El carrusel de las almas perdidas (CAP. 4)
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Héctor es un niño extraño. Hay mucha desazón dentro de él, como si mantuviera un conflicto eterno consigo mismo. Cuando salgo a la zona de recreo mixta lo veo en un rincón, solitario, divagando, horas y horas, absorto en algún misterio que no le deja vivir. A veces creo que se ha convertido en una estatua, o que se ha quedado en estado catatónico para el resto de sus días. Se mantiene ausente de la realidad, como si quisiera huir de ella. Es así generalmente pero a veces, de repente, algo se agita dentro de su extraña mente y alcanza un estado tal de ebullición que se pone a hablar solo y comienza a apuntar sobre algún papel o donde primero le pille, largas fórmulas ininteligibles, complicados logaritmos que solo él sabe interpretar. Es como si viviera atormentado por descubrir algo muy importante y que se resiste a ser descifrado.
Tal vez todo eso sea debido, de forma directa o tal vez circunstancial, por el tremendo potencial que almacena su mente. Decir que es muy, muy inteligente, en su caso, sería quedarse corto. Quizás eso sea una maldición más que una ventaja. Eso me suena familiar. Suponía que había secretos tristes detrás de sus ojos distraídos, y él mismo me lo confirmó. Quiero escribir su historia por que no quiero olvidarla. Él nació siendo un niño prodigio. Su padre era un inminente matemático y, según sus propias palabras, con el tiempo, llegó a sentir tanta admiración como miedo hacia él. Cuando la mayoría de los niños aún no han aprendido a leer él ya se dedicaba a resolver complicadas ecuaciones.
Su progreso, en cualquier campo que afrontara, era portentoso. En primera instancia, su padre pensó que aquello era una especie de regalo divino, de premio gordo del destino o algo así, porque enseguida supo reconocer su singularidad. Por el brillo de sus ojos y el tono de sus palabras deduzco que conserva recuerdos agridulces en una mezcla confusa y frustrante, recuerdos que en un principio resultan gratos pero que a medida que avanzan en el tiempo se hacen desagradables y dolorosos.
Aún podía decir que era feliz, que se sentía simplemente un niño. Era la época en que el mundo le ofrecía cosas nuevas, retos que alcanzar, cimas que conquistar, y él disfrutaba con eso. Era como un juego, y le hacía feliz. A veces entablaba duelos de inteligencia y rapidez mental con su padre y se divertía compitiendo, jugando con él. Siendo un niño de tan solo doce años ya hablaba seis idiomas, había conseguido varias licenciaturas, conocido a personajes importantes, colaborado en programas culturales y esa clase de cosas.
Pero, a medida que fue creciendo la cosa fue cambiando. Su padre quedó desfasado por su potencial y esto supuso que los juegos comenzaran a perder su atractivo, a la vez que este cada vez se mantenía más distante y cauto hacia él porque era como si tuviera miedo de quedar en evidencia o algo así. Héctor se hizo engreído. Se alejó de lo cotidiano, de sus antiguos amigos, y estos de él por que, además de sentir una especie de reverente miedo no pudieron soportar su carácter vanidoso y consentido. A nadie le gusta que le hagan sentir torpe y tonto aunque uno mismo sepa que no es ninguna lumbrera. Y él, frecuentemente, hacía sentir así a los demás, aunque no lo dijera abiertamente, sobre todo si no lo decía abiertamente, pues su mordacidad a veces era cruel y frívola.
Su padre dejó de tratarle igual. Héctor percibía en él una mezcla de envidia y admiración, y que siempre intentaba llevarle al límite, cosa que en un principio resultaba inquietante y hasta estimulante, pero, con el tiempo, se convirtió en una práctica cruel y extenuante que le fue minando poco a poco, por que, al fin de al cabo, un ser humano, por muy inteligente que sea es solo eso, un simple ser humano, con debilidades y necesidades intrínsecas y comunes al resto de los mortales. Ya había dejado de sentirse como ese niño al que él mimaba y quería y había comenzado a sentirse como un instrumento al cual había que sacarle el máximo partido. Ya no jugaban, ya no conversaban.
Su padre no sabía evitarlo, pero además se enfurecía por ser como era por que sabía que su padre se había alejado de él por eso, por que le veía como una especie de monstruo y a veces se sentía ridículo, aunque él no quería producirle esa sensación, pero no sabía cómo evitarlo. Su relación pasó a convertirse en una especie de rivalidad encubierta, una continua pugna que a ambos destrozaba. Si al menos hubiera estado su madre para equilibrar ese desigual binomio, pero ella había muerto en un accidente el día que él cumplió un año. Cuando quiso darse cuenta era como un náufrago a la deriva. Su inmensa inteligencia no le servía de nada en ese mundo hostil y desolado que él mismo se había construido.
Cada vez más aislado, cada vez más preso de sus frustraciones, trataba de engañarse pensando que estaba por encima de todo, diciéndose a sí mismo que era autosuficiente emocionalmente y que no necesitaba a nadie, ni siquiera a su padre. A falta de referentes válidos y de retos atrayentes trató de racionalizarlo todo de tal forma que se embarcó en una especie de búsqueda metafísica sobre el por qué de las cosas y las razones que había tras el comportamiento en general del universo tal y como él lo concebía, y se dedicó a investigar, a teorizar, a contrastar, a experimentar, pero, cuánto más lo hacía, más lejos se sentía de todo y más incomprensible y misterioso le resultaba.
Desde esa posición cerrada, inalcanzable, desde su terrible incomunicación, le dio un repaso a su antigua vida, a sus antiguos amigos, a sus anteriores inquietudes, y comenzó a comprender que los pequeños, cotidianos y estúpidos detalles de la vida eran los que le daban sentido a esta, y que a veces, resolver los insignificantes dilemas del día a día podía llegar a ser más gratificante y por supuesto menos frustrante que tratar de resolver los grandes enigmas del universo. Buena parte de culpa de ello tuvo su encuentro con un chico problemático, por decirlo de alguna forma.
Tuvo un fortuito y desagradable encontronazo con él a la entrada de la facultad y, como acostumbraba a hacer, trató de atacar la autoestima de este con uno de sus mordaces e irónicos comentarios, y bueno, el chico reaccionó de forma primitiva y desmesurada al propinarle un puñetazo que lo derribó como a un pelele. Generalmente, en la facultad todos le evitaba y algunos incluso le odiaban, por que lograba dejarlos “fuera de combate” con sus ingeniosos comentarios, por lo cual nunca había ningún problema más allá de unas miradas recelosas, cuando él hacía ver a los demás que su cerebro estaba a años luz del de los demás. Eso era algo que él percibía pero que daba por sentado e incluso que le gustaba, de una forma morbosa que no acertaba a explicar. Pero, en este caso, fue distinto.
Todo fue tan rápido que apenas pudo entender lo que había ocurrido, y de repente se encontró en el suelo protegiéndose de los golpes del efusivo agresor. Cuando el muchacho le dejó estaba casi conmocionado y cuando, a duras penas pudo levantarse, después de reponerse un poco, se dio cuenta de lo machacado que le había dejado y de la sangre que le manaba de la nariz y de la boca, pero también comprobó como los demás le observaban con ojos complacidos y con cierto regusto, como pensando que se lo tenía bien merecido. Lo había apaleado en sus narices y nadie había sido capaz de mover un solo dedo por ayudarle, gente que le conocía y que le solía ver a diario. Se sintió como un ser ridículo ante sus miradas afiladas. Y entonces cayó en la cuenta de lo solo que se encontraba y lo estúpido que había sido. A partir de ahí, algo cambió dentro de él.
La tristeza y el vacío marchitaron su universo particular, tanto así que todo, paulatinamente, fue perdiendo interés, las fórmulas, los retos, el conocimiento... Cayó en una intransigente indiferencia que lo hizo sentirse esclavo de la desesperación y la apatía. Pero dio la fortuita y tal vez desgraciada circunstancia que esa etapa correspondió a la fase final del concurso mundial de pequeños genios que, en esa edición iba a celebrarse en Nueva York. Los futuros sabios del planeta se desafiarían mutuamente para dilucidar cual de ellos era el más inteligente, el más rápido, el que más conocimientos poseía. Héctor había pasado las preliminares sin ningún tipo de problemas, venciendo en la fase nacional y quedando entre los tres mejores de la fase europea.
Eso le daba el billete a lo que había sido el mayor reto de su vida desde entonces, no solo estar entre los mejores sino ser el número uno de ellos. Era como para un boxeador ganar el título mundial o para un atleta ganar la medalla de oro en unas olimpiadas. Había trabajado muy duro para llegar hasta allí y había sido muy ambicioso. Confiaba en sí mismo y en sus posibilidades, y era ágil y aguerrido, no dando nunca lugar para ningún resquicio la cual los contrarios pudieran aprovechar. Era el gran día, el día en que aseguraría su futuro, en que saldría a la luz pública y la gente llegaría a conocer que era el número uno. Ese gran día que tanto había anhelado por fin había llegado. Pero ese día su corazón ya no palpitaba al mismo ritmo. El significado de las cosas había cambiado.
¿Es posible que de repente las cosas dejen de tener el significado que un instante antes tenían, que dejen de importarte como antes te importaban? A veces ocurre. Pasó a duras penas las primeras rondas de pruebas hasta clasificarse para las semifinales, y, cuando se hallaba justo en esta etapa del concurso con otros tres chicos, se paró en seco y miró alrededor. Respiró hondo y notó que su corazón comenzaba a latir a una velocidad desorbitada mientras el mundo, a su alrededor, se ralentizó incompresiblemente. De súbito se vio inmerso en una vorágine de cuestiones y se preguntó para qué servía todo aquello.
Una sensación de vértigo le hizo tambalear. Miró a sus contrincantes y pudo sentir la tensión que había en ellos, la rigidez de sus músculos, la inquietud de sus mentes, y entonces miró a su padre de una forma como antes no había hecho. No fue una mirada de soslayo o un rápido vistazo superficial, se detuvo en sus ojos, en su expresión, en lo que bullía desde el fondo de su alma, lo escruto en una milésima de segundo y pudo sentir algo negativo que provenía de alguna parte de su corazón, y sintió hacia él incomprensión, aislamiento, resentimiento, decepción… sensaciones que le aturdieron bastante.
Recordó ese mismo rostro algunos años atrás, un rostro cordial, afable, feliz, dichoso. Y fue como si el resto del mundo desapareciera. Empujado, en parte por un sentimiento de rebeldía, y en parte por que se sentía harto de todo, comenzó a responder a propósito erróneamente a todas las cuestiones, para sorpresa de sus contrincantes, del público en general, y, sobre todo, de su padre, que le miraba con cara incrédula y apretaba los dientes como tratando de despertar de una terrible pesadilla. Empujado por una especie de insolencia visceral incluso se permitió la licencia de dar respuestas ingeniosas y cómicas, y la gente, algo confusa y descolocada, reía pero sin divertirse, consciente de que algo extraño ocurría. Aquello fue demasiado para su padre.
Y no pudo hacer otra cosa que levantarse con resignación y salir de allí con seriedad, intentando demostrar una entereza y una hermeticidad estoica que en realidad destapaba un alma frágil y un orgullo herido. Estaba consternado, se sentía ridículo, traicionado, y así lo vio irse Héctor, y sintió ganas de llorar, pero no lo hizo, tuvo fuerzas para contenerse. Cuando todo hubo terminado enfrentaron sus miradas en la intimidad de una solitaria habitación. Miradas opacas que ocultaban huidizos sentimientos de dolor y disgusto.
Su padre le reprochó su actuación con palabras que sonaban a crítica amarga y confusión. “¡Estarás contento!”- le recriminó con tono resignado,- “Has echado por tierra todo tu futuro. Era tu oportunidad de triunfar, de entrar por la puerta grande. Lo tenías en tu mano, el premio, el reconocimiento, la posibilidad de elegir... Pero no, tuviste que reírte de mí, tuviste que hacerme sentir este inmenso ridículo... ¿Qué clase de broma ha sido esta? ¿Te has vuelto loco? ¿Por qué? ¿Querías castigarme? ¿Reírte de mí? ¿Qué pretendías? ¿Por qué? Vamos, ¿Por qué?”.
Las palabras salían de su voz como una explosión de emociones incontroladas, y denotaban la ofuscación que bullía dentro de su alma. Su voz estaba cargada de indignación. Pero Héctor no supo decir nada. Solo agachó la cabeza y se sumergió en un mundo desierto y lejano mientras descubrió horrorizado que su padre ya no era su padre, como si se hubiera convertido en otra persona, o algo inexplicable le hubiera poseído, convirtiéndolo en un ser extraño y distante.
Un silencio tenso y reflexivo les envolvió por unos instantes y acto seguido, la voz de su padre volvió a irrumpir de nuevo en sus oídos como un furioso golpe: “¿Por qué Héctor? ¿Por qué?” Esta vez era la voz de un hombre derrotado y agotado, un hombre que luchaba por sobrevivir en un mar de dudas y dolor. Y entonces el alma de Héctor se quebró en un segundo de lucidez y comenzó a llorar como nunca antes lo había hecho, no de forma profusa y abundante, sino con lágrimas que causaban un profundo e intenso dolor en su corazón como si de girones de piel arrancados se tratara. Su padre se quedó con la amarga sensación de no haber recibido respuesta o explicación alguna a su comportamiento, pero no era así, en sus lágrimas había cientos de respuestas que él no había sabido percibir.
Esta es su triste e intensa historia resumida en unas cuantas líneas, cómo él me la contó y tal como yo la escribí en mi libro de los recuerdos perdidos. Después de eso tuve ganas de abrazarle por que era como si un náufrago encuentra a otro, pero no tuve valor para hacerlo. Se encuentra en un lugar lejano e inaccesible y no tuve valor de tratar de llegar hasta él. Me llevó a su habitación. Estaba todo pintado con largas fórmulas, garabateadas en las paredes, el suelo, el techo, a veces con bolígrafo, otras con lápiz e incluso con pintura de labios.
Aquello era como un laberinto de signos y números. Mirabas todo ese galimatías de signos y números era como si hubiera algo maligno en aquella habitación. Cómo si la escritura fuera una criatura malvada que le atrapaba y le enloquecía. Entonces decidí hacer algo. No sé por qué lo hice, simplemente vino a mí un deseo, y así lo hice. Hablé con el señor López y le expliqué el caso. Él mismo lo vio con sus propios ojos, así que nos dio varios tarros de pintura verde y ahogamos todas las fórmulas y todas las ecuaciones tras el color de la esperanza. Limpiamos el suelo con una fregona, agua y jabón.
La criatura malvada gemía y aullaba a medida que íbamos completándolo todo y, cuando le robamos el último rincón de su dominio la criatura se diluía y el silencio envolvió la habitación con serenidad y gratitud, y nos sentimos acogidos por su luz. Y entonces tuve la idea de hacer un gran dibujo en una de las paredes, un dibujo sencillo pero significativo. Busqué un par de pinturas más y dibuje un hombre pequeño que miraba un cielo estrellado tras el cual había un universo inmenso y enigmático dónde las estrellas titilaban desde los confines de las galaxias y un cometa lo cruzaba formando una estela preciosa e imperecedera. A Héctor le encantó por que sabía que esa silueta era él disfrutando de la belleza y la magia del cosmos sin intentar comprenderlo o conocerlo a plenitud por que resultaba una labor demasiado inmensa e interminable incluso para él.
Te sientes demasiado solo, le dije. Existe un sentimiento de melancolía dentro de ti que es como un desagradable dolor de estómago que no te deja disfrutar de las cosas. Descubriste de forma muy súbita y contundente que en tu privilegiado cerebro no estaban todas las respuestas. Descubriste también que había más interrogantes que respuestas. Para llegar a dos puntos distintos necesitas distintos vehículos. Desarrollaste tu intelecto pero tu corazón era inexperto e inmaduro. Descubriste, para tu asombro, lo pequeño que eres, lo insignificante y lo frágil.
Tu padre llegó a ser una especie de espejo en el cual te mirabas. Pero esa imagen se fue deteriorando, se fue transformando poco a poco en algo que te asustó. Esa imagen se hizo confusa, nebulosa, hasta convertirse en una especie de imagen distorsionada que te asustaba y te agobiaba. Intentaste romper esas cadenas para sentirte libre, y escogiste la vía de la soledad, y crees haberlo hecho, pero aún te sientes encadenado y esclavo de esa imagen que te persigue y ahora, en vez de sentirte libre te sientes culpable, culpable de ser más inteligente que él, de haberle hecho daño y de haberle odiado, de haberle hecho sentir ridículo y de haberte distanciado de él.
La peor distancia no es la física, es la distancia que siente el alma cuando se hace inaccesible, inabordable. Vuestra relación sufrió un golpe mortal, la de convertirse en un mero intercambio de responsabilidades y objetivos, carente de complicidad y cooperación. Tu, por tu parte, sentías que tu padre trataba de exprimirte más allá de tu límite y por encima de ti, y él, sin embargo, sentía que tratabas de echarle una especie de pulso por que querías hacerte con las riendas y qué, después de todo y a pesar de no tener tu potencial, era tu padre. Creías que él estaba furioso contigo y solo estaba aturdido, confuso. Te alejaste de él por que sentías que él se había alejado de ti, y en vez de caminar en su dirección saliste huyendo de su vida, por que ese pulso entre ambos no hacía más que destruiros.
Os alejasteis mutuamente cuando más os necesitabais. Tú optaste por la solución más estúpida y más sencilla, te encerraste en ti mismo y te hiciste engreído. Tu propio ego te traicionó. Creíste que no necesitabas a nadie, y pensaste que tu fuerza radicaba en tu cerebro, dejando de lado al corazón. Te mantuviste en esa rocosa y dolorosa posición por algún tiempo, pero los golpes de la realidad, las carencias que experimentabas, fueron minándote por dentro de tal forma que en tu alma se abrió un flanco por donde penetraron la desazón y la desaliento. Ese muro que habías construido a tu alrededor cayó estrepitosamente y fue como si la intensidad de las emociones dolorosas y crueles que genera la soledad se clavasen en un corazón de por sí sensible y dañado.
Entonces las cosas dejaron de tener sentido, y tu alma sufrió una especie de sacudida y los mecanismos de tu mente quedaron inconexos, aturdidos, y desde entonces no has logrado superar ese sentimiento de fragilidad y frustración, y le das vueltas y vueltas a todo intentando descubrir el por qué, e intentando descubrir el significado de todo lo que te ha ocurrido, pero no consigues reunir el puzle porque es como si faltaran algunas de las piezas más importantes. Estás perdido en un mundo de ecuaciones y fórmulas y te sientes como un niño que se ha extraviado en un bosque de gigantescos árboles y criaturas extrañas.
Es como si trataras ver tu propia vida desde fuera, desde una perspectiva inaccesible y protegida cuando en realidad lo que debes hacer es sentirla desde tu posición, desde tu lugar, desde adentro, y experimentarla sin miedo a reconocer tus propias limitaciones. A veces es mejor pedir perdón que decir adiós. Confía más en tus sentidos, en tu intuición, en tu corazón, y no tanto en tu mente, en tu capacidad de análisis. Dejas algunas cosas al azar. Recuerda que la vida no es una ecuación fácil de resolver...
(Continuará)
Fuente:
http://es.scribd.com/doc/114085428/El-Ser-Abstracto