Agustín amaba la tierra entera.
Sus manos hacían brotar del humus flores y frutos. Regaba la tierra desde que el sol apenas aparecía. La tierra le agradecía. Le sonreía en rosas y jazmines. En rojos tomates y lechugas verdes.
La gente pasaba y admiraba su huerta y su jardín.
Agustín amaba a Dios y le dedicaba mucho tiempo a la oración y a hablar con sus vecinos para contarles todo lo que el soberano del universo le había regalado. Agustín era un verdadero predicador.
Le faltaban tres dedos de su mano derecha. Pero le sobraba bondad en sus manos. Ningún necesitado se fue de su casa sin un atado abundante de verdura o un plato de comida. El amor era su distintivo, su esencia, su aliento.
Pero Agustín se convirtió en leyenda, en dulce recuerdo. A los 92 años su cuerpo no aceptó la tecnología de un marcapaso y su corazón de viejo nomás se cansó de latir. Como se marchita una flor en invierno así se apagó aquel anciano.
Aquellas flores que extrañaron sus manos fueron de a poco cerrando sus capullos. Solo quedó en pie un cactus.
Aquel cactus nunca había dado flores…”porque es muy tímido” decía el viejo.
Había crecido demasiado aquella planta que Agustín conservaba desde 40 años atrás. La consiguió en San Luís al noroeste de la Argentina y llevado en una maceta a su Buenos Aires. Pero la vida lo depositó en Córdoba, en La Calera precisamente y allí fue a parar aquel cactus. Agustín lo plantó en suelo Cordobés y allí quedó.
Yo conocí la planta y la llamé “la pinchuda” por lo largo de sus espinas.
Las vueltas de la vida hicieron que, por seguridad de los niños, al fallecer Agustín se sacó el cactus.
Pero el cactus era como Agustín. No moriría jamás.
Agustín vive en el recuerdo de cada vecino, en la mirada de aquellos mendigos que saciaron su hambre de la mano del viejo. En el cielo que se bebió de repente sus ojos celestes.
La pinchuda tampoco murió. No hubo conocido que no llevara un gajo de la planta que yacía vencida en la tierra. Y la pinchuda se fue desparramando por los pueblos cercanos y volvió en una macetita a Buenos aires y crece en tantos jardines que cuesta hoy día contarlos.
Quizás ahora, para sonreírle al recuerdo de su dueño, la pinchuda pierda su timidez y le regale a todo el mundo las flores que nunca dio.
Quizás en cada flor Agustín todavía esté bondadosamente sonriendo y regalando algo.