Publicado el 03/01/99 en Atlántico Diario
La esencia de las modas suele repetirse, algo así como las mareas, según esté la luna, porque, entre otras cosas, también sirve de inspiración a los creativos. El fenómeno se nota bastante en las corbatas, y, aquellos que son cuidadosos y las conservan, pueden ponerlas al cabo de los años sin temor a desentonar. A la minifalda le pasa lo mismo, y si no que se lo pregunten a muchas que ya son madres, las que antaño, allá por los sesenta, se subían la falda en el portal antes de salir a la calle, en contra de la incomprensión paterna, para ir a la moda que arrasaba entonces, a lo Mary Quant, esas madres de hoy que se escandalizan cuando ven a sus hijas luciendo los muslos. Y no es que anden mal de memoria, sino que el principal problema en esto de las modas es ser de los primeros, los que rompen la monotonía de la mayoría, los que asombran al resto.
En los años sesenta se puso de moda la capa española, prenda de indiscutible elegancia, cuando «Los Brincos», Juan Pardo incluido, salieron con ella en la portada de uno de sus discos. Automáticamente, Adriano, un amigo de mi infancia y juventud, consiguió que sus padres le compraran una, y salió a la calle, convencido y vanguardista, eso sí, muy vanguardista, sin tener en cuenta que en el pueblo, próximo a nuestra ciudad, las innovaciones tardaban en llegar, como pasaba antes en casi todos los sitios, porque los medios de comunicación no tenían la audiencia ni los medios de hoy. Y al pasar, la gente comentaba, con esa discreción propia de los pueblos, esa discreción que consiste en decir a la cara lo bien que le queda, para después, cuando se va, llamarle mari no sé qué.
Y no digamos cuando vino la moda del «pantalón de campana», y el de «pata de elefante», tela y más tela, el caso era dar el golpe, ir a la última, caminando con cuidado, para no tropezar. Y lo del gorrito a lo yanqui, como el de la marina norteamericana, blanco y redondo como los que llevan algunos bebés. Algunos preferían el de los confederados, americanos, ¡oiga!, que de aquella eran los únicos confederados que se podían nombrar. Y en esto de los sombreros recuerdo a Miguel, cuando haciendo alarde de orginalidad se compró una gorra de requeté, en la sastrería militar de la calle Elduayen, sin insignias, pese a la insistencia del vendedor, porque lo que le gustaba era la gorra. Y al llegar a casa le «montaron el pollo», como dicen los de ahora, porque su padre decía que en su casa no quería partidos políticos. ¡Pobre Miguel!, con lo bien que le quedaba la gorra. De todos modos, siempre fue muy original. Todos andabamos de «vaqueros», porque antes no se llamaban «jeans», se llamaban «vaqueros», que sonaba más «heavy», como todo lo nuestro de antes, porque lo delicado, como lo de las flores y las mariposas, era cosa de los americanos, aquellos hippies de San Francisco. Miguel, en cambio, andaba de chaqueta y corbata, con el libro de Marcuse bajo el brazo, «El hombre unidimensional». ¡Qué tiempos!
De repente, cuando pasó la moda de la «campana» y la «pata de elefante», vino la moda del pantalón «pitillo», algo así como la estrechez más absoluta, como una funda de paraguas en cada pierna. La cosa de ponerlos y quitarlos era tan complicada que algunos incluso dormían sin quitárselos. Un servidor no llegó a tanto, pero también tuvo los suyos, y, al cabo de unos cinco años, y como soy persona que no tiro casi nada, los seguía conservando, como una reliquia sagrada de los sesenta. Me decidí a ponerlos, ignorando de modo consciente el tiempo transcurrido, como si cinco años fueran cinco minutos, y lo conseguí, eso sí, después de realizar grandes esfuerzos. Una vez en la calle, apareció mi amigo Joaquín. Me encontró algo congestionado, porque me resultaba difícil respirar, y, después de mirarme con detenimiento y asombro, estalló en una carcajada. La verdad es que me apretaban tanto que ni siquiera fui capaz de recoger un bolígrafo que me había caído. Ante semejante ridículo me fui a cambiar, rápidamente, casi en estado de cianosis, y los tiré, para que no quedara la prueba de lo que el paso del tiempo hace en nuesto organismo, como una reminiscencia de la rebeldía de aquella juventud, la que había pasado cinco minutos antes.
Lo cierto es que todos hemos vivido la fiebre de la moda, y la seguimos viviendo, aunque de modo más discreto, eso sí, sin llamar la atención, porque los años van sedando nuestros impulsos juveniles y nos vamos haciendo más conservadores, aunque algunos se empeñen en lo contrario, porque no podemos ir contracorriente. Y lo más extraño se va convirtiendo en lo más habitual, en algo cotidiano, como pasó con el bikini, que en aquella época fue un verdadero escándalo y hoy es de lo más natural, como tantas cosas. Sin embargo, por lo que no paso es por lo del pendiente en la oreja, ¡eso no!, aunque lo lleve el presidente.