La confesión

Un cuento cruel

Hay situaciones difíciles de soportar en la vida. Porque son injustas y porque duelen. Los vecinos de mi cuadra del barrio de Tolosa, desde que tengo uso de razón, siempre nos criticaron sin diferenciar quien era quien. Mi madre, una santa, no se metía con nadie y saludaba a todo el mundo cuando iba de compras al mercadito o a la despensa. Yo estudiaba en la universidad, trataba a todos muy amablemente y con educación. El problema era Raimundo.
Discutía y se peleaba con todos. Y por cualquier detalle intrascendente: una bolsa de basura fuera de lugar, los perros que ensuciaban la vereda, una radio a todo volumen, y esas cosas.

Raimundo era mi intolerante padrastro. Trabajaba en un importante comercio de venta y reparación de anteojos y audífonos. Todos los días madrugaba a la misma hora, se bañaba y afeitaba mientras mi madre preparaba el desayuno. Se vestía con un traje gris oscuro, camisa blanca y corbata azul. Usaba un terno confeccionado a medida, obligado por su gordura y su abdomen prominente. Llevaba lentes quevedo bañados en oro y sus cabellos grises apenas cubrían la calvicie. Cepillaba su ropa y lustraba sus zapatos minuciosamente antes de salir. Lo que se dice, fanático de la prolijidad.

Ocupaba el cargo de gerente del Departamento de Óptica y se destacaba del resto pues era el primero en arribar y el último en retirarse. Sus empleados vestían guardapolvos blancos, salvo él, de traje. Disfrutaba de su reino liliputiense donde su palabra era ley y los clientes saludaban a “su majestad” por su nombre de pila:
-Hola, Don Raimundo, encantada de verlo.
-¿Cómo está señora, tan temprano por acá? Es un gusto atenderla. –cacareaba en un tono grandielocuente. Simulaba ser un individuo agradable y atento. Estaba orgulloso de su carrera y le faltaba poco para jubilarse. Era tan previsible que me sacaba de quicio.
Mi madre me tuvo a mí de su primer matrimonio. Enviudó joven y tiempo después cometió el error de volver a casarse. Él le llevaba diez años. No tuvieron hijos. Ahora yo tengo veinte y estudio Filosofía y Letras en la Universidad.

Mi progenitora fue víctima de su despotismo. Me contó que al poco tiempo de casarse la empezó a maltratar: primero de palabra, luego a los empellones y dejó de hacerlo cuando yo crecí y empecé a advertir esa conducta.
La actividad hogareña tenía horarios prefijados y la casa debía resplandecer por su limpieza. Lo que se dice, un relojito.

Con mi padrastro nos cruzábamos sólo en el momento del almuerzo o de la cena. A menudo discutíamos y varias veces me tuve que retirar indignado antes de finalizar la comida. No lo aguantaba.

Cuando decidí entrar en la Facultad sus obvios comentarios fueron:

-¿Cómo vas a ingresar a ese antro? Es un comité, un caos, todos zurdos… Te van a hacer un lavado de cerebro. Yo prefería no contestar. Él era un reaccionario, un troglodita y nunca coincidíamos. A menudo repetía que las tres instituciones que habían hecho grande a la Argentina eran el Ejército, la Iglesia y el campo. Todos los domingos obligaba a mi madre a concurrir a misa, pero conmigo no se animaba.

Ella prefería no intervenir en nuestras discusiones: resignada circulaba del comedor a la cocina, sin abrir la boca. Yo sabía que me apoyaba en todo. Pero ni ella ni yo éramos felices.

La casa tenía al fondo un pequeño terreno, rodeado de altas paredes, donde vivía un rottweiler entrenado que Raimundo compró para protegerse de los delincuentes. Al único que obedecía era a él. Una casilla de madera era su cucha, permanecía atado durante el día y suelto en la noche. Mi padrastro repetía:

-Si llega a entrar un ladrón voy a dejar que el perro lo mastique. Esos facinerosos no merecen piedad. ¡Habría que matarlos a todos, no entiendo por qué la policía los protege! Y peor aún, los abogados y los jueces los dejan en libertad. Entran por una puerta y salen por la otra. Y vuelven a atentar contra la gente decente.

No queríamos cargar más esa cruz. Le pedí a mi madre que se divorciara pero ella le temía y no se animaba.

Un día el perro apareció muerto. Según mi padrastro lo habían envenenado. A los gritos, rojo de indignación, acusaba a la familia lindera:

-¡Le han dado carne con estricnina, vecinos de mierda, pero la van a pagar! –Y así siguió durante días, insultando a todo el barrio. Enterramos al pobre animal en un pozo ciego abandonado, en el fondo del terreno.

Finalmente, el destino, el azar o la suerte produjo un giro inesperado.

Un día, a media mañana, nos avisaron que Raimundo se había descompuesto y lo habían trasladado a la guardia de un hospital. Fuimos a verlo. Había sufrido un daño permanente a causa de un ataque cerebral. No nos reconocía, balbuceaba, babeaba y se le cerraban los ojos.

Lo medicaron, una ambulancia lo llevó a casa y nos recomendaron tenerlo en observación. Acordamos que nuestro médico se encargaría de él. Pero no le avisamos.

Lo acostamos en su cama, iba de mal en peor. Sus brazos y piernas estaban débiles. Tenía pérdida de memoria, depresión permanente, dificultad para tragar.

Esa noche mi madre retiró su cama del dormitorio y la ayudé a instalarla en el living. No lo aguantábamos más. Lo cuidamos unos días pero cuando empezó a perder el control de su cuerpo y el olor era insoportable decidimos llevarlo al fondo, a la casilla del perro. Para evitar que se escapara le até el tobillo con la cadena.

Pasaron unos días, le llevábamos comida y manteníamos un tacho con agua fresca. Aprovechando que hacía calor cada tanto lo bañaba con la manguera para mantenerlo higienizado.

Un fin de semana fuimos al campo a visitar a unos parientes. El lunes, al regresar, lo encontramos inmóvil dentro de la casilla. Me pareció escuchar un leve quejido.

Lo enterramos junto a su querido rottweiler.