Tenemos miedo al silencio.Tal vez porque nos obliga a escucharnos a nosotros mismos, y nos aterra que nos disguste lo que oigamos, o tal vez no oír nada.
Una vez inmersos en él, no nos es posible sustraernos a la vibración de la realidad, y por eso, de forma natural, el silencio se ha impuesto a lo largo de los siglos para limitar la comunicación interpares allá donde el ruido no puede negar la evidencia de la muerte o del más allá (entierros, velatorios, ceremonias religiosas, etc).
Pero en esta sociedad española teledrogadicta, a fuerza de alienarnos somos cada vez más incapaces de asumir pautas de comportamiento propias. Preferimos banalizarnos en la mímesis de efectos televisivos de tercera, como si viviéramos en un telefilme de sobremesa de domingo.
Y cuando éste se une con otro fenómeno alienante, como es el de la dilución de la identidad propia en la masa, el efecto es vergonzante. Así, por ejemplo, entierros multitudinarios de víctimas de asesinatos de toda índole se orlan siempre con los aplausos y vítores de los asistentes, poseídos de un agudo horror vacui sonoro, sin que nadie se sorprenda, tal vez a la espera de que, “desde algún lugar más allá de crepúsculo” comiencen a subir los títulos de crédito.
Alguien podrá pensar que es inevitable esa catarsis en forma de aplauso para aliviar el dolor, y tal vez fuera cierto si tal proceso tuviera lugar siempre, y no sólo en los acontecimientos mediáticos.
¿Por qué aplaudimos?, ¿a quién demonios aprovechan nuestros aplausos? ¿al muerto? ¿por qué nos vemos abocados a hacerlo, incapaces de recogernos, de recrear el silencio, aun cuando sólo sea como señal de respeto?
Acaso ya no somos capaces de transmitir nuestro estado de ánimo por ningún medio que no sea los propios del show: aplausos, cabriolas, gestos exagerados… parece que la reflexión y ese mirar hacia dentro que tantas veces deberíamos hacer, no es que no exista, es que queda muy lejos de los endurecidos caparazones de nuestras almas.
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