Llegaba la primavera y todo el grado se aprestaba a disfrutar de un picnic, justamente el 21 de septiembre.
Los preparativos eran muchos. Habíamos planeado llevar alimentos, bebidas, una pelota de fútbol y naipes. A mi sinceramente siempre me aburrió el juego con las cartas, pero otros se deleitaban con “el truco”, “el Chin-Chom” o “La Escoba de 15”.
Llegó el día y nos fuimos al campo de los padres de Susana. Ella nos ofrecía gustosamente todo cuanto estuviera a su alcance para disfrutar.
La recuerdo a Susana alta, delgada y dueña de una mirada penetrante, de esas que van más allá de los ojos. Posiblemente fuera, por su físico estilizado, candidata a ser modelo, azafata o algo así. Tenía en la escuela bastante aplicación, por lo que no le resultaba difícil pasar de grado. Estuvimos juntos toda la primaria.
La estábamos pasando bien. Yo con mis problemas sentimentales a cuesta.
¿Quién no los ha tenido? ¿Verdad que uno no puede disfrutar del momento pensando en eso que tiene adentro del Corazón?
Además se vuelve tonto y comete errores más tontos todavía. Pero es la vida, ¿qué le vamos a hacer?
No me podía concentrar ni para jugar a la pelota y menos para conversar. Hablaba idioteces.
Pero además de eso, cuando se acercaba Zulma al grupo de chicos donde yo estaba, estúpidamente, me alejaba del lugar. Mi vergüenza podía más que otra cosa.
Se fue la mañana y nos sentamos a comer. Reinaba un clima de distensión y alegría. De pronto ocurrió algo que me perturbó:
-Querés un sándwich, me dijo Zulma, mirándome con su cara angelical.
-Si, claro. –Contesté. Me hubiera comido una tonelada de emparedados si me lo pedía.
No obstante, Zulma invitó a diferentes compañeros con lo que había traído.
Aquel día había ido vestida de vaqueros azules marca Far West y llevaba una remera clara con una flor dibujada en el costado izquierdo. No había en aquel entonces otro calzado más popular que las zapatillas Flecha, y ella estaba calzando unas de color azul “eléctrico”.
Tenía un brillo especial en los labios, como si la madre naturaleza hubiera querido distinguirla de las demás, siendo que todas las niñas tenían su encanto.
Terminamos de comer y se pusieron a jugar a las cartas. Yo me quedé cerca, pero sin ningún interés en el juego. Solo quería estar cerca de aquella muchachita que me tenía de mal en peor.
Estaban jugando al Chin-Chom. En el grupo estaba Silvia, una compañera estilo Ana maría, pulcra, prolija y dueña de una sonrisa cristalina.
También estaba Susanita. A ella, vaya a saber porque, le costaba un poco asociarse. Por lo que nos ponía contentos verla entre nosotros.
Eso era lo llamativo de aquel grupo humano: nos queríamos todos.
Entre los varones se destacaban Daniel, Rubén y Julián. Eran hábiles para todo: fútbol, baile, lo que se presentaba. No tenían escrúpulos.
Roberto tocaba la guitarra y creo que eso a Zulma le atraía. (Reconozco que sentía un poco de celos de Roberto).
Lo que pasa es que yo era un inútil para todo lo que sea diversión: no sabía contar chistes, no sabía bailar, no sabía cantar… en lo único que me destacaba era en fútbol.
El asunto es que todos se habían entusiasmado con aquel juego de cartas.
Yo miraba el sol, de reojos a Zulma, hacía que miraba los caballos que pastaban en un potrero vecino, otra vez de reojos a Zulma y ella… solo tenía ojos para el juego de naipes.
Resignado a ver morir la tarde y regresar, como siempre, frustrado a mi casa, me recosté contra el tronco de un viejo pino que nos daba sombra.
En eso hubo algo que me llamó la atención.
Vi que Silvia anotaba los puntos del juego en una hoja de papel y luego hacía un rollito con la hoja y la introducía dentro de la lapicera marca “Bic” la cual no tenía el taponcito de la parte superior.
Se me “encendió la lamparita”. Había encontrado el método de hacerle llegar a Zulma una carta sin que ella se diera cuenta.
Volvimos de aquel día de campo muy felices. En mi rostro se dibujaba una sonrisa similar a la del coyote del dibujito animado que en ese tiempo aparecía en los televisores blanco y negro: “El Correcaminos”. Si, el coyote que, infructuosamente, perseguía sin éxito a la veloz avecita.
Ese lunes llegué a la escuela con mi lapicera “cargada” de una impactante declaración de amor. Les comento que rompí más de una birome por tratar de introducir en ella más papel de lo que podía caber. Así que esa noche previa, aprendí a desarrollar lo que en el futuro se denominaría poder de síntesis.
Pero había quedado bien. Estaba seguro que al leerla, Zulma, se enamoraría automáticamente de mí.
Ahora había que hacerle llegar la lapicera a su cartuchera o por lo menos cerca de su banco.
Urdí un plan. Le pediría una goma de borrar y al momento de que se distrajera dejaría la lapicera en el banco. Me acerqué decidido.
-Me prestás una goma de borrar, le dije con tono desinteresado.
-Si, Jorge, contestó (me encantaba que pronunciara mi nombre).
Buscó en su cartuchera y cuando bajó la vista dejé la lapicera a su lado.
Tomé la goma, me di vuelta para ir a mi banco y escucho que Silvia, su compañera me grita:
-Jorge ¡te olvidaste la lapicera!
-No. No es mía, repliqué dando manotazos de ahogado.
-¿y de quién es? insistió Silvia – pero fue más allá –
Se paró y preguntó a la clase a viva voz:
-Chicos, ¿alguien perdió esta lapicera?
Yo lo que estaba perdiendo era la cabeza. Desesperado corrí hasta Silvia y le dije:
-¿A ver? ah...si creo que es mía…gracias.
-De nada, contestó Silvia, orgullosa de haber hecho una buena obra.
Me senté, mejor dicho me tiré en mi asiento y bajé los brazos para recuperarme.
Pero no quería darme por vencido. Era mi oportunidad y tenía que aprovecharla.
Cuando sonó el timbre del recreo y todos se apuraban a salir allí estaría mi gran ocasión.
Ocurrió. Dejé la lapicera en el banco de Zulma al lado de su cuaderno.
Me fui al recreo eufórico. Estaba a punto de lograr el objetivo.
Pensaba: “¿le gustará lo que le escribí?”, “¿me contestará que si?”…¿Y si se burla de mi?...no… no… tiene que gustarle… tiene que gustarle.
-¿Qué te pasa, hablás solo ahora?... (Cuando no Carmelo sacándome de mis pensamientos.)
-¡No “Tano”!... estaba cantando, le dije.
-¿Mmm… si he?, repuso Carmelo con una profunda mirada de duda.
-¿No andaraaasss…? volvió a atacar.
-Andar ¿qué?, dije mirándolo a los ojos.
-Este… no nada… no sé. Se alejó dudando y sembrando dudas.
-¿Se estarán dando cuenta?, razoné.
Volvimos del recreo y pasé por el banco de Zulma para cerciorarme que la lapicera estuviera allí y… ¡horror! no estaba.
Miré hacia el suelo, busqué debajo del banco, me tiré de rodillas y ensimismado en la búsqueda no me percaté que mi frente chocó contra las piernas de Zulma que preguntó:
-Jorge ¿se te perdió algo?
-Una Moneda de 10 centavos- contesté. –Pero no está aquí, y me alejé.
Tenía un sentimiento de frustración y de incertidumbre porque… ¿Quién tendría la lapicera que delataba mis más profundos sentimientos de amor hacia Zulma? Si caía en manos de uno de mis compañeros me convertiría en el objeto de burla de toda la clase.
No supe que hacer. Atontado me fui a sentar. La maestra hablaba y yo flotaba en la nebulosa. En un momento la señorita dijo:
-Bueno chicos, vamos a escribir una redacción que hable de lo que hicieron el día de la primavera.
Pensé que esto era la peor de las ironías que me podía ocurrir. Aun así, por reflejo introduje mi mano en mi cartuchera y saqué la birome para escribir algo como por compromiso.
Abro el cuaderno y apoyo mi cabeza en la mano derecha en gesto pensativo para idear una frase. Se me ocurre una oración y al fijar mi vista en la mano izquierda (que era mi diestra) observo que estaba empuñando la lapicera con la carta de amor.
Levanto la cabeza, vuelvo a mirar la birome y si… no cabían dudas, estaba la carta dentro.
Jamás supe cómo llegó aquella lapicera a mi cartuchera. Nadie de mis compañeros insinuó absolutamente nada del asunto.
Terminó el día de clase y, de regreso a casa, Carmelo me preguntó:
-¿Te fue bien con la redacción?
-Si, creo que sí- Contesté.
-Me di cuenta, porque te cambió la cara, - me dijo.
Y los dos nos miramos sin decirnos una palabra. Solo una sonrisa tenue se esbozó en el rostro de aquel “Tano” de “fierro” que cuento entre mis compañeros eternos.
-¿A las dos en el potrero del kiosco?, preguntó Carmelo.
-¡Mas vale, “Tano!, le grité, y nos fuimos a la carrera por la calle que cruzaba la estación.
¡Qué fácil era olvidar las penas en ese tiempo!... como extraño aquel potrero al lado del kiosco de Carmelo.
Cuántos sinsabores desaparecían después del cabeza a cabeza con pelota de goma.
A quién le importaban los problemas entonces, si todo el mundo era nuestro…