“A quién corresponda...”
Fco. Sánchez
“Estimado amigo o amiga, ¿Qué tal estás? Bueno, espero que te encuentres muy bien al recibo de mi carta. Esta noche me he decidido a escribirte, en realidad no sé por qué razón, tal vez la soledad me haya impulsado a ello, o tal vez solo sea el deseo de comprensión que supongo todos necesitamos, y que ahora inunda todos los rincones de mí corazón y me hace sentir una tristeza que necesito compartir por que, de lo contrario, creo que quebraría mi espíritu como un sol abrasador marchitaría una orquídea.
Por favor, regálame un instante de comprensión, un momento de compañía, pues el poder compartir contigo estas pocas palabras, en las cuales se resume mi vida, me otorgan, como si se tratara de un milagro, un aliento leve pero intenso; un aliento que llena mis pulmones y permite que mi corazón continúe latiendo. El amor es la vida, y la vida, sin amor, es como un lago que se seca hasta que desaparece y asesina toda la vida que sustenta a su alrededor, muy a su pesar. Me llamo Lucía y tengo... bueno, no te diré mi edad, pero has de saber que ya no soy ninguna jovencita. Tengo esa edad incierta en que la vida ya te lo ha quitado casi todo pero aún puede regalarte o golpearte con alguna que otra sorpresa. Nací en el seno de una familia de clase trabajadora. Tuve una hermana, pero nunca llegué a conocerla, murió a los dos años de insuficiencia cardíaca. Aparte de eso, padecía síndrome de Dawn, y mi padre, en su estricta ignorancia, creyó que aquello era una especie de castigo de Dios o algo así. Él era un hombre rígido, tradicional, anclado en sus propias manías y costumbres. No sería justo decir que era mal hombre; era íntegro, constante, tenaz, trabajador... Pero, aparte de todo eso, era un hombre mediocre. Apenas sabía expresar cariño hacia los demás.
Era indeciso, distante, demasiado recto en ocasiones. Mi madre, sin embargo, era una mujer sufrida, callada, trabajadora, incansable, de mente sencilla y sentimientos frágiles, muy permeable a todo lo que l rodeaba. Ambos habían estado por un par de años buscando un hijo, pero este se resistía a venir. Mi padre estaba loco por tener un varón en quién reflejarse, en quién superarse, en quién perpetuar el apellido. Después de muchas complicaciones y de que mi madre hiciera un tratamiento de fertilidad, vino ella. En principio la idea de ser una hembra disgustó a mi padre. Así que cuando el médico le comunicó su sexo él se sintió decepcionado, pero cuando, un poco más adelante, este le comunicó su enfermedad, se sintió aturdido, desalentado. Le fue imposible llegar a aceptarlo, así que se fue alejando poco a poco de mi madre, fue aislándose de ella, abstrayéndose, como si fuera la culpable de ello, tanto así que fue ella quién tuvo que encargarse por completo de cuidar una criatura con unas características que le eran desconocidas, pero enseguida descubrió lo maravillosa que era y lo mucho que significaría en su vida. Él no se ocupaba de ella si no para preguntarse por qué le había ocurrido algo así, qué había hecho mal. Lo vio como una pesada carga, como un obstáculo imposible de superar. No fue capaz de aceptarlo, no aprendió a asimilarlo, estaba convencido que aquello era voluntad divina y obedecía a algo que debía expiar, sin embargo su único pecado fue no servirle de apoyo a mi madre, que era la que de verdad se lo estaba cargando todo.
No mucho tiempo después los problemas cardíacos de mi hermana comenzaron a agudizarse, hasta que murió un aciago día de abril. Mi madre se sintió destrozada y mi padre... bueno, él tenía un sentimiento de amargura y culpabilidad que martilleaba su conciencia sin piedad. Por una parte experimentaba una especie de sentimiento de culpa por su falta de humanidad y por otra se sentía responsable, en gran manera, de todo. Sobre todo, se sentía vil y miserable por no haberle prestado la suficiente atención a la niña, por no haber disfrutado lo suficiente de su hija, a pesar de sus problemas, porque era sangre de su sangre; era una parte de su ser. Se llamaba Raquel. A raíz de eso el matrimonio se deterioró mucho, tanto así que en una ocasión mi padre, después de una aguda discusión con mi madre, la abofeteó y desapareció. Estuvo sin dar señales de vida durante unos tres meses, en los cuales mi madre tuvo que buscarse la vida como pudo para comer y para pagar las facturas. Según ella me dijo un par de veces, incluso estuvo a punto de mandarlo todo a hacer gárgaras y volver al viejo pueblo de donde salió siendo una ingenua e indefensa muchacha, pero soportó estoicamente todas las embestidas, llorando su ausencia, echando de menos a ese hombre distante y atribulado que tan difícil se le hacía demostrar de una forma cordial y espontánea su afecto. Bueno, mi padre apareció de nuevo y no necesitó mucho para convencerla de volver al hogar. Ella lo estaba deseando y así fue. Poco tiempo después decidieron buscar otro “hijo”, uno que les aliviara de las culpas del pasado, que les uniera de nuevo, que aclarara viejas penumbras y diera un nuevo soplo a sus tortuosas vidas. Bueno, eso les supuso un año más intentándolo hasta que mi madre se quedó embarazada de nuevo. Ellos ya sabían que por su edad y sus circunstancias, era, probablemente, el último intento, así que rezaron todos los días por mí, mi padre para que yo fuera un varón saludable y madre para que yo fuera una inmune criatura y saliera adelante. Pero no pudo ser. Dios o el destino quiso que yo fuera niña, eso sí, saludable, hermosa y rojiza, y otra vez a empezar de nuevo. En los primeros años de mi niñez todo fue bien, quiero decir, vivía como una niña normal. Pero poco a poco comencé a experimentar una sensación de vacío impropio de una criatura tan joven e inexperta, solo que, aún sin ser mi padre malo conmigo, no sentía ese calor que necesitaba, esa fuerza, esa afectividad que yo suponía natural. Él comenzó a viajar por cuestiones de trabajo, o solía hacía horas extras. Siempre estaba ocupado. El caso es que mi madre y sobre todo yo, le echábamos mucho de menos. Yo le quería con locura, pero a él le costaba acercarse a mí, y cuando lo hacía parecía que lo hacía con cierta reserva, al menos, esa era mi impresión. Así que crecí en una especie de tibieza sentimental que me dolía pero que luchaba por ignorar. Eso hizo que mis primeros años de adolescencia fueran muy difíciles. Fue la peor época, quizás. No era mala chica, pero siempre intentaba buscar algo que le diera cierto aliciente a mi vida. Fumaba, bebía de vez en cuando, salía con chicos, era agresiva en el colegio, ese tipo de cosas. Una vez recuerdo que mi padre me dio una paliza con su cinturón por que me reprendió por alguna travesura que hice y yo, no sé cómo ni por qué, le dije que si me iba a castigar o a golpear que lo hiciera pero que no estuviera dándome sermones sobre lo que se debe o no hacer, por que él no era el más indicado para ello y que si no me quería por que yo no era un varón, era su problema. Esto le hizo enfurecer mucho. Yo debí estar loca para decirle eso, por que mi viejo era un hombre con mucho genio, muy severo y con algo de mal carácter, sobre todo cuando creía que estaban en juego su honor o su dignidad, y en esta ocasión, él sintió que yo le había faltado el respeto, y tal vez fuese verdad, así que se sacó el cinto y me dio una buena paliza. Tal vez descargara en mí toda la frustración que había acumulado todos esos años atrás. Ese fue el principio del fin. A partir de ahí nuestra relación se limitó a una reciprocidad frágil y turbia que cada vez era más distante e incierta. Para mí la vida fue como una sucesión de acontecimientos que de alguna forma que nunca sabré explicar, me sobrepasaban, para bien o para mal.
Me convertí en una persona errante que vagaba impelida por los vientos insondables de mi propia frustración, indiferente a todo, desconectada, sin implicarme directamente con nada de lo que me rodeaba, como si mi vida o mi destino no me pertenecieran, tan solo fuera un ciclo de encadenadas efemérides dirigidas por una fuerza superior y caprichosa ante la cual nada podía hacer. Pero ahí estaba mi madre, siempre intentando crear un puente entre ella y yo, entre el mundo y real y mi mundo desierto y carente de equilibrio y sustancia. Cuantas veces la oía respirar en la penumbra, con un jadeo estoico y frágil, como si cada aspiración le doliera profundamente en el alma. Y tan solo me tendía una mano, tan solo buscaba un lugar de reposo, un alma en la cual aliviarse de los desgarros con que la vida le había castigado; por una parte la persistente inmutabilidad de mi padre y por otro mi insensato aislamiento. Fui una estúpida egoísta, demasiado ocupada en mí misma, en mis propios problemas, sin ver que mi madre se desmoronaba lentamente como un edificio que va deteriorándose desde sus cimientos. Sus miradas tristes, la angustia de su corazón quedó oculta por la ignorancia de mi infancia, por la rebeldía de mi juventud. Y ella solo quería un poco de cariño, que yo la sostuviese en mis brazos, que escuchase sus reproches, que la acompañase en el camino. Es muy duro viajar sola, estar en medio de un lugar vacío y oscuro, perderse en la inmensidad de la vida. Ese hombre falto de compasión no dedicaba una palabra amable a su frágil corazón, no besaba sus heridas, las fustigaba con su indiferencia, con sus ágiles e hirientes palabras, con sus demostraciones cargadas de amargura. Ella, desde lo profundo del silencio, luchaba por mí, y creo que eso fue lo que realmente la mantuvo fuerte, viva, valiente.
Algún tiempo después no tuve más remedio que decirles que me había quedado embarazada. Yo tenía diecisiete recién cumplidos. Aquello fue la gota que colmó el vaso. Una especie de tremendo terremoto sacudió los cimientos de mi inestable hogar. Me padre se puso echo una furia. Mi madre intentó ser el elemento estabilizante, mantener la cabeza fría. Mi padre y yo nos dijimos cosas duras. Cientos de fibras de mi interior resultaron heridas. Sé que a él le ocurrió igual. Ni siquiera preguntó quién era el padre. Creo que me sentí más desconcertada que ofendida. Quiso echarme de casa pero mi madre intercedió con tal coraje y vehemencia que por una vez le vi doblegado por la osadía, la intrepidez de ella. Ese fue el lado positivo, pero como suele decirse, todo tiene un precio, y este fue la ruptura definitiva con él. Pasé a ser un fantasma en vida. No había indulgencia para mí, no había piedad, no había afecto. Había deshonrado su apellido, a la familia, a su conciencia delante de los demás y eso pesaba más en la balanza que cualquier cosa que yo pudiera darle, incluso un hermoso nieto que nació un frío y melancólico uno de enero. Aquello fue un serio handicap para él. Aunque apenas se comunicaba conmigo, permanecía hermético, distanciado, intentaba disimular hasta cierto punto la ternura que sentía por Bernardo, su nieto, y cuando lo cogía en brazos mientras creía que ninguna de las dos lo veíamos, lo observaba con ojos anhelantes, conmovidos, casi acuosos, preguntándose por qué no había podido ser padre de un hermoso infante, cuál había sido su imperdonable infracción, si siempre había mostrado una alta talla moral, una dignidad y reputación fuera de toda duda. Hubiera querido acercarme a él y haberle podido explicar muchas cosas, pero hubiera sido inútil, él lo hubiera negado todo, hubiera intentado obstaculizar cualquier razonamiento, cualquier vía de reconciliación, como si de esa forma hubiera podido demostrar que estaba moralmente por encima de mi desastrosa existencia.
Poco después vino el padre de Bernardo del servicio militar. Era un chico sencillo, de pueblo, trabajador, de familia humilde. Siempre había sido muy tierno conmigo, y eso, probablemente, fue lo que más me atrajo de él, aunque también debo decir que era apuesto. No tenía demasiadas aspiraciones, y en eso, también debo decirlo, se parecía mucho a mi padre. Aún así, cegada por la inexperiencia de mi mocedad, sus complacientes atenciones y la intemperancia de sus caricias, caí en sus garras como un ratón en la trampa, y pronto, ante mi sorpresa, me di cuenta que estaba embarazada por que hacía varios meses que no me venía el período y muy a menudo sentía nauseas. Tal era mi ignorancia que pensaba que al menos debería hacer el amor unas cien veces para quedar embarazada, por que mi madre, en más de una ocasión me había comentado los problemas que ella misma había tenido para quedar tanto de mi hermanita como de mí. El caso es que cuando él llegó reconoció al niño y en seis meses nos casamos. Pensando en ello puedo entender el rostro tierno y desesperanzado que a mi madre se le quedó cuando nos vio marchar después de la boda. Su mirada lánguida navegó por mis sentidos y me dejó perpleja, pero no le di la mayor importancia, y ahora, después de tantos años puedo adivinar lo sola que llegó a atisbar su existencia a partir de ese momento, lo incomunicada, lo desamparada que iba a quedar en aquella casa repleta de sombras y de zonas muertas, como si se tratara de un arresto domiciliario perpetuo.
Aquel enlace fue como un rayo de sol para mi corazón. Supuso nuevos bríos para mi alma desmigajada. Aunque mi nuevo hogar no era gran cosa, para mí era un lugar acogedor, afable, inexplorado y extraordinario, todo lo que siempre había soñado. Por primera vez sentí ese hormigueo que una siente en el estómago cuándo debe decidir cuál es su propio camino. Fue como si mis ojos hubieran visto la luz por primera vez y esta se revelara ante mí como algo divino y mágico. Por desgracia, todo resultó ser un espejismo tan efímero como incierto. Muchas razones contribuyeron a ello, pero principalmente fuimos nosotros los culpables. Nuestra inmadurez, nuestra ignorancia, la distancia irreal que existía entre nosotros. Éramos dos niños jugando a ser mayores; un juego muy peligroso y revelador; revelador de carencias, de decepciones, de contrastes e incompatibilidades, de obstáculos y tibiezas... Después de los primeros meses comencé a dudar si él se había casado conmigo por amor o simplemente por un nefasto sentido de obligación hacia mí y la criatura. No es que fuera malo conmigo, pero desde que probé lo que me pareció el dulce sabor del pastel de bodas, comencé a tener una sensación confusa y demoledora, como un mal presagio que me incomodaba. Por si eso fuera poco, se sumó la penosa situación económica y, sobre todo, la regular intromisión de parte de su madre, que no me veía con buenos ojos, tal vez por que pensaba que había arruinado la vida de su joven hijo o tal vez por que creía que eso del niño había sido una maniobra mía para atarle; o tal vez mis susceptibilidades carentes de sentido hicieron que las cosas fueran más difíciles de lo que en un principio yo hubiera vislumbrado. Pese a todo existió esa llama que nos mantuvo unidos, hasta que llegó Bernardo. Recuerdo lo mal que lo pasé. Los dolores encajados en la base de la pelvis, la desesperación, las contracciones que no cesaban, hasta que al fin asomó su colorada cabecita, después de cinco horas de angustiosa y dolorosa incertidumbre. Fue un niño hermoso, un niño que nos unió. Para mí lo significó todo. Me dediqué a él en cuerpo y alma. Era algo muy poderoso que nunca había sentido dentro de mí. Algo que me hacía sentir la necesidad de amarlo, de cuidarlo, de protegerlo...
En su risa revoltosa veía reflejada la cándida risa de mi madre, pero en sus ojos enjutos y oscuros la misma expresión inquisitiva de mi padre, y en su talante obstinado su temperamento terco e intransigente. Eso, por supuesto, no me hizo quererlo menos pero sí quizás ser demasiado dura en ocasiones, siempre intentando evitar que fuera semejante que él, sin darme cuenta de que, en efecto, era diferente, era mi hijo, no mi padre, sujeto a sus propias necesidades, a sus propios defectos, a distintas circunstancias; él crecería en un ambiente diferente y bajo unas condiciones singulares. Bueno, siempre he intentado darle lo mejor de mí, y sé que a veces lo he conseguido, pero también estoy consciente que en ocasiones quizás haya cometido errores , pero espero que lo positivo pese más en la balanza que lo negativo y que siempre me recuerde con cariño, allá en Alemania, donde ahora mismo se encuentra. Le echo mucho de menos. Quisiera que estuviera aquí y poder decírselo cara a cara, poder pedirle perdón por las veces que fui inflexible o un poco dura con él, las veces que le exigí demasiado, las veces que no supe decirle las palabras que él necesitaba, las veces que me obsesioné con él a causa de mis propios temores. En el fondo todos somos inexpertos en el difícil arte de vivir y de amar, pese a todo. No importan ni los años ni la experiencia que tengamos, seguimos siendo inexpertos, seguimos sintiendo que hemos de aprender, que somos torpes e inexpertos. Intenté darle lo mejor de mí, darme tal como soy, con mis virtudes y mis defectos. Intenté aprender de mis propias equivocaciones. Intenté ser accesible a su corazón, siempre y para siempre. Estoy segura que así es como el también lo siente.
Bueno, volviendo a aquella incierta época decir que, pese a todo, mi marido y yo fuimos alejándonos, distanciándonos el uno del otro tan lentamente que ni siquiera nos dimos cuenta de ello si no hasta que fue inevitable. Fue todo tan gradual que cuando quise hacer recuento de mi vida supe que era demasiado tarde, que nos habíamos convertido en dos desconocidos, unidos por una rutina que no significaba nada y por un contrato que hacía tiempo habíamos olvidado. Unos años después de nacer Bernardo, él fue cambiando con respecto a mí. Lo que en un principio era una pasión compartida, poco a poco se fue transformando en autocomplacencia instintiva e incluso a veces en indiferencia afectiva. De amante pasé a ser cónyuge y de cónyuge pase a ser una sombra, y era un papel que no quería. Nunca supe la razón exacta, si fue alguna otra mujer, el descontento de la insatisfacción, o simplemente el devenir de los años y la rutina, una rutina que no había combatido ni evitado, solo alimentado. Había oído rumores por ahí de que había tenido lío con una chica de la cual yo no sabía siquiera su nombre y que había conocido, muchos años atrás, en el servicio militar, y eso me mortificó, por que nunca llegué a saber a ciencia cierta qué había de verdad en ello o si yo fui la razón de su ruptura con ella, y mucho menos de si había entrado de nuevo en su vida a mis espaldas después de tantos años, o al menos en sus recuerdos, cosa que tal vez me resultaba más dura, si cabe. El nunca se sinceró conmigo y después de preguntarle un par de veces por ello sin recibir respuesta desistí de hacerlo. Me atormentaba el hecho de que yo hubiera cortado su felicidad y a su vez, por ese motivo, él hiciera de mí una mujer afligida y desamparada, por que era así como había comenzado a sentirme. Y lo que más me dolía era el segundo plano que siempre ocupaba. Antes eran sus amigos y la bebida que yo. Antes era su trabajo, el futbol los domingos y las partidas de cartas, antes eran sus necesidades físicas que yo... Y comencé a sentirme como la lumbre a la que uno se asoma cuando todas las hogueras han comenzado a extinguirse, como el dinero que uno pide prestado cuando ya te has gastado el tuyo...
Mientras tanto Bernardo continuó creciendo y se hizo un hombrecito fuerte e inteligente. Quizás supo absorber todo lo bueno de la familia; la tenacidad de mi padre, la laboriosidad de su otro abuelo, la bondad de mi madre, la suficiencia de su padre y de mí... bueno, supongo que también heredaría algo bueno. El caso es que fue, por muchos años, la única luz de mi vida, hasta que se hizo todo un hombre y emigró, por cuestiones de trabajo, a Alemania. Allí se casó con una magnífica mujer que le ha dado una preciosa niña y creo que es muy feliz, excepto por el clima, por que según me ha comentado en algunas de sus cartas, es muy diferente al nuestro, así como las costumbres y la forma de ser de la gente, pero bueno, supongo que una se acostumbra a todo, y más si tienes condiciones favorables a tu favor, que fue quizás, lo que a mi me faltó. Mucho antes que eso ocurriera mi padre murió, y eso me hizo sentirme muy mal. Tuve tiempo para pensar en ello, en por qué nos habíamos echo casi antagonistas irreconciliables, como personajes de dimensiones distintas, como vías del tren, siempre paralelas, coincidentes, pero nunca unidas, vinculadas. Tal vez en un principio fuera responsabilidad suya, yo era muy niña, necesitaba el calor incondicional de un padre, y él era un hombre distante, recio; pero con el paso de los años yo nunca puse de mi parte. Para recorrer un camino siempre hay que dar un primer paso, y yo quizás nunca lo hice. En el fondo, no fui muy diferente a él, me mantuve irremisiblemente en mi posición, sin darme cuenta de que en realidad la corriente nos estaba arrastrando más y más hacia la solitaria e irrevocable lejanía. Estamos solos en este maldito mundo y a veces nuestra maldita estupidez ciega nuestros sentidos y cuando creemos que estamos ganando no sé que absurda batalla en realidad no estamos haciendo otra cosa que perder los anclajes que nos atan a los seres que de verdad nos quieren y que nos necesitan, así como nosotros a ellos. Bueno, hay cosas que quedan grabadas para siempre y hay errores que no podemos corregir, tan solo aceptar, y yo acepto el mío. A raíz de su muerte, mi madre y yo volvimos a unirnos, a estrechar nuestros lazos, y Bernardo y yo estuvimos a su lado los tres últimos años de su vida, amándola todo lo posible y curando nuestras heridas. Fueron días conciliadores y apacibles en los que escapamos del mundo y nos dedicamos por completo a nosotras mismas. Para ese tiempo, si al menos no estaba legalmente separada de mi marido sí lo estaba virtualmente, puesto que ya no compartíamos siquiera el mismo techo, tan solo la rutina de visitas inesperadas en las que decidía llevarse a Bernardo por un par de días o simplemente se dedicaba a observarme sin saber si dejarse llevar por su instinto más rudimentario y primitivo para conmigo o ser condescendiente y esquivo consigo mismo y su sentimiento de culpabilidad, después de que por algunos años creyera que tenía una carta de propiedad sobre mí y que por ese motivo tenía derecho a cualquier clase de vejación. Sin embargo, ese estúpido sentimiento de posesión fue cesando hasta fenecer, sobre todo gracias a esa mujer anónima que por aquel tiempo apareció, no sé si de una dualidad adultera o de un pasado quebrantado y adverso, el caso es que muy lentamente fue cediendo su terreno, aflojando su yugo, soltando sus cadenas hasta que renunció por completo a su honestidad cuando metió a esa otra mujer en nuestra casa, liberándome por completo de un pasado más amargo que otra cosa, un pasado al cual quiero renunciar pero que no quiero olvidar, por que forma parte de la esencia de mi ser, pese a los momentos ingratos, a los golpes del destino o a las duras inclemencias de la vida, hasta que llegue mi hora.
Ahora mismo me encuentro en ese punto del trayecto, intentando curar mis heridas, intentando agradecer lo bueno que me ha dado la vida y superar lo sufrido y, mientras tanto, me ocuparé de vivir un poco, de compartir con la gente que quiero y que a su vez me quiere, todo lo que se pueda compartir, que tampoco es demasiado; mis ilusiones, los pequeños momentos de mutua gratitud, las ocasiones donde sobren las palabras y solo sea necesario una furtiva mirada de complicidad, una café en una larga y tormentosa noche, una sonrisa sin pretensiones, una larga y jocosa discrepancia, un segundo de soledad compartida… No es demasiado, pero con eso me conformo. Por eso el que hayas compartido esta pequeña historia conmigo significa tanto para mí. En el duro proceso de mi vida me he dado cuenta lo importante que son esas pequeñas cosas que a veces damos por sentado. Esas son las cosas por las cuales vale la pena vivir. Pero hay mujeres, como a mí me ocurrió, que esas cosas les están vetadas, por que el sufrimiento, la desolación, la soledad, se convierte en el aire que respiras y ese aire es un veneno que poco a poco va filtrándose en tus pulmones y ahoga tus entrañas y miras a tu alrededor y necesitas algo a lo cual aferrarte, un lugar donde flotar en una tempestad cruel y profusa. Es en ese punto donde el temor, la angustia, la tristeza, devoran tu vitalidad, tu alma, tu ser. Un lugar tan oscuro y profundo que solo lo conoce el que, por los infortunados avatares de la vida, lo ha visitado. A veces, una mirada amable, una sonrisa, o tal vez alguien que te escuche sin ningún tipo de pretensiones, puede ayudar a romper ese muro para que la luz inunde tu corazón y se muestre así un camino hacia la esperanza, hacia la evasión de todo aquello que nos golpee ferozmente, un camino que con la ayuda de otros y el propio coraje de un corazón que quiere liberarse, se abra paso a través de la espesura de esta vida cruel y despiadada; para que nuestros corazones florezcan con la bendita libertad que experimenta quién ama y es, a su vez, amado.

Fuente:
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