'Leyendas de Zacatecas; Cuentos y Relatos' 'fortunecity'
CAMINANTE, DETÉN SÓLO un momento tu laberíntico deambular y sígueme; te guiaré hasta un frondoso árbol siempre verde llamado, según unos Aralia paperifer, de origen europero y según otros Simporicarpium, de origen asiático, pero al que nosotros llamaremos con el nombre que le ha dado la leyenda, de 'Árbol del Amor'. Es un árbol muy especial, perteneciente a una especie sumamente rara, tanto que se dice que no hay otro ejemplar en el continente americano ; eso explica la confusión de quienes han tratado de identificarlo con alguna especie conocida, y si algún día en país exótico te topares con uno, te preguntarás si también encierra una singular historia de amor, como la que me contara don Pepe Salas, el afable custodio del convento de San Agustín.
En pleno centro de la ciudad de Zacatecas, a espaldas del portal de Rosales y frente al ex convento de San Agustín, encontrarás una plazoleta arbolada que otrora fuera un minúsculo jardín. Es la actual plazuela de Miguel Azua. En este apacible rincón se daban cita feligreses, vendedores y aguadores, en cuya cotidiana calma provinciana la prisa no tenía lugar y sí la vida y el calor humano. Ahí, regado con el vital líquido que le sustentaba y con las lágrimas derramadas en silencio por tres seres marcados por un destino común, se encuentra el árbol que fue testigo de sus amores.
En el pasado, el templo de San Agustín daba vida espiritual a este bello rincón de ensueño, propicio al atardecer para los enamorados. El aroma de exquisito incienso emanado del templo, al igual que las plegarias de los fieles, creaban una mística sensación sedante de descanso para el cuerpo y tranquilidad para el espíritu.
Allá por 1850, un francés llamado Philipe Rondé, con admiración se extasiaba mirando la artística fachada del templo que, sentado en el jardín, dibujaba día a día. Este histórico dibujo es el único que se conserva del templo de San Agustín, que nos transmite un esbozo del pasado esplendor ornamental que poseyó, bárbaramente cercano a ciencia y paciencia de ignaro gobernante de principios de este siglo, en pleno porfiriato, ante la desesperación de un pueblo y sus dirigentes eclesiásticos. De nada sirvieron los amagos de excomunión frente a las amenazas de muerte dirigidas a presidiarios obligados a mutilar con cincel y marro la religiosa fachada.
Oralia, la hermosa jovencita de leyenda que dió origen al nombre con que popularmente se conoce al árbol, vivía en una de las señoriales casas que daban marco colonial al jardín. Con la lozanía de su edad, propicia para el primer amor, su cantarina risa contagiaba la alegría de vivir a todo lo que la rodeaba.
Era Juan un humilde pero risueño y noble barretero, que aun despierto soñaba encontrar la brillante veta de plata para ofrecérsela a Oralia, a quien amaba en silencio, mas al sentirla cerca la conciencia de su pobreza la alejaba como la más remota estrella.
Por las tardes, al salir de la mina, Juan se convertía en alegre y locuaz aguador, siempre acompañado del paciente burro al que recitaba sus improvisados versos de amor, caminando más de prisa con la dulce ilusión de contemplar a Oralia al entregarle el cristalino líquido, parte del cual era destinado de inmediato a regar las plantas del jardín y en especial el árbol que cuidaban con esmero.