Quien ha leído novelas de Alejandro Dumas, sabe lo que es disfrutar de la literatura de aventuras, de capa y espada, en un universo literario lleno de realidad y verismo, muy alejado de la versión edulcorada y heroica que Hollywood nos ha dado de, por ejemplo, los tres mosqueteros (en la novela, de hecho, los citados tienen como una de sus preocupaciones fundamentales el conseguir cada día algún apaño para poder comer caliente, quedando para otro momento los ideales heroicos).
Mi mujer, que no es española, me habló siempre de otro autor de capa y espada al que recordaba con devoción, Paul Feval, y de su mejor novela, “El Jorobado”. El destino quiso que la leyera hace dos años. ¿Y qué me encontré? Ni más ni menos que una maravillosa novela de aventuras caballerescas, donde la picaresca, el honor llevado a sus últimas consecuencias, los sacrificios vitales más heroicos, las traiciones más inesperadas, los amores ocultos, los complots más elaborados y los brillantes combates a espada, se suceden, se entremezclan y finamente se funden en un arrebatador torbellino. Una novela de aventuras, sí. Una novela folletinesca, también. Un suculento bocado para disfrutar a lo grande, sin duda, si uno logra dejar a un lado sus prejuicios sobre “literatura seria”.
Y de la magnífica galería de personajes de esta deliciosa novela, no puedo sino destacar a aquel que puede hacer grande una historia a poco que esté bien elaborado: el malvado. El conde Felipe de Gonzaga queda para la historia de la literatura como uno de los malvados más subyugantes que se hayan creado nunca: par de Francia, culto, inmensamente rico, consejero íntimo del Rey, está dotado de una privilegiada inteligencia, sólo comparable a la oscura perversidad que le tortura el alma y que le lleva a cometer las más innobles acciones. Casi duele que al final no se salga con la suya (o sí...?). Qué duda cabe que los personajes literarios malvados, cuando se saben diseñar, dan muchísimo más juego que los puros y nobles. O tal vez no hay que exagerar: cualquier personaje literario o cinematográfico es mucho más atractivo cuando tiene en su interior cierta doblez moral, o algún demonio interno con el que tenga que batallar constantemente, o algún vicio incorregible que pueda borrar la, a menudo, insulsez literaria de los personajes unidimensionales.