Hay algo realmente terroífico en la fiesta (¿?) de Halloween, que me hiela la sangre más que ninguna de las iconografías macabras con que somos obsequiados a primeros de noviembre, y es la facilidad con la que hemos asumido nuestro rol de periferia cultural, subyugados por el interés comercial de unos pocos. Y yo me pregunto: ¿qué tenemos que ver nosotros con esto?. No se trata ya de que Halloween sea una tradición (¿?) anglosajona (es casi inevitable un cierto grado de transferencia entre culturas en contacto) ni de que ni tan siquiera en el mundo anglosajón la noche de walpurgis tuvo hasta hace relativamente poco tiempo el formato con el que ahora se conoce ese esperpento llamado Halloween. Tampoco puedo decir que mi terror tiene su origen en la indecente manera en que nos venden y compramos el siniestro merchandising (sería absurdo pretender que alguno de nosotros está por encima del actual sistema de producción). No. La razón por la que jálogüin (en castellano) me parece obsceno es porque forma parte de una transición generalizada desde la trascendencia natural a la alienación esotérica. Es una muestra más de cómo dejamos de percibir la muerte como una parte necesaria del ciclo vital, es decir, de la normalidad, y la relegamos al ámbito de lo extraordinario, de lo que nunca debería existir, y por ello lo "celebramos" una sóla noche al año, en vez de asumirlo como parte consustancial de la existencia. Y esto es así porque en esta sociedad del espectáculoen que vivimos, tendemos a apartar la muerte de nuestra presencia, a borrarla, como un tabú (y si nos fijamos bien en el papel que la muerte juega en esta pantomima de disfraces, veremos que no está muy lejos de la forma en que las sociedades primitivas se relacionan con sus tabúes). Sin embargo, por estos pagos la festividad del primero de noviembre ha tenido que ver tradicionalmente con el no menos primitivo culto a los muertos, el cual, bajo la forma cristiana, adquirió un sentido piadoso de recuerdo y oración por los que nos precedieron. Era, en cierta medida, una especie de relación natural de dos planos de existencia contiguos, pero igualmente reales. Aún recuerdo cómo me llevaban de niño a recorrer las calles del cementerio y me presentaban al bisabuelo, a un tío segundo o a un primo lejano que murió siendo niño, y todos los años mis mayores hacían memoria de dónde deberían ser enterrados. Algún mentecato hablará ahora de traumas infantiles, pero lo cierto es que el conocimiento de los ancestros y la percepción de la propia finitud resultaba un remedio magnífico para la doctrina materialista que nos fuerza a pensar que sólo el ahora es válido. Traumático es lo actual, donde cualquier recordatorio de la muerte se trata como un producto contaminado; donde por eliminar, eliminamos hasta los cadáveres dispersando sus cenizas cuanto más lejos, mejor. ¿Qué es, en definitiva más cruel, llevar a nuestros hijos a visitar las tumbas familiares, o impedir que adquieran consciencia de un hecho tan universal como la muerte, y tan innegable como su propia muerte? Me aterra que muchos de nosotros prefiramos disfrazarlos como imbéciles, (yo el primero, oiga) permitiendo que clonen actitudes antisociales (el treat or trick ¿no es una coacción propia de futuros delincuentes juveniles?), pensando además que jugar con una ogüija resulta inofensivo.
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