Publicado el 21/03/99 en Atlántico Diario
Algunas personas compran los libros por metro, eligiendo el color de la encuadernación para que le vaya a juego con la decoración, sin importarles el contenido, porque de lo que se trata es de llenar el hueco de las estanterías. Y, como en las revistas suelen salir fotografías con libros encima de la mesa del salón, también los ponen, aunque nunca los abren para ver lo que hay en el interior, ni tampoco los cambian de lugar, no vaya a ser que se desequilibre el conjunto. Este comportamiento tiene una incidencia decisiva en los hijos, porque ellos suelen ser el reflejo de lo que ven en casa. No es de estrañar que, en aquellas casas donde no se abre un libro ni se lee el periódico, los jóvenes no tengan la menor inquietud por la lectura, o por lo que pasa en el mundo, salvo su entorno más cercano. El deterioro cultural resulta casi incontrolable, cuánto más si la familia no contribuye si quiera a frenarlo; nuestra sociedad lee cada vez menos libros y muy pocos periódicos. Basta observar alrededor para ver qué es lo que leen los demás; mi estadística personal ---y real--- está encabezada por las páginas deportivas, las esquelas y la programación de televisión; y con los jóvenes la situación es más dramática, porque ni siquiera leen. En cierta ocasión pregunté a mis alumnos si leían habitualmente la prensa, sólo uno de ellos levantó la mano. Interesándome por las secciones que le llamaban la atención me respondió que, además de los deportes, lo que más le «molaba» eran los sucesos. Las campañas en favor de la lectura resultan casi baldías si no se refuerzan en el ámbito familiar, por eso resulta triste que lo habitual, y casi exclusivo, sean las «revistas del corazón» y las series de televisión.
La televisión sí parece un denominador común en todas las familias, cuanto más ahora con los canales de pago, porque ya que se pagan hay que amortizarlos ---por eso no los tenemos en casa, de momento---. En esta oferta televisiva de pago sí hay cosas que valen la pena: los documentales, programas de divulgación, conciertos y ciertos tipos de películas, pero la inmensa mayoría de los espectadores, aun sabiendo esta variedad, reducen su atención únicamente a los espacios de contenido vanal. También es cierto que la televisión ejerce cierta labor terapéutica, no se le puede negar, porque a muchas personas les ayuda a conciliar el sueño ---lo he comprobado personalmente--- y, a otras, a olvidarse de la realidad. En cierta ocasión, un médico me comentó que al terminar una guardia lo único que le apetecía era desconectarse. Así, al llegar a casa, después de una ducha reconfortante se sentaba frente al televisor, con el mando a distancia en la mano durante unos quince o veinte minutos, lo suficiente para vaciar el cerebro de las desgracias vividas en el trabajo. Otro caso diferente es el de la madre de mi amigo José Carlos, una señora de cierta edad cuya obsesión es hacer «zapping» constantemente, hasta que un día despareció el mando a distancia y se produjo una revolución familiar. Todos se pusieron a buscar denodadamente el artilugio, por todas partes, con tal de que la abuela estuviera tranquila, y, después de muchas vueltas, apareció en el fondo de un cajón, escondido, porque su nieto ya estaba hastiado de tanto cambio de canal.
A pesar de las ofertas culturales el futuro es preocupante. Se venden pocos libros, salvo los «best-sellers», que son todos parecidos y aportan poco; se leen pocos periódicos, y, los que lo leen, lo hacen tomándose un café, por lo tanto ni lo compran; el cine que triunfa es el de sangre, sexo y violencia, que es lo que más gusta; la pintura no se valora por su calidad pictórica sino por el valor de la firma; la música que más se vende es la que suena a golpe de martillo; y la televisión, que es lo que llama la atención de todo el mundo, se empeña en que los espectadores se conviertan en borricos, como los de «Strómboly», el de aquella historia infantil de las mentiras, la nariz y el hada madrina. Vamos, que si las cosas siguen así, a este paso no se salva ni Pinocho.