Un escándalo en 1884, en París
«Cuando la belleza más célebre de París, Madame Virginie Avegno Gautreau, fue presentada por el pintor realista John Singer Sargent en su obra maestra Madame X, exactamente como era, superficial, egocéntrica, vestida de manera inmodesta, el público se escandalizó, Madame Gautreau se puso histérica, y el pintor fue obligado a retirarse a Londres.»
ISAAC ASIMOV
A veces, insinuar es más pecaminoso que enseñar... Pese a que Manet ya hubiese pintado y mostrado desnudos femeninos, el retrato de una mujer vestida con un largo vestido negro alborotó, durante la primavera del año 1884, a la mojigata moral burguesa de la Tercera República francesa. El cuadro de dos metros de alto representa (delante de la oscuridad del fondo parduzco) a una veinteañera de elegante figura, de pie y apoyandose sobre una mesa de estilo Imperio con su mano derecha, mientras con la otra se sube el bajo de su larga falda de raso negro. El corpiño, inusualmente sin camisola, de terciopelo y donde se aprecia su pronunciado y generoso escote y con una llamativa cintura de «avispa», contrasta con la palidez de su blanquecina piel. Y con tirantes de pedrería, uno de los cuales se desliza sensualmente por su hombro derecho, da el aspecto que va ha desprenderse del vestido fácilmente, en el acto. Parece que invita a ser seducida, para yacer posteriormente con ella. Con el rostro de la modelo de perfil hacia su izquierda, da una sensación atrayente y provocativa, y a la vez, es distante y altiva. Supuso la condena y el ostracismo de sus protagonistas: el pintor y su musa.
El autor fue el retratista norteamericano, aunque nacido en Italia, John Singer Sargent (1856-1925) que llevaba varios años asentado en París. Joven pintor ambicioso, el típico tiralevitas profesional y absolutamente servil que sabía alimentar el egocentrismo de los ricos para promocionarse, obtener prestigio y crearse así una clientela entre los componentes de las clases privilegiadas galas, desde 1880 llevaba exponiendo sus retratos en el Salón de París; pero él buscaba algo más, algo que le encumbrase en el éxito y la fama, su obra maestra, y lo encontró... fue ella. Ella, la joven esposa del banquero Pierre-Louis Gautreau, la mujer más famosa y deslumbrante del momento (los primeros años de la Belle Époque) —famosa por sus apariciones en público que hasta los monarcas europeos iban a la capital francesa solamente para verla—, su compatriota Virginie Amélie Avegno (1859-1915). Hija de un terrateniente esclavista del Sur y oficial del Ejército Confederado durante la Guerra de Secesión, que tras su muerte, cuando todavía era una niña, se fue a vivir con su madre y hermana (que poco después también fallece) a Francia. Su madre se encargó de buscarla un buen marido y la casó a los diecinueve años con el magnate francés, de cuarenta años; lo que la permitió codearse con la alta sociedad y poder vestir lujosos vestidos y otros caprichos, como algún amante. Fue considerada como un exótico objeto de lujo y siempre obtenía las alabanzas de la prensa, lo más llamativo de ella era su forma de maquillarse con una mezcla de polvo de arroz con lavanda con la que conseguía la blancura de su piel y su cabello que lo teñía con henna o alheña. A ella, es a quién se dirigió el arribista pintor, como buen zalamero que era la convenció para inmortalizarla con un retrato y tener rendido París a sus pies. La vanidad de ella se emparejó con la ambición de él.
La elaboración del retrato le llevó al artista dieciocho meses de trabajo, entre ello tuvo que residir durante el verano de 1883 en el castillo, la mansión de veraneo, que tenía el matrimonio Gautreau en al costa bretona. Hizo un centenar de bocetos previos en diferentes poses y estudios de su perfil. Cuando lo finalizó lo presentó para la exposición del Salón de París en abril-mayo de 1884, bajo el nombre de Retrato de Madame***, aunque todo el mundo reconoció a la señora Gautreau.