Poemario 'Desde el fondo del jardín'
Cuando yo era niño,
la vida era esperar un durazno maduro,
que anunciaba su llegada
para los últimos días de Febrero.
La vida era esperar
un viejito pascuero que casi nunca vino,
porque mi casa no tenía chimeneas.
Era esperar que en noches de tormenta,
cuando el viento hacía nudos,
y amarraba los techos,
y arrancaba como un chiquillo malo
tirándole las mechas a los árboles,
cuando la lluvia zapateaba
hasta apagar la luz.
Esperar... algún cuento de bandidos,
esperar un mate de leche al lado del brasero,
esperar con horror galopante,
el final de la historia del degollado
que salía a los caminos
a pedir que le cosieran el cogote.
La vida era esperar a que siguiera lloviendo,
y al día siguiente despertar
sin tener que ir a la escuela,
arroparse, y poder seguir durmiendo.
Entonces,
todo se volvía maravillosamente interminable.
El día estaba lleno de detalles.
La sopita de pan en el tazón de leche,
una caja con trocitos de madera,
para hacer una camita nueva al gato de la abuela
mirar por la ventana, y siempre llueve.
(Ahora llueve en puntos,
los puntitos engordan,
se pegan, se hacen hilo.
Cuando alcanzan el techo,
cada hilito se convierte en aguja
cada agujita en clavo,
cada clavito en cristal.
Está lloviendo espeso,
dan ganas de ayudarle,
de salir a zapatear al lado de la lluvia,
derramarse junto a ella
de dejar la nariz pegada al vidrio;
pero las narices son tan desobedientes,
y enamoradizas.)
Yo,
me hubiera querido camuflar con el vidrio,
y espiar de la lluvia
sus polleras incontables,
pero siempre ganó el olor del pan caliente,
amado y amasado en las manos de mi madre,
regalando su esencia encima de la mesa.
Porque en aquellos días,
todos los sueños estaban permitidos.
Porque lo real y lo absurdo,
eran harina de una misma masa,
eran puntos del pliego de peticiones
de la misma oración,
y la oración también era esperar.
Y esperar,...
era la vida en ese entonces...