EL AMANTEHacía tiempo que lo deseaba y esta noche lo tenía allí, a su lado, en la cama durmiendo, roncando como un energúmeno, despreocupado de todo lo que le rodeaba, despreocupado del mundo, en un hotel normalito en el centro de una ciudad pequeña a la que habían ido a pasar el fin de semana. No importaba la ciudad, ni el susurro del mar que la bordeaba, sólo importaba él, Oriol, su amante perfecto, escogido con lupa entre unos pocos de candidatos que habían rozado su libido ya un poco escasa.
De edad cercana a la suya, cuarenta y cinco, divorciado, con dos hijos, bien plantao, se alejaba bastante del perfil habitual entre los hombres maduros, no porque no tuviera barriga (que la tenía) incipiente gracias a la cerveza, sino por su carácter, jovial, despierto y algo socarrón. Era alto, moreno, con el pelo rizado, que le caía hasta los hombros, peinado hacia atrás; nariz prominente, ojos marrones, brillantes, vivos y un bigote largo y en apariencia desaliñado que le tapaba la boca grandiosa, pero tierna, jugosa y tibia que apreciabas cuando te besaba.
Tenía aires de señor, de gran señor, llevara lo que llevara, daba igual el mono de faena, que el traje de los domingos, un hombre con clase y ella Alona que buscaba un amante, harta de un marido letal desplegó sus mejores artes de seducción. Lo vio por primera vez un domingo en la sala del cine “Godard” de su provinciana ciudad, donde proyectaban “Saraband”, dentro de un ciclo de películas, dedicado a Bergman.
Volvió al domingo siguiente, y al siguiente y se fue aproximando poco a poco hasta iniciar conversación con él, corta la primera vez, un poco más larga la siguiente, un ir juntos a un café, a tomar una copa, a entablar una relación de tu a tu, a intimar, a obsesionarse, a enamorarse, a escaparse lejos para no ser reconocidos. Mantener las formas le interesaba a ella, no quería divorciarse, solo eludir el frío de la soledad, recuperar el riesgo de la pasión, la magia de las palabras, que el paso de los años, y la carencia de una vida propia le habían expoliado.
Oriol, concluida la arrebatada entrega de fluidos había claudicado al sopor que la tibieza de los efluvios carnales habían esparcido entre las sábanas. Alona estremecidos aun los poros de su piel le miraba, paseó su mano derecha por el tórax de Oriol para dirigirla poco después a su clítoris, que acarició tenue pero firme hasta ponerse a horcajadas sobre él. Le besó en la boca, que bramaba al mismo tiempo, que cogió la almohada donde hasta ese instante tenía apoyada su cabeza, le tapó la cara y con algo de fuerza silenció los ronquidos que retumbaban en sus oídos; no más gruñidos, no más resuellos, sólo quería un amante .