La ciudad dormía abrigada por la noche y el silencio. Su frenético latir transformado en susurro apenas audible entre las calles solitarias. Un escalofrío recorrió de repente los cuerpos de las almas en vela. Una perturbadora sensación interrumpió el sueño de aquellos que a esa hora dormían. Una presencia extraña se movía por la ciudad, y al hacerlo, desplazaba el aire, acallaba los sonidos, las luces huían y los hombres encerrados en sus casas, con la cabeza escondida, rezaban entre sollozos.
Unas nubes sombrías aparecieron desde el este y todo lo envolvió. El hombre, que no era hombre ni dios,continuaba su marcha implacable. Su cabellos de fuego eterno, su sonrrisa de suprema ironía, sus ojos de odio primal y locura, su manto de sombra. Tenía su cuerpo una belleza imposible de contemplar sin perder para siempre el alma.
Lucifer, el maligno, el adversario, el fiscal del Señor y príncipe de los malditos, se dirigió sin vacilar, con todo su poder, hacia la Basílica. A su paso, las puertas de hierro de la reja exterior se abieron, doblándose y retorciéndose sobre sí mismas. Las puertas de gruesa madera crujieron, y saltados sus goznes, se apartaron de su camino.
Lucifer dió dos pasos dentro de la Iglesia. Los cristales de las ventanas estallaron, muchos bancos se partieron. De las imágenes de los santos corrían lágrimas de sangre. El sacrilegio era tal, que los Arcángeles bajaron a la tierra en forma de fuego y luz.
Pero en ese momento, aquella criatura, la única que no hablaba con Dios, se arrodilló ante el altar y comenzó a rezar con su vista mirando al suelo en gesto humilde. De sus ojos brotaban lágrimas negras de arrepentimiento. Esas lágrimas pesadas como mundos enteros, empezaron a caer al suelo sagrado, rompiendo los antiguos baldosones de mármol, desatando la lluvia que, en tormenta desde el cielo caían sobre la ciudad. Esa lluvia apagó el fuego de los Arcángeles. El llanto transformó a Lucifer envolviéndo el luz. Ya no era otro que el portador de la luz, la estrella de la mañana, el ángel del Señor renacido del arrepentimiento. Su rostro era el de Cristo resucitado, vencedor, esta vez, no solo de la muerte, sino del odio, del dolor, de la oscuridad, de la soledad y del amor mezquino. Y cuando las lágrimas cesaron, un bello rostro lleno de paz miró al cielo y buscó a su Padre.
La campana del Apocalipsis tocó su primera nota.
El mundo llegaba a su fin.
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