José Ramón Muñiz Álvarez
LAS HIEDRAS EN LOS MUROS DE UNA TORRE
ESTAMPAS DE UNA TORRE EN
DECADENCIA

(Prosa musical)

Los frutos de los árboles, maduros, quedaron por los suelos, esparcidos, y, helada, la caricia del otoño, llenó la brisa fresca con sus lluvias, en tanto que el camino de la fuente, vencido por las aguas abundantes, quedó en un barrizal impracticable para las gentes que iban a por agua. La brisa dulce y suave del verano, tan fresca y halagüeña, con la aurora, cedió al aire violento que, indignado, mostraba su rencor por cada calle, quebrando los tendales de las casas, rompiendo los paraguas de la gente, si acaso, con la lluvia, los vecinos tenían que salir con tiempo malo. Algunas, fueron tardes de delirio, sintiendo las familias, en sus cuartos, en la cocina acaso, aquellos truenos, la fuerza del granizo, la dureza del golpe de las olas en las rocas, no lejos de las playas aterradas por esa furia llena de coraje que elevan, cuando quieren, las espumas.

No es tiempo de que salgan los pesqueros, si vienen ya los meses de galerna, y el golpe de las olas arremete, ni es tiempo de salir por las callejas y hablar con los vecinos que regresan por las estrechas cuestas de la villa, sabiendo que en los próximos villorrios muy pronto iniciarán otra cosecha. Atrás queda el verano con su calma, con su mesura dulce, con sus besos, sus horas de calor y sus fatigas, a veces aliviadas con un baño, con un suspiro leve de la brisa, rozando las camisas y las blusas de gentes que se vienen de las fábricas o suben a la ermita, allá en el monte.

En cambio, sí es momento de reposo, de espera, mientras llueve y los cristales nos cantan la balada juguetona del agua en la ventana, del azote del viento encabritado contra nadie, gruñón, como lo es siempre, al repetirnos las viejas regañinas que acostumbra, de la que danza libre en el espacio. Pero es posible siempre una escapada de las mansiones tristes del mal tiempo, cuando el otoño quiere (si es que quiere) dejar, como un respiro, tardes buenas; y el sábado habrá sol, ese sol bajo tan típico, vencido ya setiembre, que muestra en cada brillo la tristeza que llama, melancólico, al estío.

Y, en esas tardes llenas de belleza, qué bello es sorprenderse por los prados, mirando el color pardo de las hojas, a punto de soltarse de las ramas, los densos amarillos en las copas de los castaños, siempre generosos, que esconden su tesoro todavía, para cuando noviembre se avecine. Y cierto es que, en otoño, son más bellas las densas arboledas del paisaje, que pronto perderán sus hojarascas, mas quieren invitarnos con sus frutos, promesa codiciada por los viejos, y acaso por los niños, cuando, un viernes, llegada ya la tarde, no hay colegio, y entonces van por higos y castañas. También hay otros ocios que practican los chicos en los fines de semana, como perderse, alegres en las rocas que están bajo el cantil y buscar bígaros de formas caprichosas en las piedras de calas tan recónditas que solo podréis allí llegar por los caminos y sendas que os ofrezcan mayor riesgo.

No importa que el otoño haya arrancado los cantos de las aves, de mañana, rompiendo, con sus voces, la penumbra que juega con las últimas estrellas, porque hay belleza aquí, donde las nubes recorren las alturas de los cielos, amenazantes siempre, caprichosas, dispuestas a arrojar otra tormenta. Y el pueblo sigue siendo tan hermoso como en la primavera, cuando encienden los campos su hermosura y los pesqueros se admiran con frecuencia en lo lejano, manchando el mar azul con sus colores, tan raros como vivos, tan lucientes como el color del alba cuando llega con un destello dulce en la mirada. Ha vuelto ya el momento de dejarse por fin al ejercicio de las piernas, de recorrer los campos y los montes, de divisar el sol en lo lejano desde que el alba arranca, y ser dichoso corriendo los caminos del concejo, las sendas, los caminos, los cantiles, llevando, en previsión, el chubasquero.

Tal vez en otro tiempo era más dado que hoy día a esas temibles caminatas, que no es capricho mío ser prudente, sabiendo que los años van corriendo, que pesan en las piernas y en el pecho, por lo que es bueno hacerse el humildito, sin demostrar valor en demasía, buscando, de momento, rutas cortas. De modo que, sacando del recuerdo de las que ya hice antaño, se me ocurre volver a repetir ese trayecto, que muestra el mar en toda su hermosura, llegados por la vera del paseo, que arranca, desde el pueblo hacia Coyanca, para perderse luego entre los prados y ver crecer los raros eucaliptos.

No son pocas las cuestas del paisaje, por lo que toda calma es conveniente, merced a las durezas de las muchas pendientes inclinadas que se encuentran, mientras, al caminar, se lleva un ritmo que no hay que abandonar, pues toda marcha nos pide un ejercicio mesurado, mas nunca interminable al peregrino. Me fueron conocidos, ya en la infancia, lugares tan recónditos que, a veces, parece uno perderse por los cuentos, leyendas y patrañas que las viejas contaban, junto al fuego, en otros siglos, hablando de las brujas de los pueblos, de sus hechizos raros y su magia, capaz de hacer que vuelen por los aires. Entonces iba yo con los amigos a recoger castañas, cada viernes, por más que son tempranos los ocasos, si va mediado el tiempo del otoño, y es justo recogerse pronto entonces, que así lo quieren esas buenas madres al darles a sus hijos las meriendas envueltas en papeles de cocina.

En cambio, la batalla es ya distinta, siguiendo, a mi capricho, esos instintos que llevan a los cuentos y leyendas que cuentan las ancianas pueblerinas con ojos más escépticos y sabios, quién sabe si, tal vez, menos románticos, cuando, parando a alguno, en pleno campo, me gusta conversar unos instantes. Un sábado cualquiera es buen momento para partir en busca de aventuras, oyendo el curso casi alborotado de fuentes y arroyuelos del camino. A veces son regueros, solamente, mas la costumbre quiere hacerlos ríos según cuentan las gentes de los pueblos que aguardan nuevas lluvias este otoño.

Cabalgará de nuevo el conde Olinos, y lo verá la mora que, en la fuente, callada, espera al bueno de don Bueso, que ignora que es la hermana que robaron los moros para Pascua, en primavera, si espera a su marido Catalina sentada en el laurel que ella tenía, no lejos de la casa, tras la guerra…

Es tierra bella y sabe a romancero la vasta pradería carreñense, que cuenta con bastiones orgullosos allí donde la piedra se hace muro: si en ella no hay castillos, a lo menos, se pueden divisar torres rendidas al peso de la edad desde el Medievo, guarida de mochuelos y de zorros. Y el Torruxón de Yavio es como un símbolo de lo que hay de perenne o bien de efímero, dormido entre las hiedras que lo cubren, de la que caminando, se divisa, como un árbol de formas regulares, acaso coronado por almenas, en actitud guerrera, tras milenios, vestigio de otras épocas pasadas.

La paz de estos lugares no recuerda los tiempos que admiraron con asombro las luchas de las gentes más osadas, cruzando las espadas con bravura, ni el grito de la guerra, siempre fiero, que consagrado a rudos espatarios, bañó esta zona idílica de sangre, de fuerza, de coraje y de grandeza. Y quién recuerda, en fin, aquellos nombres de gentes linajudas que forjaron la historia de estos campos singulares, de las veredas dulces que camino, si, al cabo, no han quedado más vestigios que torres orgullosas y casonas de hidalgos que ostentaron sus escudos sobre sus altas casas palaciegas.



2010 © José Ramón Muñiz Álvarez
"Viajes por Carreño"