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El miedo a comunicarse

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Publicado en Atlántico Diario el 02-07-99

En las pequeñas poblaciones todavía sigue existiendo la antigua costumbre de compartir cuitas y alegrías, con todos los inconvenientes que eso conlleva. En las ciudades, en cambio, resulta todo lo contrario, y los urbanitas, sumidos en la imparable vorágine cotidiana, comparten palabras, gestos e incluso sonrisas, pero no así los verdaderos sentimientos. Esto está ocurriendo ahora, cuando por todas partes se oye hablar de medios de comunicación, de internet, de teléfonos móviles, sistemas digitales, satélites y qué se yo cuántas cosas más; sin embargo, y a pesar de parecer un contrasentido, cada vez estamos más incomunicados a nivel personal. Es como si la soledad del ser humano evolucionara paralelamente al desarrollo tecnológico.

La sala de espera de los médicos de las grandes ciudades es un lugar ideal para observar el comportamiento de la gente. Así, a medida que van llegando los pacientes, como mucho se saludan, eso sí, con cierta cortesía, con un «buenos días» o un «buenas tardes» según el caso, pero rehuyen el diálogo directo y personal; es la desconfianza que genera la vida ciudadana. Sin embargo, basta con que llegue una persona de una pequeña población para que se note su afán por abrirse a los demás, unos contertulios de piedra que, alterados internamente por la falta de costumbre, se aferran a lo suyo escudándose en frases disuasorias. En los parques ocurren cosas parecidas. En cierta ocasión, estábamos en un parque infantil de una pequeña población cercana, esperando, pacientemente sentados en un banco, mientras los niños se divertían jugando en esos extraños laberintos llenos de tubos y cuerdas que sustituyen a los árboles frutales de nuestra infancia. No pasaron ni cinco minutos cuando una señora que estaba a nuestro lado empezó a charlar con mi suegra, persona acostumbrada a otra época más tranquila en la que todo el mundo se conocía. Como suele decirse en estos casos, se juntaron el hambre y las ganas de comer, y la situación llegó a tal extremo que la señora acabó sacando el carnet de identidad para que mi suegra viera la edad que tenía. Algo impensable en un ambiente urbano donde cada uno va a lo suyo.

Ayer, sin ir más lejos, observé una escena realmente curiosa. Me encontraba en una cafetería de un populoso barrio de nuestra ciudad, cuando llegaron dos hombres con una guitarra enfundada y se pusieron a mi lado. Al cabo de un momento hizo su entrada un individuo de mediana edad con apariencia de bohemio, vestido a la usanza de los sesenta y chupando una pipa apagada ---porque no olía; quizá fuera para ahorrar---. Cuando se dirigía al final de la barra reparó en la guitarra y les espetó: ---¿cuántos sois?---. Ellos pusieron cara de extrañeza, casi a la defensiva, como es natural ante una pregunta como esta. Él, al darse cuenta, añadió: ---¿ formáis parte de algún grupo? Yo formo parte de una murga; somos tres. Uno toca el bajo, otro la guitarra y yo el acordeón. Me llamo Fulano de Tal, tengo cincuenta y dos años y llevo en esto desde los quince---. Aquel chorro informativo lleno de calor humano provocó un cambio de actitud y comenzaron a charlar animadamente, tanto de lo personal como de la electrónica aplicada a la música. Como si se hubiera roto un dique y las aguas fluyeran a su antojo.

Cuando caminamos sin rumbo por las calles de la ciudad, en ese paseo que damos bien por apetencia o por prescripción facultativa, basta una mínima capacidad de observación para darse cuenta de la soledad que invade a las personas que pasan junto a nosotros. Alegrías fingidas; caminar decidido para ir a ninguna parte; conversaciones banales cara a cara o a través de artilugios electrónicos; miradas altivas que esconden verguenzas; bolsas llenas de compras que intentan llenar un profundo vacío; e incluso, en ocasiones, alguna moneda para intimar con una máquina absurda que no reprocha ni pregunta, que solamente acompaña mientras le den de «comer». Es la soledad de la gran ciudad que crece, pero nos absorbe. Habría que preguntarse si la proliferación de animales de compañía, principalmente los perros, son por verdadero amor a los animales o para llenar un vacío interior que sus dueños temen exteriorizar. Quizá sea la masificación urbana la que inspira el miedo que provoca ese encierro en nosotros mismos. Y la solución no está en manos de las autoridades municipales, sino en nosotros mismos. Siempre he pensado que el trato de la gente es recíproco, que a uno le tratan del mismo modo que hace con los demás.

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Autor: Julio Alonso
Enviado por corre31 - 05/06/2002
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