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Parte III - La condena -
El regreso a mi casa no pudo ser más desastroso. Encontré la puerta cerrada por dentro y Alba se negaba a abrirme. Por todas las recientes idas y venidas, las cosas que percibía, intuía que la llegada de la mujer de los desastres había traído una sombra que no se quitaría de nuestras vidas hasta destruir la calma existencia que habíamos construido.
Escuché sus sollozos y sus pasos que iban y venían desde el dormitorio. Sin dejar de llamarla miré por la ventana y la vi metiendo sus ropas en la valija con la que había llegado un par de años atrás a instalarse una temporada primero y definitivamente después. Su belleza era en ese momento la de los mejores días del amor y a pesar del remordimiento que me invadía, no me aparté en ese instante para insistir en entrar sino que me quedé apreciando lo delicadamente estético de la escena como si estuviera ponderando una puesta en escena.
Me alejé para dejarla terminar de armar su partida. Yo mismo era consciente de lo inevitable del abismo que se había instalado y que permanecería aunque lograra convencerla de que no se fuera. Cuando terminó, yo mismo la esperaba en mi canoa para llevarla hasta el pueblo. Cada tajada de luz de esa tarde volcaba sobre el río, sobre nosotros dos y el horizonte un manto aciago de tristeza anestesiada.
" Si algo te queda de vida, después de que suceda lo que tanto esperás - habló recién al llegar - sabés donde buscarme."
Al volver por el río me detuve en la casa de Juan Carlos. Todo estaba cerrado. Tanto podía ser que estuvieran adentro desgajando lo más jugoso de la vida, como que se hubieran ido quién sabe adonde o que estuvieran muertos. Pensé en esta última posibilidad con desesperado temor, menos por la suerte de Juan Carlos que por la posibilidad de que la parte de la aventura que pudiera tocarme se truncara dejándome en un nuevo vacío.
Bajé de mi canoa y sin medir lo que hacía ni lo que me pudiera esperar me acerqué al rancho caminando muy despacio. Mis piernas tenían conciencia de que tanto podía estar yendo a jugarme una carta terminalmente azarosa como igualmente podía estar dirigiéndome a un nuevo ridículo.
Me detuve ante la humilde puerta y dudé entre llamar y pegarme la vuelta. Cuando me estaba decidiendo, recordé que dando un rodeo podía llegar hasta una pequeña ventana posterior, y lo hice.
No sé con qué audacia me animé a espiar pensando en no ser visto. Juan Carlos estaba de pie mirando hacia una zona de la habitación que no se alcanzaba a divisar desde donde yo estaba. El estaba quieto, firme pero aparentemente tranquilo, con la cabeza alta y serena, escuchaba a quien le hablaba.
Era la voz de ella; nunca la había escuchado pero mi certeza nacía de que no podía haber otra voz que no fuera la naciera de ese cuerpo. Fue la voz más hermosa que pueda volver a escuchar en el resto de mi vida. Conjugaba dulzura y firmeza, acariciaba y dirigía, amaba y contenía, era como si el cielo, el río y la selva tuvieran voz de mujer.
" Mi único camino es el que vos me puedas trazar, siguiendo mis indicaciones. Sólo podré volver adonde me echaron si hacés como yo te digo cada cosa que te indique. No pienses que vas a perderme porque yo voy a volver de muchas maneras para estar contigo. En realidad no me iré si es que creés en mí. Me enterrarás de pié, en tu huerta, donde me encontraste, dejando solamente mis cabellos sobre la superficie. Tendrá que ser cuando la noche haya alcanzado la mitad de su viaje. De donde me entierres crecerá un árbol que se hará gigante, cada vez más grande y todo terminará cuando ya no pueda ser vista su copa. Allí habré llegado cuando sea la misma hora del amanecer en que me encontraste. Ya no seré yo ése árbol y me habré ido pero tu felicidad será haberme ayudado a alcanzar mi triunfo. Quizás sufra una condena peor de la que tuve, pero mi regreso para mostrarles la estupidez de su soberbia será igual a mi libertad eterna. Luego el árbol desaparecerá de ese lugar, ya cuando vuelva a su tamaño normal, lo transplantarás en un lugar que yo te indicaré desde el cielo con la señal de una estrella fugaz, hacia donde caiga lo llevarás y lo plantarás de nuevo. Cada nuevo trasplante me mantendrá viva allá arriba. Ese será el presente que nunca podrán quitarme, nacer y crecer en un lugar distinto cada vez y poder volver cuando yo quiera, ya que por la ubicación de ese árbol sabré donde será bueno regresar."
No podía evitar pensar que estaba escuchando una tremenda tomada de pelo. Me convencí de que el vasco se había suicidado por cualquier cosa menos por lo que contara en la carta. Me tentó a la risa hacerme a la idea de que la mujer era nomás una tarada que aprovechando la ignorancia y naturaleza bruta de Juan Carlos se estaba burlando del pobre tipo. Pero mi risa sofocada en realidad tapaba mi propia resistencia a aceptar que a mis ojos y a mis oídos estaba llegando el final de una gesta efímera en su desarrollo pero fatalmente eterna en sus ecos.
En un momento Juan Carlos se dio vuelta y vi su rostro hinchado de lágrimas y espanto. Se encaminó hacia la puerta en silencio y la abrió para salir mientras ella alzaba la voz sin gritar , con desesperación y angustia: " No me traiciones, no me abandones, no me dejes estar para siempre en un mismo lugar, esa sería otra condena". Al cerrarse la puerta sentí que ella también lloraba, aunque no podía verla.
Huí con la esperanza de no ser visto, era ya de noche y no supe si Juan Carlos se habría dirigido hacia la orilla y descubierto mi canoa. Aceché en el maizal hasta tranquilizarme viendo que Juan Carlos prendía un cigarro y marchaba hacia la letrina. En un momento se detuvo y tomó hacia el monte, donde se internó.
Ya en el refugio de mi casa me tendí en el sofá de la primer habitación.
Antes, durante el trayecto me acosó permanentemente la sensación que nos invade de niños al entrar a un cuarto sin luces, cuando sentimos que algo está con nosotros, casi encima nuestro. Creí percibir esa presencia unas veces desde las orillas y otras en la misma barca. No sentí miedo en ningún momento, sino en todo caso el alivio de no estar tan solo.
Los fantasmas de Alba me impidieron ir a nuestro dormitorio y sin embargo tampoco me sentía muy tranquilo donde estaba. Lentamente quedé dormido, con los dedos apretados y los brazos cruzados contra el pecho, de cara a la pared.
Me despertaron los cantos, eran cantos de victoria. Abrí los ojos y mi casa estaba rebosante de una muchedumbre eufórica y feliz que saltaban hacia atrás y hacia adelante acompasadas por miles de bombos y agitando banderas. No sé cómo cabrían todos pero allí estaban. No podía levantarme tanto por el desconcierto como por la falta de espacio. Me paré en el sofá y empecé a ver con más claridad lo inconcebible : estábamos en Plaza de Mayo, las banderas eran rojas y celeste y blanca todas cruzadas por los símbolos y las consignas que yo mismo pinté y enarbolé en los días de gloria. Llegaba más y más gente de todos los lugares, gente de todos los rincones en que anduve militando mi esperanza. Las voces crecían y la marcha avanzaba hacia la Rosada.
Casi creo haber enloquecido cuando veo que en el histórico balcón flameaba una gigantesca bandera roja, junto a otra gigantesca bandera de la patria cruzada por una franja negra y todo el balcón estaba ocupado por la muchedumbre en la que reconocí uno por uno a todos mis compañeros.
Cuando yo también estaba por ponerme a saltar desde el sofá hacia la marea triunfante, surgió de entre la masa una imagen conocida. Era una hermosa muchacha envuelta en una de nuestras banderas. Su melena interminable hacía más bellos los símbolos. Venía saltando, agitando un puño y sonriente, hacia mí y tomó mis manos con tanta ternura que no pude seguir viendo en el centro de la escena a nadie más que a ella, mientras el fondo se volvía difuso y se hacían más suaves y lejanas las columnas y los coros.
- Soy tu utopía -, me dijo rozando con su boca mis manos, mientras dejaba caer su manto revolucionario para descubrirme junto a su eterna desnudez que se trataba ni más ni menos que de la hermosa mujer aparecida en la huerta de Juan Carlos, la que estuvo en este mismo sofá, la que enloqueció al vasco., la que expulsó a Alba, la que debía condenar a otros para poder ser libre.
La habitación volvió a ser la misma de siempre. Estábamos sólo los dos. Yo parado todavía en el sofá y ella de pie, mirándome, entonces con un tironcito suave me hizo sentar. Sin dejar de estar de pie me rodeó el cuello y acarició mis cabellos haciendo que apoyara la cabeza sobre su vientre desnudo.
No resistí tantas sensaciones y lloré. Solté, llorando, la rabia perdida que había vuelto a ver triunfante en el espejismo, lloré al vasco y a Alba, también me hacían llorar de alegría la piel y el vello sensual que acariciaban mi rostro como si encontrara el punto donde había sido dada la hora de una felicidad largamente esperada.
Con sus caricias volvieron a mi sangre todos los instintos, pero ahora su actitud había girado hacía un punto distinto del erotismo.
Soy tu utopía, repitió, y estoy a punto de morir. Voy a entregarte lo que vos querés de mí, que es algo más que mi sexo, eso lo podrás tener todos los días conmigo o con cualquiera. Yo misma lo doy como parte de mi impulso vital. Pero los dos necesitamos algo más. Podés tomarme ahora mismo si querés, y te aseguro que vas a ser tan feliz como nunca lo fuiste, tanto que nunca vas a poder hacer otra cosa que amarme. Pero hay algo más urgente. Sé que escuchaste todo lo que le dije a Juan Carlos, y yo sé que él no se anima a hacerlo. Más que el temor a lo que no conoce es el miedo a perderme lo que lo hace escapar de la decisión de acompañarme.
Vos sos el hombre indicado: ¿ Acaso la vocación de un revolucionario no es renunciar a sí mismo para atarse a una historia de la que no puede volver ? ¿ No es eso lo que siempre quisiste ? Emprender algo que nadie sería capaz, torcer hasta los destinos más irreductibles. Lo que viste en tu sueño lo vas a poder tener todos los días, conmigo también si querés, porque aunque yo no esté en esta realidad, ¿qué es una utopía sino la realización permanente de la fantasía más linda que puedas querer soñar ?.
Aquí ya no pude seguir escuchando y me levanté del sofá. Yo tenía mucho más de Lenin y Perón metido dentro mío que todo el poder del hechizo que esta maldita bruja pudiera ejercer. Pero, en realidad, bien adentro mío ya había sido exitosamente clavado el aguijón más venenoso. Yo había dejado morir mis utopías porque al igual que muchos estuve dentro de ellas sólo como en una fantasía. O mejor sería decir y así saldar definitivamente mi propio desencuentro, revelar el escondite que la dimensión de la realidad que debía transformar y el fin de fiesta que llegó con los compañeros muertos y desaparecidos me hicieron vestir los designios de los historia en sueños de fantasías para justificar mi exilio de desengañado.
¿Alguien sabe como es encontrarse sin salida ? Estuve aquella vez colocado entre dos opciones : seguir marchando hacia lo que mi cobardía me indicaba como una muerte segura, o apagar la luz, volver a prenderla y estar en otro lugar. Estaba ahora nuevamente atrapado : o asumía lo infalible del fallo de la fatal pitonisa y me sumía en escuchar su propuesta o cerraba definitivamente las puertas y seguía pensando en que todo lo que me distrajera de mi exilio era una locura absurda.
En aquel momento y ahora, sólo recogí la certeza de que no se puede vivir huyendo.
Su voz se clavó en mis espaldas : ¿ Vas a quemar tus días en un eterno exilio de vos mismo ? Matá a Juan Carlos, o si no querés quitarle la vida, ocupá su lugar : No va a ser el mismo rito. Pero vos podés torcer mi destino y el tuyo. No es necesario que yo te diga cómo. Tu retorno y mi retorno son el mismo. A los dos nos expulsaron por lo mismo. Solo basta con que te atrevas a la verdadera renuncia.
Fueron unos segundos de vacilación los que hicieron que hoy esté transitando con estas líneas la condena de la cordura.
No contesté. Mis ojos y mis oídos se empaparon del cuarto en el que me había refugiado hacía un tiempo que ya no podía medir porque lo había transformado sin saber cuándo en mi presente eterno.
Fue entonces que Juan Carlos - abrogando todo lo que de él se esperaba - abrió la puerta, y ella y yo no pudimos más que mirar cómo entraba, tal si ya hubiera comenzado a caminar su decidido camino, y tomándola de la mano, la alzó, la cargó en sus brazos y sin dejar de mirarla, atravesó la puerta y se la llevó. Ella solo cerró los ojos como quien se subordina a un cirujano. Se fueron los dos con el sino forzoso que - para mi tranquilidad - impuse a estos hechos.
Me recibió la tranquilizadora soledad de la madrugada cuando me atreví a salir a ver desde la puerta qué huellas quedaban de tanto estremecimiento; en esa hora en que toda la lucidez se nos viene encima y creemos entender las cosas. Todas mis partes estaban unidas nuevamente, pero no estoy seguro de que eso me haya hecho feliz esa noche.
Una estrella fugaz me atrapó la mirada, y así me quedé hasta que la maldita claridad me mandó a la cama.
FIN.
Ricardo Altabe, Noviembre 1999 a Febrero 2000