Tertulia literaria de Campello
Tardaste ocho años para dejarnos crearte. Te buscábamos y no querías aparecer.
Pensábamos que nunca podrías ser concebida. Estabas seguramente muy a gusto en algún paraíso como para venir a incorporarte a este mundo lleno de prohibiciones y de órdenes.
Por fin, el catorce de Abril, viniste al mundo con unas prisas exageradas. Casi di a luz en el coche de mi amiga María. Ocho años tardaste. Y el día que se antojó ver el mundo no quisiste esperar el tiempo reglamentario que se les concede a las embarazadas. Solo me dio tiempo a quitarme la ropa y bajar quirófano.
Primera sorpresa: durante el embarazo hiciste trampa. En todas las ecografías con tu cordón umbilical pasando entre tus piernecitas engañaste hasta al ginecólogo. Nos aseguró que eras un niño. Me hice a la idea aunque hubiera preferido una segunda niña. Y ahí llegaste tú, hermosa niña de cuatro kilos. Tu hermana dijo que naciste un día especial: el día de la República y también el día de la muerte de Simone de Beauvoir. Para tu hermana, por tu forma de ser tan rebelde, eres la reencarnación de esta famosa escritora. Trajo a casa para que te dieras cuenta un ejemplar de Liberation del 14 de Abril donde se anunciaba la muerte de esta señora.
Intento entenderte, pero el asunto se hace cada día más difícil por los problemas que arrastra la adolescencia. Todo empezó cuando tenías meses. No soportabas que me alejara de tu cuna o de tu parque. Un día, después de ordenar la habitación, salí al pasillo y empezaste a llorar con una rabia desmesurada y de repente te callaste. Me acerqué a la cuna, estabas tiesa y morada. Creí que te habías muerto. Te saqué de la cuna, lloré y te sacudí como una histérica. Estas sacudidas te volvieron a dar la respiración. Asustada, te volví a dejar en la cuna para vestirme y acudir al servicio de pediatría. Misma escena. Volví a gritar y a sacudirte como si fueras uña muñeca de trapo. Recobraste una vez más tu respiración. Asustada te llevé a la pediatra, quién después de reconocerte, me explicó que habías tenido una apnea y que la mejor forma de que respiraras otra vez, era pegarte un buen tortazo. Estuve muy preocupada durante varias semanas pero no quise que tú, mañaquita de nada, te dieras cuenta de lo que fuera. Así que a cada vez que cogías una rabieta, me ponía de plantón cerca de la puerta, sin que me vieras para escuchar el ritmo de tu respiración. Yo no tenía ninguna gana de ceder a alguna forma de chantaje por tu parte.