Dos visiones, una misma realidad.
I
Era uno de los primeros días de primavera, el aire era cálido y frutado. En el parque los niños corrían por todos lados jugando a la mancha y tironeándose la ropa, las mujeres de la casa abrían las ventanas y se dedicaban a las tareas domésticas, los varones intentábamos poner un poco de orden en el jardín.
Los colores abundaban, los árboles frutales cargados de azares, la quinta floreciente, y el césped que amenazaba con cubrirlo todo, a veces tenía la sensación de que crecía mientras lo cortaba.
Mi madre, con la paz que la caracterizaba y una amplia sonrisa, se sentó en su añeja reposera bajo el liquidámbar. Su cabello completamente blanco era lo único que delataba su avanzada edad, pero su paso seguía firme y su porte impecable.
Los niños se acercaban a ella para que les cuente sus historias de brujas y hadas. ¡Abuela!, gritaban las madres, no les cuente esas cosas que después no quieren dormir. Pero los niños asustados salían corriendo dando gritos y volvían enseguida para escuchar más cuentos, incluso los más pequeños.
Ella parecía gozar de una extraña soledad. Recuerdo cuando era más joven, no importaba si la casa estaba llena de mis amigos y los de mi hermana, de todas maneras, ella parecía estar sumergida en su soledad, era inquietante. A pesar de esto no se perdía ni una sola palabra de nuestros diálogos, parecía que podía estar en todos lados sin el menor problema y nada la perturbaba.
Me acerqué a ella, entrada la tarde, porque pensé que me llamaba y me senté a su lado. Me miró con sus ojos dulces y eternos, tomó mi mano y pronunció suave mi nombre. Un aire con olor a fresias nos envolvió.
II
Salí al jardín porque escuché las risas de los niños que corrían de un lado a otro. Por el perfume que había en el aire, su calidez y suavidad, debían ser los primeros días de primavera.
Fui caminando despacio, por el temor de caerme a causa de mis pasos ya frágiles y con ayuda de mi viejo bastón, viendo sólo aquellas cosas que tenía muy cerca, debido a mis dificultades en la vista, hasta la reposera que siempre estaba bajo el liquidámbar.
Cuando los niños me vieron abandonaron sus juegos y se acercaron para que les cuente cuentos. Yo les inventaba historias mágicas, de duendes, brujas y hadas. La costumbre de inventar esos relatos me había quedado porque a mi hija le encantaban los cuentos fantásticos con seres mágicos. Cuando terminaba el relato me reía y ellos asustadísimos salían corriendo, con tanta vitalidad y fuerza que me encantaba verlos, ellos eran mágicos para mí, me llenaban de ganas de vivir.
Esa tarde sentí un olor a fresias que me hizo recordar aquel ramito que mi marido me regalaba cada 21 de septiembre. Quise llamar a mi hijo para decírselo, pero no tuve fuerzas. Se acercó a mí cuando ya estaba bajando el sol, le tomé la mano, entre él y yo nunca había necesidad de las palabras. Y ya no recordé nada más.