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El espectáculo de la literatura, o la literatura como espectáculo.

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Lo reconozco: me produce auténtica indigestión mental la lectura o simple visión de las toneladas de novelas supuestamente “serias”, centradas en las aventuras/desventuras de hombres y mujeres en sus itinerarios vitales a través de sus simplonas existencias, desventuras en las que conocen nuevas parejas atrayentes y sagaces, en las que todos los personajes hablan como las series televisivas (sin titubeos, sin silencios malhumorados, sin egoísmos lingüísticos, siempre con la frase ocurrente o la mirada profunda). Nada me puede parecer más vomitivo que ese pretendido realismo en el que de manera obvia se busca la identificación del lector/a con el/la protagonista, siempre una versión edulcorada y biempensante de nuestras mucho más mezquinas realidades. Por no hablar de las tramas argumentales, del tipo de las que sigue:  A  se siente vacía hasta que de repente conoce al interesante  B, pero cuando empieza a cansarse de éste descubre una nueva forma de ver la vida cuando conoce al iconoclasta C (de preciososo ojos azules) que finalmente parte hacia la India para encontrarse a sí mismo aunque dejando a A un espíritu renovado y vital… aaaggghhhh.
¿Qué quiero decir con esto, qué las novelas han de relatar siempre arriesgados viajes, intrincadas conspiraciones o grandiosas gestas? Pues no, no lo han de hacer siempre. Pero  creo que en cierta forma siempre han de tener ese espíritu, aunque la anécdota que cuenten sea cotidiana y hasta banal. Una vez leí una frase un tanto irónica: “Todas las grandes novelas tratan del viaje del protagonista del punto A hasta el punto B. Excepto en el caso de los novelistas rusos y franceses, en los que el viaje ocurre dentro de la cabeza del protagonista”.  Bien, más allá de chanzas, creo que esta boutade aclara un poco la idea: El sentido de de lo maravilloso, de lo épico, la emoción transmitida, las grandes y auténticas pasiones humanas, deberían ser el patrimonio de cualquier novela que se quiera considerar como tal.
Pero para esto, no hace falta escribir siempre el Tulipán Negro (ah, qué hermosa novela de Dumas),  El Jorobadoo La Guerra del Fin del Mundo. No. Basta con transmitir el mismo espíritu de osadía, el mismo sentido de lo maravilloso, aun cuando el escenario sea la realidad nuestra de todos los días. Porque cuando se tiene talento, se puede conseguir  esto relatando la insulsa vida de un señor en los extrarradios del Madrid de los años cincuenta. O la patética crisis de un cincuentón que se trastorna mentalmente tras leer demasiadas novelas de caballerías. O  cómo un acomodado y aburridísimo burgués francés se está comiendo una magdalena, y de repente, recuerda toda su rutinaria vida transcurrida hasta ese momento…
Pos-post: Redactar este post me ha hecho recordar que Auster y otros autores han acusado a Borges de frío y carente de emoción. Hum, tal vez, aunque yo no lo vea así (y el señor Auster tiene todo el derecho del mundo a opinar así, faltaría más). Pero fue el frío Borges quien escribió esto “Yo que muchos hombres he sido / no he sido nunca aquél en cuyo abrazo desfallecía Matilde Ulbarch". Señor Auster, su turno.

Etiquetas: borges, sociedad
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12/05/2010ir arriba
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