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Gilgamesh

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Caminaba por la calle principal... de la antigua ciudad de Tebas: rumbo al templo. Tapices, alfombras, pan de trigo sin leudar serían sus ofrendas. La túnica blanca y los ojos delineados en negro, lo protegían del intenso resplandor del sol, en un desierto que acunó, a la madre de todas las religiones.
    
A ambos lados, las casas de ladrillo de barro y techo de caña seca, sin cerramientos, formaban un laberinto de pasadizos sobre la arena ondulante y despareja, marcada por las huellas de camellos, caravanas de mercaderes de incienso, aceite y telas.

Al final del camino, podía verse de lejos la mayor de todas las construcciones, junto al Nilo, rodeada de jardines donde los escribas, como él, pintaban las palabras mágicas sobre  papiros; dibujando a dioses y demonios, conjurando sus hechizos en coloridas formas… inquietantes y atractivos diseños.

Al ver al sacerdote, Ani mostró las palmas al cielo e inclinó su cabeza:

—Escriba real y esposo de Tútu… ¿qué os ha traído a la morada de los dioses?

—Me preocupa mi alma inmortal

—Y hacéis bien en preocuparos, recuerda todos los peligros que esta ha de enfrentar, incluso antes, de llegar al juicio de Osiris, donde vuestro corazón habrá de ser puesto en la balanza

—Antes del juicio... ¿qué peligros puede haber?

—Oh Ani, por el camino os acecharán demonios... como el escarabajo gigante, capaz de devorar el cuerpo de un muerto

—Ani quedó petrificado— y el demonio de la serpiente cornuda, que no ha de dudar un segundo, en saltar sobre vos para llenaros de ponzoña

—Pero...  y Anubis, ¿no me guiará por el camino?

—Sí Ani, el Señor del inframundo ha de guiaros por las  muchas puertas que deberéis cruzar, pero él no podrá  defenderos, y detrás de cada una, os aguarda una obscuridad… aún mayor -El sacerdote, podía ver el terror creciendo en los ojos de Ani— y para sortearlas a todas: necesitaréis pronunciar la palabra de los dioses, la que hallaréis en este papiro, el papiro del eterno despertar

Ani tomó el papiro de manos del sacerdote, con el cuidado de quien carga su más preciado y frágil tesoro:

—¡Ahora sí, llegaré al salón del juicio! –exclamó

—Sí Ani, pero allí tu corazón ha de ser pesado, contra la pluma de la verdad y la justicia; si no pasáis esa prueba, jamás lograreis llegar al campo de cañas donde os aguarda la dicha eterna, y tu alma, ha de ser devorada por Amith, el quebrantahuesos

—Pero… mi corazón… no es tan puro

—Por eso has de llevar este amuleto, tenéis que darlo en mano a la diosa Mahat, para que lo ponga en la balanza en lugar de tu corazón; el habrá de pesar lo justo

—¿Y mi esposa Tútu, podrá pasar con migo?

—Ha… para ello necesitareis de un papiro más largo, uno de veinticuatro…   —y el chillido de un halcón cortó la conversación.
Ani se distrajo un momento, observándolo planear allá en lo alto, luego volvió su vista al frente y observó la enorme construcción que se erguía frente a él. A ambos lados de la puerta principal, los vendedores de palomas y cambistas de monedas, hacían su negocio con los fieles que entraban y salían. Un judío pasó junto al guardia romano dejando caer dos dracmas, en una charola de plata, ubicada sobre el pedestal de mármol junto a la puerta y se dispuso a entrar…, cuando un hombre descalzo, de túnica blanca y melena por los hombros, salió furioso del lugar y comenzó a patear las mesas de los cambistas, haciendo volar las monedas hebreas y romanas por los aires, al grito de:

—¡Impíos, estáis convirtiendo el templo de mi padre, en una cueva de ladrones! —y continuó tomando los bancos, donde se sentaban los vendedores de palomas y los lanzaba con fuerza, lejos del templo de su padre. Quienes lo conocen, juran que esa fue la única vez, en la que Jesus, perdió la compostura.
Entonces el halcón volvió a emitir su agudo sonido, y Ani, devolvió la vista al cielo. El ave, apenas una mancha negra en el azul profundo, describía grandes círculos buscando a su presa. Al bajar la vista, pudo ver desde la puerta el interior del templo, donde un hombre subido a un escenario, con un micrófono en la mano, predicaba a viva voz y por altoparlante la palabra de los dioses:

—¡Amen... hermanos!

—¡Amen...! —respondieron todos al unísono mientras que el hombre, se bajó del escenario y prendió fuego, dentro de un tanque de metal en el medio del templo:

—Escriban sus pecados en un papel y láncenlo a las llamas, dejen que el fuego purifique sus acciones, ¡arrepiéntanse!, y el Señor alejará a los demonios de sus vidas... ¡quémenlos!

—¡Amen…! —seguían repitiendo mientras hacían fila para lanzar su formulario al fuego y el halcón, volvió a chillar. Ani lo vio cuando se dejaba caer en picada sobre su presa y frente a él: el sacerdote de Osiris, ofreciéndole ahora tres figuras esculpidas en barro:

—Vos no habréis de querer hacer el trabajo duro en el más allá, llevaros estos esclavos mágicos; ellos habrán gustosos, de hacer el trabajo sucio por ti

—Pero… y todo esto, ¿cuánto me va ha costar?

—Con vuestro salario de escriba real, tendréis que pagar por medio año

—¡Medio año!

—¿Acaso pensáis que es mucho, a cambio de vuestra dicha eterna?

Ani aceptó la oferta y se fue de allí, preocupado por la deuda que había contraído... pero feliz, sabiendo que hacía lo correcto.

Apenas llegó a su casa, corrió donde su mujer para darle la noticia y esta, cuando vio el papiro de veinticuatro metros, le dijo con ojos bien abiertos y expresivos:

—¡Tonto!, no compraste la dicha eterna, te vendieron un  papiro    

 

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Autor: Cuentista: DCF
Enviado por Cuentista-DCF - 03/02/2012
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