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Para siempre (1)

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Lo vieron por la calle, caminando, llevando un árbol. Su pulso y sus pasos de condenado eran tan serenos como el que va con la certeza de lo definitivo. El hombre había aceptado lo fatal como un tributo a ése árbol y verlo caminando ahora, llevándolo a pulso, en una carretilla municipal, despertaba en quien lo viera la inquietud indescifrable de que nos hemos perdido algo en medio de tanta cordura con que nos distrajeron desde la cuna.
Quizás se pueda decir que su apuesta había sido demasiado alta. Pero no hubo apuesta en verdad. Los últimos días que terminaran en esa curiosa visión del hombre y su árbol nómades si bien son una parte, y sólo una parte, de la explicación final, componen una respuesta lógica y tranquilizadora para algunos y la instalación de la certeza, para los que estuvimos adentro de lo que pasó, de que esta vida no tiene necesariamente que transcurrir conforme lo planeado por el que se atribuye la creación de lo eterno.
Yo fui parte de esa historia, puedo contarla pero no sin culpa. No una culpa que pueda atarse a la responsabilidad que me pudiera caber, sino una peor y con mayor resentimiento... la que me nace hoy por no ocupar el lugar de ese hombre atado para siempre al árbol que debe ser paseado para siempre.

Parte I - el descubrimiento -

El día en que Juan Carlos se encontró con que en su pa-tio de tierra prolijamente delimitado por su huerta, se encontraba de pie, con las manos tapándose la cara y envuelta en la niebla húmeda del amanecer una figura que costaba resolver si se trataba de sirena o ángel femenino, fue el último en que su vida puede ser contada normalmente.
La palangana con el agua jabonosa con que se había lavado la cara y afeitado se le cayó de las manos, rodó a un costado y se quedó mirando ella también, con su enorme ojo hueco, a la figura sensual y misteriosa de esa mujer mezcla de agua y de cielo - como la neblina que la envolvía -.
En ese momento la aparición apartó las manos de su rostro dejando ver sus ojos y, tendiéndolas hacia sus costados, tembló. Lo hizo con una suavidad tal que solo la niebla que la arrebujaba pudo percibirlo. Pero Juan Carlos sí pudo percibir el mensaje que salía de esa mirada. Digamos mejor que los ojos de ella se apropiaron de él, lo llevaron hacia su interior depositando un secreto que de allí en más lo movilizaría permanentemente.
Se acercó a la figura sin dejar de mirar sus ojos y, atravesando la neblina, la tomó de los brazos y recién allí supo que estaba desnuda.
Hizo lo que sintió que debía hacer sin saber de donde salía esa convicción : la hizo entrar a su casa y sentándola en una silla de su único ambiente la cubrió con un poncho que hacía mucho tiempo había olvidado usar. Este lucía nuevo al cubrir la piel de la mujer ángel por su belleza y sirena por su sensualidad que, ahora, parecía dormida. Había dejado caer su cabeza hacia adelante y sus cabellos largos cubrían su cara.
Juan Carlos, tomando una silla, se ubicó a unos pasos y así estuvo toda la mañana, mirando fijamente esa imagen sin dejar de mover, de tanto en tanto pero con una periodicidad puntual, la cabeza con tranquilo asombro.
No sabía qué ofrecerle cuando se despertara, en eso estaba cuando su propio hábito lo puso sencillamente a calentar la comida de la noche anterior.
Habíamos estado compartiendo una cena abundante, como todos los Sábados en que juntábamos el producto de nuestra diversión, la pesca, y el de la cosecha de la chacrita del vasco Ibarzábal, también comensal del rito, que no pudo sobrevivir a esta historia y terminó colgándose de la morera blanca que daba sombra a sus siestas.
Al querer darse la vuelta Juan Carlos, desde la cocina, se pegó un susto porque allí estaba ella desnuda, pegadita detrás suyo.
Muda y sonriendo empezó a lamer los labios del pobre Juan Carlos que no sabía por dónde agarrar la situación : se le iba a pegar la comida si no prestaba atención, además si resultaba ser sirena no querría comer pescado, ¿qué comería si fuera ángel ? Ella seguía ahora con sus manos desabrochando la bragueta del pasmado cocinero que, sin encontrar otra salida que apagar el fuego de la hornalla, terminó siguiéndola hasta el catre donde fue desvestido y amado, bebido y navegado por la mujer de neblina hasta que ésta se volvió a dormir, acurrucada encima suyo.
Así quedaron hasta el crepúsculo, dormidos. Juan Carlos tuvo sueños extraños de los que le costaba volver : una hilera interminable de huellas descalzas en el camino polvoriento hacia el madrejón, una bandada de aves nocturnas que giraban en silencio sobre el techo de su rancho, una ráfaga de presagios en forma de vientos sobre su cara, una mancha de humedad que crecía sobre las paredes hasta transformar su pieza en un abismo, una imagen que no había vuelto a él desde que sucedió : Juan Carlos, con ocho años, parado en el medio del patio vacío de la escuela una tarde en que en vez de su madre fue a buscarlo su padre, hueco, hecho una sombra, tomándolo de la mano sin hablar y sin hablar caminando los dos hasta la casa donde una mujer familiar dormía fría y seria para siempre.
Despertó Juan Carlos de golpe pero tranquilo. Se quedó mirando el techo de barro, palo bobo y paja, una de sus pocas obras, hasta notar que faltaba sobre su cuerpo el liviano peso con que se había dormido.
Saltó del catre, se puso solamente el pantalón y buscó con desesperación con la vista por la pieza única. Salió al patio apurado. Entonces detuvo su ansia y recién allí cayó en la cuenta de todo lo que había pasado desde la mañana y no se decidía entre ponerse a tratar de tener un cuadro de la situación o seguir buscando a su extraña visita.
Como quiera que fuese no podía seguir sin encontrarla, dio vueltas a la casa sin resultados.
Ya poco podía sorprenderlo a esa altura del partido, así que se alejó unos pasos y miró sobre el techo y después hacia la huerta, examinó el camino hasta donde se podía ver, se inclinó sobre la boca del aljibe, caminó hasta la letrina y con vacilación buscó en el interior pero tampoco la encontró.
Era ya de noche cuando ya no sabía qué esperar y, en eso, desde detrás de la morera blanca del patio del vasco Ibarzábal, a unos cincuenta metros del fondo de su huerta sintió ladrar los perros que toreaban hacia las ramas. Vio también la figura enrome y redonda del vasco que salía con su escopeta tratando inútilmente de ver qué pasaba.
El alma se le puso helada a Juan Carlos y, como si se hubiera entrenado, saltó más que corrió la distancia que superaba la desesperación de su hallazgo.
A las patadas espantó las bestias se pegó al árbol y el hermoso misterio desnudo cayó como muerto hasta sus brazos. Juan Carlos gambeteó al vasco, que en la oscuridad rodó sin alcanzar a distinguir a nadie, haciéndolo caer, y corrió perseguido por los perros. En la fuga, entendió que en ese momento no era su casa el mejor lugar para volver, así que siguió corriendo sin parar hasta el río donde estaba su canoa, depositó en ella con un amor inmenso el cuerpo desmayado y metiéndose en el agua empujó la nave que sintió como la salvación hasta que pudo subir y remar y alejarse.
Había comenzado su condena.

Etiquetas: Ricardo Altabe
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Autor: Ricardo Altabe
12/08/2000
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