El andén de la estación del ferrocarril rebosaba bullicio y actividad. Un grupo de jóvenes, apoyados sobre sus mochilas y desparramados por el suelo, esperaban con una guitarra risueños y joviales el momento de embarcar hacia su destino. Un par de sonrosadas monjitas de ondulantes hábitos mataban el tiempo paseando ajenas al trajín con la mirada recatada y fija en el suelo. Ir y venir de mozos con maletas, viajeros y familiares de conmovedora despedida. Sintió entonces un mordisco en las tripas. No había probado bocado hacía dieciséis horas. Llevando una mano al estómago intentó aplacarlo con un suave masaje. Miró su billete y sintió que algo le rozaba la espalda justo al subir al tren, como una sombra de espesa tela negra.
A punto de dar las diez de la mañana y sentada en su vagón miró con desazón a través de la ventana cómo los excursionistas daban cuenta de sus nutridos bocadillos. Tragó saliva y notó que alguien se sentaba a su derecha. Pero sólo giró el rostro cuando un hombre se sentó delante de ella. Era muy alto, de tez pálida y pómulos prominentes. Llevaba unas gafas pequeñas y obscuras. El pelo era largo y canoso. Con una extraña sonrisa de finos labios la saludó en un elegante gesto de cabeza. Vestía un inusual y largo gabán negro. De su bolsillo delantero, en el pecho, sobresalía un blanco pañuelo de seda bordado con unas iniciales de color azul que no pudo descifrar. El tren arrancó con una brusca sacudida. Ya eran seis silenciosos pasajeros en el compartimiento. Junto a ella se había sentado una anciana con una cesta y una gallina.
Por la tarde, al despertar de su amodorramiento, vio que todos dormitaban y se movían al unísono del traqueteo monótono. Entonces vio el huevo. La gallina había puesto uno y estaba al alcance de su mano. Lo tomó sigilosa y disimuladamente. Lo perforó rápidamente con el alfiler de su solapa y lo bebió con hambrienta delicia. Calmada parcialmente su ansia no se despertó hasta que un chirriante frenazo detuvo el tren. De noche, ya en el andén de una estación fría y solitaria, se percató de que en su bolsillo derecho había un bulto extraño. Lo tomó en sus manos. Al abrir el pañuelo de seda encontró un puñado de billetes y monedas. También un papel con dos palabras: 'Buen provecho'.