La primera vez que le vi fue a través de la mirilla de la puerta. Acababa de levantarme, eran las 10 de la mañana. Me había duchado despacio, y con la bata aún puesta, pues era mi intención gandulear durante todo el día, me preparé el desayuno: tostadas y café con leche. Aún estaba con la taza de café en la mano cuando sonó el timbre. Despotricando por la intromisión, pues había observado, que todo hijo de vecino que necesitaba entrar al edificio, capricho de los hados, supongo, llamaba a mi puerta: el cartero, correo comercial, los lampistas, los electricistas, los testigos de Jehová, los Hare Krisna, los Boy Scouts, correo comercial, la guardia nacional norteamericana, la procesión del Corpus de Sitges, la banda municipal de Santiago de Compostela y un largo etcétera, que no por sorprendente, dejaba de incordiarme cuando sucedía.
Armada de valor y con esa mala milk que últimamente gastaba cada vez que oía un timbrazo en mi puerta, me dirigí, blandiendo fieramente la taza de café con leche en la mano derecha y la cucharilla del azúcar en la izquierda, dispuesta a defender la paz y estabilidad de mi hogar.
Abrí la puerta con ánimo de sorprender al intruso pero, he de confesar, que la sorprendida fui yo. Lo primero que vi fue la sonrisa maravillosa, que el joven que tenía enfrente me dedicaba para, seguidamente, coger la taza de café con leche que yo llevaba, empuñada a modo de mandoble, y de un sorbo beberse el contenido de la misma. Luego, sin decir palabra, entró en mi casa, tras cerrar la puerta.
Fue un día maravilloso. La dulzura de los besos de Samuel, que así se llamaba, no cesó de acompañarme mientras pasaban las horas. Nuestros cuerpos se abrían y cerraban como los pétalos de esas flores caprichosas que necesitan el calor del Sol y la sombra nacarada de la Luna para mostrar todo su aroma y belleza. Nuestras bocas, sedientas de besos y nuestras manos, hambrientas de caricias, se buscaban y encontraban sin poder saciar la pasión que nos devoraba a ambos.
Cuando me desperté miré sorprendida la cucharilla que sostenía en la mano, la tibieza de mi cuerpo se mostró sorprendida ante su frío y metálico tacto.
Me duché lentamente y después me preparé un copioso almuerzo.
Transcurridos unos días cuando sonó el timbre de la puerta, miré por la mirilla y vi a dos jóvenes desconocidos pacientemente esperando. Cogí de la cocina dos tazas de café con leche y abrí con decisión la entrada de mi casa.
Ya han pasado muchos años desde que conocí a Samuel, alguna vez se pasa por casa a tomar una taza de café, pues siempre tengo una cafetera preparada, sabemos que nuestra adicción, ha creado una fuerte dependencia.
Perdonad, pero llaman a la puerta. Ya no me pregunto qué hace a estas horas de la mañana la Tuna de la Facultad de Medicina de Barcelona en mi puerta, simplemente preparo una tazas de café y me siento a saborearlo... Y es que el amor, es una droga dura.... difícil de vencer.