LA MENTIRA PIADOSA
Una mañana en que el calor del Enero del 65′ provocaba un concierto de chicharras en las ramas de los árboles, mi padre aprontó el sulky para hacer una de sus tantas salidas. Yo suponía que era la acostumbrada visita al “boliche” del Turco Don Julio. Sin embargo no era viernes.
-“¿Quiere venir?” me dijo
-Bueno, respondí.
No me podía perder la salida. Aunque me aburría bastante en lo de Don Julio sabía que pasaríamos por el almacén de Di Yorio y enfrente estaba la heladería del hermano de Di Yorio donde vendían los exquisitos helados “Massera”.
Luego nos daríamos una vuelta por el Kiosco de revistas y allí seguramente estaría el “Patoruzú” nuevo. Al fin y al cabo lo pasaría bien.
Pero todos mis planes se desvanecieron cuando al llegar a la tranquera las riendas obligaron al “Ñato” a doblar para la izquierda de la ruta, o sea en dirección opuesta a Los Cardales, íbamos para el lado de Río Lujan, un pueblito enclavado en la Ruta 9.
Sorprendido y, a la vez, contrariado, le pregunté a mi padre:
-¿Dónde vamos?
-“A lo del Alemán”, me contestó.
Me puse serio. Mi padre me miró de reojo y preguntó:
-“¿Qué le pasa?”
-Nada, contesté mirando para otro lado.
Claro… si hubiera sabido donde iba, me quedaba en la estancia. Allí siempre encontraba con que entretenerme. Pero en lo del alemán… ¡ni sabía quién era!
El hecho es, que visiblemente “enchinchado” como se decía en aquel entonces cuando uno estaba enojado, me crucé de brazos y clavé la vista en el pescante del sulky.
El Ñato trotaba a ritmo lento y comencé a entretenerme imitando en voz baja el sonido de sus herraduras al pisar el asfalto: “táca… táca… táca… táca”, mi padre me miró sonriendo y yo fruncí el ceño y me quedé callado.
El viaje parecía interminable. Nos cruzó Don Alonso con su carro lleno de tarros de leche rumbo a Los Cardales, “¿cómo no me lleva de vuelta este viejo?”, pensé para mí.
Al final mi padre se salió de la ruta por una entrada de tierra y luego de andar unas cuántas cuadras, nos paramos frente a una tranquera a medio caer, atada con alambre. Don Roque la abrió y avanzamos por un camino estrecho que tenía enormes pastizales a los costados.
Llegamos a la casa propiamente dicha. Estaba a simple vista muy deteriorada, el alero de tejas a punto de venirse abajo. Las maderas de las cenefas resecas y semidestruidas. En realidad era una “tapera”.
-“¡Pobre alemán!” (Exclamó mi padre bajándose del sulky) -“No se repuso del golpe”, agregó en voz baja. Yo, lógicamente, no entendía nada.
Mi padre golpeó las manos y de atrás de la casa apareció una “jauría” de perros: chicos, medianos, grandes. Noté que algunos ladraban con dificultad, como afónicos. La mayoría de los perros se hallaban tan flacos que se les podía contar las costillas.
De la puerta entreabierta de la casa apareció un hombre alto, de ojos extremadamente celestes, muy delgado y con una ligera renguera. Sus cabellos lacios estaban largos y bien estirados para atrás. Sus pómulos tenían irrigaciones notables. Su mirada era una mezcla de resignación y desencanto.
Gritó a los perros:
-“¡fuira… fuira… ajaa… iaja…uja…!. (El gran humorista y estudioso costumbrista argentino Luís Landricina decía en uno de sus inolvidables cuentos que a la gente de campo, cuando espantaba los perros, se le entendía solo las primeras palabras, el resto era indescifrable. Risueñamente es así.)
-“¡No se asuste, don Roque!, no hacen nada”, exclamó el alemán -mi padre, que no se desprendió en ningún momento de su látigo trenzado con tres tientos y chicotera de cuero reseco, sabía que esto sería así-.
Se abrazaron, más de lo que yo estaba acostumbrado a ver. Don Roque le habló unas palabras en voz baja y el alemán agachó la cabeza y se llevó una mano a los ojos refregándose con el dedo índice entrecerrado. Esos ojos tan celestes se enrojecieron.
Entraron a la cocina, miraron hacia atrás y al llamado de ambos, bajé dispuesto a recontra-aburrirme.
El alemán puso sobre la cocina de leña una enorme y vieja pava ennegrecida por el contacto del fuego. Había en el ambiente un olor tenue como a humo. En la unión de las paredes y el techo se veían telarañas oscurecidas con el hollín típico de las casas que cocinaban con leña.
Hacia un costado de la mesa había una puerta que debería comunicar a una pieza o algo así. El alemán pareció darse cuenta de mi tedioso estado y mirándome le dijo a mi padre.
-“Tá’ grande el crío, Don Roque”. Yo lo miré fingiendo una sonrisa, pero pensando en cuando nos iríamos.
En eso, con el rostro apoyado en el marco de la puerta de la habitación contigua, se asomó una niña de unos siete u ocho años.
Era más rubia que él. Su nariz, pequeña y respingada se cubría de pecas, como así sus mejillas, en ese momento sonrojadas. Los ojos del mismo color celestes como los del alemán, quién, evidentemente, debería ser su padre.
-“Cristina, venga m’hija, salude a la gente”.
La niña se acercó algo vergonzosa y recibió los acostumbrados saludos y elogios por parte de mi padre.
Cristina se quedó mirando con las manos atrás, la cabecita con trenzas inclinada ligeramente y haciendo un suave vaivén para uno y otro costado. En eso me miró y me dijo:
-“¿Querés jugar?” – bueno, respondí de inmediato.
Al costado de la casa había un enorme paraíso y de una de sus ramas colgaba una hamaca. Nos hamacamos por turno. Luego decidimos jugar a las escondidas, pero al rato se acabó el entusiasmo. Me mostró su perro favorito y uno de los tantos gatos que andaban rondando por la cocina y el patio.
A propósito, yo no entendía eso que mencionaba mi mamá acerca del matrimonio del “Loco” Palavecino y Doña Julia. Decía:
- “se llevan como perro y gato”, porque yo sabía que peleaban seguido.
No lo entendía porque en la estancia y en todo lugar donde iba los perros y los gatos convivían perfectamente.
Pero… sigo con mi relato.
Cristina me preguntó si iba a la escuela
-Todavía no, le respondí – el año que viene me van a mandar-.
-“Hay, porque sería lindo saber leer,” -comentó con ojos soñadores- “-¿sabés una cosa?, mi mamá cuando vuelva del viaje me va a llevar a la escuela”.
-Estee… yo sé leer, le dije con un aire de experiencia.
-“¿En serio?, preguntó sorprendida.
-Si, dije mirando hacía arriba.
-“Vení, ¡vamos a la pieza de los libros!, fue la respuesta de Cristina tomándome del brazo.
La pieza de los libros era una habitación improvisada con maderas dentro del galpón de chapas infaltable en las estancias.
En unos cajones de manzana había unos cuántos libros cubiertos de polvo y con olor a humedad.
Cristina tomó uno y dándomelo en la mano dijo:
- “Leéme lo que dice aquí.”
Me señaló una parte de la historia “De los Apeninos a Los Andes” que se halla en el libro Corazón de Edmundo de Amicis. Yo leí perfectamente varios párrafos. La niña quedó admirada.
-“Me gusta esa parte porque mi mamá antes de viajar, me lo leía todas las noches”, dijo embelesada.
Tomó de nuevo el libro y nos fuimos a la cocina. Mi padre comenzaba a despedirse.
-“’Guelva’ cuando guste, don Roque” dijo el alemán.
-“Ya vía venir, en una de esas la traigo a l’Aurelia”, repuso mi padre.
En eso veo que Cristina le hablaba algo al oído a su padre y le mostraba el libro Corazón.
-“y, bue’ si usted quiere…” dijo el alemán, como dando consentimiento a un pedido de la niña. Cristina se me acercó con una sonrisa increíblemente inocente y dulce diciendo:
-“Tomá, te lo regalo, mi mamá seguro me va a comprar otro cuando vuelva”.
Yo miré a mi padre antes de responder, me hizo un gesto de aprobación meneando la cabeza y exclamó:
-“¡Diga gracias por lo menos!”.
Yo agradecí de buena gana y ya nos fuimos al trotecito del Ñato.
En el camino comencé a leer el libro. Pero los movimientos del Sulky me desviaban la vista del renglón, así que preferí guardarlo para después.
Le hice algunos comentarios a mi padre, le pregunté adonde había viajado la madre de Cristina. Mi padre me miró como pensativo, tratando, quizás, de ver si yo necesitaba una respuesta y luego me dijo:
- “No sé”.
Pasó el tiempo y Corazón se convirtió en mi libro de cabecera. Se lo leí varías veces a mi madre, incluso a Juan Caezán, que era, de los peones, el único que me llevaba el apunte.
Cuando cursaba sexto grado llegó la maestra con una compañera nueva. Era bastante alta, delgada y muy parecida a aquella Cristina que me regaló el libro. Se llamaba Adriana.
En el recreo pude conversar con ella acerca del parecido y la similitud del apellido con Cristina.
-“Cristina es mi prima”, me contó. -“Ahora vive en Alemania, se fue con su padre, hace rato”.
-“Está con su mamá”, pregunté.
-“No, la madre murió en un accidente cuando viajaba en un colectivo de Retiro para el campo. Ellos estaban viviendo acá, todavía. Fue hace… no se… muchos años, yo era chica y vivía en Capilla del Señor”.
-“Ah. Claro”, dije.
Creo que en ese momento comprendí todo: el abandono del alemán, el abrazo con mi padre, el largo viaje de la mamá de Cristina y la extraña mirada de don Roque en el sulky, cuando le hice aquella pregunta de regreso a “La Escondida”.
Conservé el libro Corazón muchísimos años. No sé donde lo perdí. Tal vez en alguna de las varias mudanzas que hicimos.
Siempre, cuando veo en la vidriera de alguna librería un ejemplar de aquel libro, me viene a la memoria la sonrisa inocente y dulce de Cristina. Su ilusión de ver regresar de un viaje a su madre y toda la realidad que hubo en aquel instante del tiempo.
No sé donde andará, tal vez en la Alemania de sus padres.
Ya sabrá leer y escribir y tantas cosas más, pero quizás no sepa, como yo tampoco lo sé, porque los “grandes” se empeñan en decir lo que ellos mismos llaman: “mentira piadosa”. A veces la mentira piadosa puede ser cruel.
EL CONCURSO
-¡Aquí está lo que pedían!- exclamó mi padre con tono satisfecho mientras apoyaba una caja de buenas proporciones en la mesa del comedor.
Todos nos apresuramos para abrir aquel regalo y vimos con sorpresa que era un tocadiscos marca Winko.
Inmediatamente quisimos escuchar música, pero surgió un problema: papá no había comprado ningún disco.
Raúl tomó la iniciativa y se fue en bicicleta hasta la tienda de don Mansur a comprar unos discos. Todos nos quedamos ansiosos esperando su regreso.
Le buscamos ubicación en un lugar prominente de la casa y lo cubrimos con una “gamuza” amarilla.
Mi madre nos dio mil recomendaciones para que lo cuidáramos ya que era bastante costoso.
Yo planeaba ponerme al tanto de la música que escuchaban mis compañeros de clase, en otras palabras modernizarme un poco.
En la vieja radio de Armando solo escuchaban folklore y radioteatro. Aunque yo amaba todas esas cosas no quería estar tan fuera de tono con el resto del mundo.
En la escuela sentía que los chicos hablaban de Sandro, de Leonardo Fabio, de Palito Ortega y tantos otros.
Yo solo conocía las payadas del Indio Bares, las zambas de Hernán Figueroa Reyes y del recordado Jorge Cafrune, cantor este que era muy conocido en el pueblo por tener su campo en Los Cardales.
Aparecía como destacado en esa época don José Larralde, cantor de las cosas tristes que les pasaban a los peones rurales.
Al cabo de un rato volvió mi hermano que, para mi desilusión, trajo varios discos de Cafrune, Larralde y uno de tango, creo que de Julio Sosa. Eran los llamados Long Play.
Mi sueño de modernizarme en lo que a música se refería se hizo añicos.
Mis hermanos pasaron todo el folklore que quisieron hasta cansarse. Luego casi al anochecer mi padre puso el disco de tango.
Y por último después de la cena, hubo que hacer silencio porque estaba el radioteatro de Alberto Kloner que era más que sagrado en nuestra sobremesa.
Contrariado me fui a acostar.
El ir y venir de la escuela, la visita de unos familiares a la casa y otras vicisitudes me hicieron olvidar lo del tocadiscos.
Un día la señorita hizo un anuncio en la clase que causó gran expectativa.
Se había programado un concurso entre los alumnos de la escuela para ver quién o quienes imitaban mejor a los cantantes de la época.
Todos se anotaron con gran ansiedad… menos yo.
La Señorita me preguntó porque no lo hacía y le respondí que me daba vergüenza y que, además, no sabía a quién imitar porque en casa no se escuchaba música moderna.
Aquel ángel de guardapolvo blanco y manos de madre acarició mi cara con una inigualable ternura al punto que me dijo con la más dulce sonrisa en los labios:
-Pero Jorge Leonardo, no pienses en que alguien se va a burlar de vos, y, ¿cómo que no tienes ningún disco de música moderna?, yo te voy a prestar uno.
-Bueno- le dije- a lo mejor… no sé.
-Dale, anotáte y vas a ver que te vas a divertir junto con los demás chicos.
-Está bien, señorita, me anoto.
Regresé a casa y le conté a mi madre. Ella se puso contenta de verme entusiasmado. Sin Embargo me dijo:
-Fijáte, porque me parece que tus hermanos de tanto usarlo ya han roto el tocadiscos.
Corrí a preguntarle a Raúl acerca de lo que me había enterado.
-No-me dijo -en realidad anda. Un poco lento pero anda.
-Bueno, qué importa- pensé -por lo menos funciona.
Al otro día, mi maestra cumplió con la promesa y me trajo un disco “simple” de Sandro. Tenía de un lado una canción muy nombrada titulada “Rosa, Rosa”.
-Aprendétela de memoria- sugirió la señorita -tratá de imitar también el tono de voz y vas a ver cómo hacés un buen papel en el concurso.
Llegué a casa y de la tarde hasta la noche escuché y canté aquella canción. Por supuesto que me la aprendí completa, incluso traté de imitar el ritmo y la voz.
Como lo hice encerrado en la pieza de mis padres nadie pudo escucharme.
-Es mejor- me dije -así le doy la sorpresa a mamá.
Practiqué todos los días previos al concurso. Me sentía seguro de que algún premio sacaría.
Por fin llegó el gran día. Recuerdo que era viernes y fue en las últimas dos horas de clase.
Pusieron sillas alrededor de un improvisado escenario. Llegaron casi todos los padres de mis compañeros y los de los otros chicos de la escuela.
Comenzó el concurso y Roberto Atienza cantó una hermosa canción melódica de un tal Chico Novarro acompañado de su guitarra. Fue muy aplaudido.
Uno a uno fueron pasando los chicos y todos recibieron felicitaciones.
Me llegó el turno y cuando subí al escenario una señorita que animaba el concurso me preguntó:
-A ver Jorge Leonardo, ¿qué nos vas a cantar?
-Voy a imitar a Sandro, cantando “Rosa, Rosa”- le dije un poco nervioso.
-¡Ay, qué bueno!, ¿trajiste el disco así te acompañas con la música?- me preguntó.
-No, no lo traje- respondí ahora más nervioso.
-Bueno, no importa… vas a cantar “a capella”- aseguró la maestra sonriendo.
Yo no sabía ni qué quería decirme con eso de cantar “a capella” pero ya estaba allí y lo que más me preocupaba era no olvidarme la letra de la canción.
Todos hicieron silencio y yo comencé mi actuación. Con las manos detrás de la espalda y un miedo terrible.
En un determinado momento noté que mi madre meneaba la cabeza con una sonrisa como de pena o vergüenza y bajó la vista.
Los demás chicos se mataban de risa y hablaban entre sí señalándome con el dedo.
Los padres ni siquiera me llevaban el apunte.
La señorita que animaba, cuando promediaba la canción subió al escenario, me tomó del brazo cariñosamente y dijo al público:
-Un fuerte aplauso para nuestro imitador de…- dudó un instante, me miró y me preguntó -¿a quién estabas imitando?
-A Sandro- contesté, sabiendo que algo andaba mal.
-¡Ah, sí!- repuso la maestra -¡de Sandro!- dijo haciendo un gesto como de disculpa.
Lamentablemente el aplauso fue efímero. La imitación fue un fracaso. Aunque yo estaba convencido que la había hecho tal cual la escuchaba en el Winko.
De regreso a casa, mi madre ni me hablaba. Quizás porque no sabía que decirme.
En la mesa, al final, se animó y me preguntó:
-¿Dónde está el disco que tiene la canción que cantaste en la escuela?
-En tu pieza- le contesté -¿querés que lo ponga para que lo escuchemos?
Mamá miró a mi padre quien, como todo me consentía, hizo un gesto afirmativo.
Traje el Winko, puse el disco de Sandro y me paré al lado diciendo…
-¿Ves, mamá? Lo hice igual.
Todos rieron y Raúl me dijo, casi a las carcajadas:
-¿Pero no te dije que andaba lento, que arrastraba la voz?
-Sí… ¿y qué?- contesté.
Me costó entenderlo, porque al fin y al cabo, mi esencia era folklórica. Poca música moderna había escuchado hasta entonces. Por eso no me di cuenta que estaba imitando la voz enronquecida y deformada, de un Sandro cantando como se diría hoy “en cámara lenta”.
Yo estaba totalmente convencido que mi actuación no fue bien valorada.
Menos mal que con ese pensamiento en mí inocente cabeza no me di cuenta que había sido el hazmerreír del concurso organizado en la escuela.
Hoy día, a tantos años de aquel acontecimiento, yo también me río de ese niño cabezadura que fui.
Cuántas veces, por no hacer caso de los consejos, habré sido cómico del escenario de la vida sin notar siquiera que estaba vestido de payaso.