La luna se ahogaba en el mar y las estrellas se apagaban una tras otra en el cielo. Las barquillas de pesca se perdían en el abismo del mar y los pescadores luchaban contra las garras asesinas de las olas. La playa inmensa y negra menguaba. Los peces saltaban sobre la arena en busca de una nueva vida.
El viejo sin poder reaccionar, recordó la leyenda que su bisabuela le contaba: “cuando la luna se muera, el mundo se acabará. Para salvarlo habrá que rezar toda una noche de tal modo que los hombres dejen de luchar entre sí y reine la paz y la harmonía en el mundo.”
El viejo se arrodilló en la playa y rezó toda la noche. Acudieron los vecinos del pueblo y le acompañaron en su oración.
Cuando amaneció el sol, la luna emergió del mar y tapó el astro dorado. Mal augurio, la leyenda añadía que cuando el sol desapareciera detrás de la luna, el mundo no se acabaría sino que la paz y la harmonía nunca se unirían sobre la tierra.
El viejo lloró. Nunca se acabarían las envidias, las guerras.
Atravesó campos, montes, ciudades. Contó a todos los hombres del mundo la mala noticia. Se rieron de él. Le echaron piedras. Le pegaron. Cundo llegó a los países más conflictivos, le arrancaron los ojos y las uñas.
Nadie le hizo caso.
Un niño se le acercó y le preguntó lo que ocurría. El viejo le contó la leyenda y su afán por ver reinar la paz sobre la tierra.
El niño entonces le explicó que en un pequeño país, que no aparecía en ningún mapa circulaba una leyenda muy parecida. Casi nadie podía entrar en estas tierras. Los caminos eran de muy difícil acceso. Si por casualidad, alguien descubría este país, le era completamente imposible entrar por la vigilancia que los militares ejercían por los alrededores.
El viejo pidió al niño que le acompañara hasta donde pudiera. El chiquillo le dijo que conocía el camino pero que los guardias le habían hecho jurar no desvelar jamás el secreto. Si alguien le veía rondar por esas tierras ocurriría una gran desgracia en su familia.
Decidieron, el anciano y el pequeño, que le acompañaría hasta el sitio donde los militares no alcanzasen vigilar. Anduvieron cuatro días sin comer pero bebiendo en los numerosos arroyos que rodeaban el camino. Al cuarto día el chiquillo abandonó al viejo. Y este guiado por un sexto sentido llegó a las murallas de este país desconocido.