Nadie lo puede negar; los españoles somos un pueblo lleno de vitalidad. Vivimos más en la calle que en nuestras casas. Cualquier motivo es bueno para compartir con los demás un momento de tertulia, tomarse un café o dar un paseo mirando esos escaparates llenos de cosas que, en la mayoría de los casos, no podemos comprar. En ocasiones nos sentamos en una cafetería, junto a una ventana, observando la gente que pasa, como si de un espectáculo se tratara. Porque la diversidad de personajes es extraordinaria.
Con esos jóvenes agrupados en tribus, que tienen el presente por futuro, que se creen los protagonistas de una película de Clint Eastwood, saliendo del Burger en dirección a la bolera. Y esas chicas, casi niñas, con aires confundidos de modelo. A casi todos se les ve el plumero, fingiendo lo que no son y gastando lo que no tienen. Los de las vespinos, montados en ellas igual que los sioux en sus caballos, a toda velocidad y acompañados por el ruido del trueno, que pasan ante guardias impasibles camino de ninguna parte. Algunas con botas que parecen banquetas, con el cuerpo taladrado como un colador por esa extraña moda llamada "pearcing". Incluso los hay con actitudes pendencieras, con la mirada desafiante al más mínimo reproche. Qué dirán sus padres a la hora de comer? Pero como dice mi cuñado, no se puede escupir para arriba, porque sabe Dios lo que nos vendrá encima cuando crezcan nuestros hijos.
Y esos jubilados que consumen su tiempo paseando sin prisa y charlando de modo interminable, añorando tiempos pasados y arreglando el mundo si tuvieran una segunda oportunidad. Cruzando las calles por donde no deben, sobrevalorando su condición física, o quizá buscando la tolerancia de ese automovilista que circula con prisa en el torrente de un tráfico caótico. Aquella pareja, inclinada por el paso de los años y ayudados de un bastón, cumpliendo a rajatabla la recomendación médica de machacar sus huesos durante dos horas diarias, esperando un día que no acaba de llegar. Y esas señoras mayores que llevan un zoológico sobre los hombros, arrastrando sus joyas como si fueran trofeos de guerra en el día de la retirada. Las que fueron bellezas de antaño y hoy no dejan de ser globos desinflados, que van dando tumbos por esas aceras, con baldosas basculantes llenas de trampas para caderas quebradizas. Vaya destino el nuestro.
Qué decir de los cuarentones, quemando cartuchos en esa batalla cotidiana, con el periódico deportivo bajo el brazo, que miran a la mujer del prójimo por el rabillo de ese ojo lujurioso, como si nadie lo percibiera, imaginándose sabe Dios qué fantasías. Paseando los hijos de un matrimonio truncado por el fracaso del quítame aquí una paja, en ese día que un juez estableció como derecho para verlos. Ese día repleto de consentimiento y permisividad, para que vean que su padre no es tan malo como dice la otra parte, porque en realidad todo es una conspiración. Y los cargan con metralla, aunque sea de modo inconsciente, contra esa madre que sale adelante como puede igual que un cojo sin muleta. Mientras la familia de la mesa de al lado regaña a sus hijos que revolotean como pájarillos, en una cafetería llena de gente donde uno observa, atónito, ese gran teatro de nuestra vida.