba la mirada y no pudo más que corresponder todo aquello. Pero hoy los juegos se fueron convirtiendo en monstruos electrónicos que atrapan a los muchachitos y les quitan la gracia. Les enrojecen la mirada y les enseñan a matar. En un rincón del olvido quedaron muchos juegos que más de un adulto recuerda. Así es la vida. Pero hay algo que me alegra y sé que a muchos “grandes” de edad también los alegra. La gracia de los niños está en ellos, somos los “grandes” con nuestros inventos que se la sacamos, somos nosotros los que los sentamos frente a un televisor para que “se entretengan” y no nos quiten tiempo. Somos nosotros los que le inventamos esos juegos casi sangrientos. Algún día nos daremos cuenta de lo perjudicial que es todo esto. Yo, mientras tanto, me guardo mis mañanas de cristal. Cuando hablaba mucho con los árboles, con mi perro, con mi gato. Con mis juguetes de madera y algún soldadito de plomo que jamás mató a nadie. Sé que allí nació el secreto de “verlo todo distinto”.
El cielo se veía más azul que nunca. Los vidrios de la ventana de mi pieza estaban abrillantados por el rocío de la mañana. Me levanté y miré el paisaje que jamás olvidé: las mañanas de cristal de mi infancia. Tal vez siempre siguieron así, pero en mi recuerdo están aquellas. Quizás porque esas mañanas representaban el principio de la magia de un nuevo día lleno de nuevas emociones. Mi madre ya me esperaba con el café con leche y pan casero en la cocina de la estancia. De reojo miraba y a la vez escuchaba los primeros aleteos de los pájaros en las moras y los eucaliptus que eran los árboles más cercanos a la entrada de la casa. Después a vivir la fiesta de ese nuevo día. A jugar a lo que se me ocurriera.
La palabra jugar es en el vocabulario de los niños la más usada y por lógica la más emocionante. Hoy día me llena de ternura y nostalgia ver jugar a los chicos en una plaza, o sencillamente en la vereda de una casa. Me gustaría que me acompañen a viajar por ese mundo donde la inocencia aún perdura. Donde las peleas duran segundos y los sueños e ilusiones nacen constantemente. Tengo una “torpe manera de verlo todo distinto” dice el cantautor argentino Mario Álvarez Quiroga. Coincido plenamente con esa frase. Creo que no todos se detienen como yo a ver jugar con atención a los niños. Quizás me sobre el tiempo o lo compre de las tareas cotidianas, pero lo hago. Es que viajar por ese mundo para mí es un deleite, aparte de verme reflejado en ellos, de sentir que el corazón me late más joven, disfruto de la inventiva, la capacidad de rehacer situaciones que tienen ellos y de observar que en sus ojitos bellos no existen rencores sino sentimientos. La risa de los niños es fácil y simple. No está fabricada. Y cuando uno puede arrancarle una sonrisa con solo mirarlos y sonreírles es algo gratificante. Alguna vez, en mi infancia, viajando en un tren al lado de mi padre vi un soldado con su ropa y comencé a observarlo comparándolo con mis soldaditos de plomo. Habrá sido con tanta atención que lo miraba que el muchacho con una sonrisa me guiñó un ojo como saludándome. No olvidé jamás aquel momento. De vez en cuando lo recuerdo y hoy lo comprendo. Cuando veo que algún niño me está mirando le hago lo mismo. ¿Por qué? Porque en el veo a mis hijos, esos seres que Dios me regaló. Aquel soldado habrá visto en mí a su hermanito o a algún ser pequeño que con ingenuidad e inocencia le clavaba la mirada y no pudo más que corresponder todo aquello. Pero hoy los juegos se fueron convirtiendo en monstruos electrónicos que atrapan a los muchachitos y les quitan la gracia. Les enrojecen la mirada y les enseñan a matar.
En un rincón del olvido quedaron muchos juegos que más de un adulto recuerda. Así es la vida. Pero hay algo que me alegra y sé que a muchos “grandes” de edad también los alegra. La gracia de los niños está en ellos, somos los “grandes” con nuestros inventos que se la sacamos, somos nosotros los que los sentamos frente a un televisor para que “se entretengan” y no nos quiten tiempo. Somos nosotros los que le inventamos esos juegos casi sangrientos. Algún día nos daremos cuenta de lo perjudicial que es todo esto. Se que en alguna parte del mundo hay niños que todavía amanecen como yo amanecía, por eso, me guardo mis mañanas de cristal. Cuando hablaba mucho con los árboles, con mi perro, con mi gato. Con mis juguetes de madera y algún soldadito de plomo que jamás mató a nadie. Sé que allí nació el secreto de “verlo todo distinto”.