Publicado en Atlántico Diario el 01-09-99
Han pasado muchos años desde la publicación de «El lazarillo de Tormes», allá por el 1550. Un tipo de literatura que refleja la realidad social en la España del siglo XVI, con un argumento que escapa del idealismo del Renacimiento para centrarse en la realidad y la crítica de lo cotidiano. Sus protagonistas son los pícaros, una especie de antihéroes totalmente preocupados por valerse por ellos mismos y la subsistencia diaria; unos personajes para los que todo es válido, incluso el engaño. El pícaro es un ser marginal, viajero, aventurero, sirviente de muchos amos y, por lo tanto, conocedor de dichas y desgracias ajenas, además de las propias.
España ha sido y sigue siendo un país de pícaros; la prensa diaria da cuenta de ello. Además de conocidos personajes que se han enriquecido de la noche a la mañana con extrañas artimañas legales ---y otras que ni siquiera llegan a esa categoría---, vemos constantemente algunos que viven del cuento, de contar sus vidas y las de aquellos a quienes sirvieron o con quienes la compartieron, olvidando recato y conciencia gracias a fuertes dosis de «parné», esa milagrosa medicina capaz de curar los más recalcitrantes males del espíritu.
Dicen que el hambre agudiza el ingenio y, quizá por eso, hubo épocas en las que el famoso «timo de la estampita» salía diariamente a la luz en las páginas de los periódicos, además de otras artimañas no menos ingeniosas para sacar el dinero a los incautos. Hace muchos años ocurrió un hecho totalmente cierto y digno de rememorar: una persona se presentó en la comisaría de policía con la intención de denunciar una máquina de hacer billetes que no funcionaba. Unos individuos le presentaron el artilugio haciendo una demostración de lo más convincente. La máquina podía hacer el dinero que se quisiera, sólo era cuestión de darle vueltas a una manivela; toda una ganga por un precio razonable. Ni corto ni perezoso, el cliente, poseído por esa fiebre llamada avaricia y que sólo ataca a los humanos, pagó el precio estipulado y corrió a su casa dispuesto a hacer fortuna sin necesidad de cruzar el océano, que entonces era lo acostumbrado. Pero, cuando quiso comprobar por sí mismo aquella maravilla en la intimidad de su hogar, se encontró con que no funcionaba, y no se le ocurrió otra cosa que acudir rápidamente a la comisaría, con el aparato bajo el brazo, para denunciar el «timo». Y como este caso hay muchos otros ---algunos todavía «vigentes»---, como la artimaña de pesar los alimentos en básculas descompensadas, o sobre trozos de papel que disminuyen el verdadero peso del producto.
Hoy en día la gente no es tan inculta, sin embargo, quizá porque aún sigue existiendo ingenuidad, porque los timadores también saben más, o porque el avance económico deja fuera de concurso a los que tienen menos, el caso es que los timos siguen existiendo. Y, aunque parezca mentira, de vez en cuando sigue funcionando el clásico «timo de la estampita», así como otros más sofisticados: la venta de antigüedades falsas, cuadros pintados por desconocidos y firmados por famosos, y un largo etcétera.
Pero también hay gente honrada; lo cierto es que siempre la ha habido. Tan solo hace unos días, una persona encontró en la calle ---concretamente en Zaragoza--- la nada despreciable cifra de un millón de pesetas. Muchos se hubieran ido para casa con la mano en el bolsillo y mirado hacia los lados, haciendo cuentas de los «agujeros» personales que convendría tapar primero y de algún que otro disfrute transitorio del cuerpo ---que no de la conciencia---. Pero esa persona fue más coherente. Lo entregó en la oficina de «objetos perdidos» ante el asombro de los funcionarios por tal muestra de honradez, nada común en la actualidad. Lo curioso del asunto es que, a pesar de los anuncios para que el propietario se personara a recogerlo, hasta la fecha nadie lo ha reclamado. Todo hace pensar que pudiera ser el producto de algún robo, o incluso de algún timo, en cuyo caso, y como es lógico, no es de esperar que los «pillos» o el «ingenuo» de turno se presenten a recogerlo. Si en el plazo de dos años ---tal como marca la ley--- nadie lo reclamara, pasaría a ser propiedad de quien lo encontró. Seguramente a partir de ahora habrá muchas personas que caminen con la mirada fija en el suelo, y no precisamente por timidez.