Si el concepto de política emana de la necesidad de una comunidad de regular y organizar la convivencia y relaciones entre sus miembros, nos encontramos con la consecuente conclusión de que, política, somos todos.
De esta necesidad de regulación se desprende la creación de mecanismos firmes y supuestamente neutros, que avalen su eficacia.
La instauración de instituciones en cada estado democrático, nos proporciona la garantía de que los resortes que controlan los principales pilares de la vida comunitaria funcionarán,ajenos al color de los gestores que acceden a dichas instituciones mediante el voto.
Cabe pensar por tanto, que con nuestro voto otorgamos nuestra confianza a los sucesivos administradores del patrimonio común, para que, aún con las diferentes formas ideológicas de orientar el ejercicio de sus competencias,acrediten con sus actos políticos una clara e inquebrantable voluntad de servicio a la comunidad,y la expresión de respeto absoluto a los valores que encarna el sistema de convivencia por nosotros elegido: la democracia, a la que los españoles hemos llegado tras elevados costes personales y colectivos.
Y, por encima de todo, el respeto y obediencia políticos a nuestra ley de leyes, la Constitución, en la que todos los demócratas depositamos nuestras esperanzas de apertura y progreso social.Ley fundamental que promulga la promoción, por parte de los poderes públicos, del bienestar y dignidad indiscriminados.
Ahora, los verdaderos demócratas, los que con nuestro voto sostenemos la pervivencia de las sagradas instituciones, asistimos perplejos a una perversa danza en la que, los políticos al uso, manipulan y tiñen de intereses sectarios las mismas, para beneficio de unos pocos, los de siempre, aquellos que con su supremacía económica se creen en el derecho de poder comprar la voluntad, y la legítima prerrogativa que nos asiste a todos para ser, sentir, pensar y expresarnos;a aquellos que no disponemos más que de nuestro claro discernimiento del concepto de solidaridad, y la determinación tenaz e incorrompible de reclamar, siempre, el respeto que nos merecemos.