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"Ballesteros de la tarde" (segunda parte)

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Ballesteros de la tarde
 
Para Pilar Muñiz Muñiz
 
Soneto XVII
 
       No pudo con la luz siempre lozana
La muerte, al arrancarle, con despecho,
El tiempo de la vida, sin derecho,
Más claro que la claridad temprana.
       La tarde se besó con la mañana
Y en muerte se tradujo sobre el pecho
La sombra silenciosa que, al acecho,
Tan fatua pareció primero y vana.
       Dejó, como si fuera una sortija
Cuajada de luz bella y señorío,
La joya de su amor y su ternura.
       Cariño hizo su ser extenso río
Que, al dar al mar su llanto, aunque lo aflija,
La ausencia de su voz y su dulzura.
 
La tarde de verano
 
       Corrió, lenta y tranquila,
La tarde de verano,
Llevando a sus jardines
La luz que la alborada
Dejó, con sus pinceles, en un cielo
Alegre y cristalino, azul y claro,
Como lo son, a veces,
Los cielos de las tardes que el estío
Regala a los mortales
Que esperan la caricia de la brisa.
       Corrió, lenta y tranquila,
La tarde de verano,
De un sábado cualquiera
Que derramó, vicioso,
El tiempo con sus prisas, sus apuros,
Llevándose a la nada
El fuego de la vida bulliciosa
De aquel semblante enfermo,
Que a duras penas pudo darse cuenta
De que se iba agotando
Como las hojas de una flor marchita.
       Corrió, lenta y tranquila
La tarde de verano,
Llevándose con ella
La luz del alba clara
Que pude hallar aún, bella y valiente,
Donde sus ojos claros y tranquilos
Callaron al silencio su agonía,
Al aire y al espacio,
Cuando las horas tristes del crepúsculo
Quisieron retrasarse,
Sabiendo que era en vano su tardanza.
 
Soneto XVIII
 
       Desde que el hielo hiere su cabello
Y llena de granizo su hermosura,
Desde que azota el viento su blancura
Y mancha en él el alba su destello,
       Desde que se hace el banco algo más bello
Y bella aun más parece su ternura,
Desde que su sonrisa es la dulzura
Y dulce es su mirar sobre su cuello,
       Desde que ya su voz, ayer risueña,
Se esconde en el silencio de la nada
Y desde que su risa ha enmudecido,
       En vano aguardo yo la carcajada,
En vano la mirada de que es dueña
Y en vano de su voz otro sonido.
 
Soneto XIX
 
       El oro del sol bello que renace
Al alba que se arroja en mil cascadas,
La plata que desatan las heladas
Y el sol riega de luz que las deshace,
       La noche que contempla el desenlace
Que al traste da con todas sus celadas,
La llama que rompió las madrugadas
Donde del astro rey la yegua pace,
       La estrella temblorosa que lo mira
Desde la altura bella de los cielos
Y, tímida parece que suspira,
       Ya no verán sus ojos, por los velos
Cubiertos de ese sueño que respira
La muerte que en su piel calzó deshielos.
 
El pecho dolorido
 
       El pecho dolorido,
Vencido, derrotado,
Cansado de la ausencia
Que llena, en el recuerdo, tu memoria,
Quisiera ser el vuelo
Del águila atrevida,
Buscándote en la altura
De los atardeceres que se siguen.
Son ellos silenciosos
Cuando, al llegar la noche,
Se esconden las estrellas
Que vieron, en invierno, tu partida,
Al tiempo que las luces
Del cielo se apuraban,
Manchando el horizonte
Del oro más hermoso y encendido.
       Y, en ellos es más puro
El sueño de alcanzarte,
De hacerte nuevamente
Destello en la retina emocionada,
Cobrando de la muerte
La risa más hermosa,
El gesto cariñoso
Que en tu mirar febril se repetía.
Tal vez las ilusiones
Dispersen hoy las brumas
Y dejen que mi vuelo
Te alcance más allá de lo pensable,
Buscando, en lo lejano,
El ángel silencioso
De tu mirar tranquilo,
Sereno como el brillo de dos soles.
 
Soneto XX
 
       Tejió el dolor suspiros silenciosos
Alzando el filo fuerte de su espada,
Cortante como suele la nevada
Llenar de hielo montes espaciosos.
       Tejió el dolor suspiros donde, hermosos,
Vencer pudieron, antes de la helada,
Sus labios una larga madrugada
Que, a media tarde, trajo sus reposos.
         Y se apagó la lumbre donde bella
Más clara pareció que el sol luciente
Su mágica pupila, clara estrella.
        Cedió la vida y fuese lentamente,
El feudo abandonando y la querella
Que defender no pudo débilmente.
 
Soneto XXI
 
       No olvidarán jamás su risa tierna
Aquellos que con gala recibieron
Su gracia, al contemplarla, y la quisieron
Igual que ella los quiso, alma materna.
       El llanto los conduce y los gobierna,
Callado pero firme, pues supieron
Sin lágrimas llorarla y lo tuvieron
Como un dolor discreto, herida interna.
       Y yace ya, mas tuvo ayer más vida,
La rosa más templada y más ligera
De cuantas vio la tierra, allí dormida.
       Será el sueño morada, aunque severa,
De su sonrisa dulce y atrevida,
Al apurarse triste dondequiera.
 
Soneto XXII
 
       La hierba dormirá herida en el suelo
Y pasarán los osos la invernada,
Y, triste en el silencio de la nada,
El mundo será niebla bajo el cielo:
       Podrán buscar las aves otro suelo
Dormido en los secretos de la helada,
De nuevo impertinente, y la nevada
El bosque harán de blanco terciopelo.
       No quedarán más rosas ni más flores
Que al campo den su vida como antaño,
Ni el sol verá en la tierra más colores.
       En cambio, no fue el viento quien el daño
Dejó impreso en tu rostro y los temores:
El beso fue estival, mediando el año.
 
Soneto XXIII
 
       Rozar no pudo el hielo limpio y duro
De aquella madrugada con empeño
La aurora que, llenándonos de ensueño,
Corrió feliz y rápida en su apuro.
       Rozar no pudo el cielo el aire puro
Al verla despertar a un nuevo sueño
Ni darle su mansión, de la que dueño
Dejó un corcel hermoso pero oscuro.
      Al viento irá su voz, irá su aliento,
Cruzando, con la tarde los espacios
Que duermen ya la calma de su suerte.
       Será ilusión su voz en un momento
Y luego será sueño en los palacios
Del aire de la nada y de la muerte.
 
Soneto XXIV
 
       Robaron la ambición de un sol valiente
Que quiso derramarse con la vida,
Que, abriendo del crepúsculo la herida,
Corrió por los paisajes sanamente.
       Robaron su color, que, reluciente,
Del sueño despertó al alba dormida,
Llamándola al lugar donde, escondida,
También se derramó como una fuente.
       Robaron un sol claro de altos vuelos,
Su gracia, su belleza, su hermosura,
Así como la luz la madrugada.
       Robaron los colores de los cielos,
Sus claros, sus azules, la hermosura
Que pronto diluyeron en la nada.
 
Soneto XXV
 
       Rindióse el sol y, muerto en su torrente,
Dejó volar su luz, que, ya sombría,
Las brasas entregó a la noche fría
Para ocultar después su bella frente.
       Desfalleció y rindió el bastión valiente
La vida que en sus ojos se encendía,
Sabiendo que moría con el día
La fuerza de su espíritu doliente.
       Murió la brisa suave y la mañana
Vistió el color callado del olvido,
Tras el coral febril que se hizo oscuro.
       Mas ya faltaba el brillo que, lozana,
En su mirar buscó, si ya vencido,
El aire que al rozarla fue más puro.
 
Soneto XXVI
 
       Lucero hizo el color que hirió una estrella
Brotando en las antorchas con holgura,
Para, al llenar un vuelo de ternura
Y luz, dejarla arder y arder en ella:
       Más clara pudo herir la luz más bella
Con su puñal de sol y de hermosura,
Que el cuarto iba llenando de blancura
Quién sabe si la muerte o una querella.
       Más clara pudo herir, y hacerlo pudo
Con besos traicioneros y engañosos
Que el aire vicia si se queda mudo.
      Así Pilar los ojos aún hermosos
Cerró al aire fatal, aire desnudo,
Pincel sin luz de versos mentirosos.
 
Soneto XXVII
 
       La luz cubrió su pelo y tornó helada
La magia del cabello que igualaron
Las nieves que su frente dibujaron,
Y el tiempo con su rauda pincelada.
       Torrentes de alegría en su mirada
Recordarán los años que volaron,
Y el brillo que sus ojos alumbraron
Como el color que vierte la alborada.
       También su risa bella se ha apagado
Como un suspiro triste de mañana
Que lento muere dado al aire cierto.
       Su pelo bello fue, si bien nevado,
Y en su mirar hallé la luz temprana
De la niñez febril trocada en un desierto.
 
Soneto XXVIII
 
       Las llamas de la antorcha que prendías
Con gana, en tus mirares perezosos,
Del alba los corceles orgullosos
Negaron cuando más los encendías.
       La luz que te envidió cuando los días,
Quién sabe si enojados o envidiosos,
Corrieron de la vida silenciosos
Añora ya la llama que tenías.
       Silencio es tu mirada donde sueña
Con gozo del sosiego en un retiro
Que la hace ser del cielo entero dueña:
       Silencio es tu mirada o es suspiro
Que gime y se lamenta o se despeña
Sobre el espacio en blanco de un papiro.
 
2008 © José Ramón Muñiz Álvarez
“Las campanas de la muerte”
Segunda parte: "Los ballesteros de la tarde"
Todos los derechos reservados por el autor.
 
José Ramón Muñiz Álvarez
(Breve reseña)
 
José Ramón Muñiz Álvarez nació en la villa de Gijón y sigue residiendo en Candás (concejo de Carreño). Su infancia transcurre de manera idílica en dicho puerto, donde pasa su juventud hasta el término de sus estudios. Licenciado en Filología Hispanica y especialista en asturiano, vive a caballo entre Asturias y Castilla León, comunidad en la que es profesor de Lengua Castellana y Literatura. Su afán por las letras y las artes lo ha llevado al cultivo de la poesía. Es autor de varios libros, de los cuales ya ha dado a conocer "Las campanas de la muerte", aunque en una tirada modesta.
"Las campanas de la muerte" es una obra que consta de tres poemarios:
 
1-. "Arqueros del alba", dedicado a su abuela materna, Dolores Menéndez López.
 
2-. "Ballesteros de la tarde", dedicado a la abuela paterna, Pilar Muñiz Muñiz.
 
3-. "Lanceros del ocaso", dedicado a uno de sus tíos: Gervasio.
 
El poemario demuestra el extraordinario vínculo del poeta con sus abuelas, en un momento delicado: el del fallecimiento de las mismas. Es indicativo que el libro se escribiese en tres tandas, las dos últimas muy seguidas. Las partes del libro datan de diciembre de 2005 a enero de 2006, primavera verano de 2007 y enero de 2008.
En este tipo de poesía se recurre a las estrofas más tradicionales, con dos únicas excepciones de verso libre. Además de un romance, las demás estrofas son silvas blancas, espinelas y, sobre todo, sonetos.
 

Fuente: "Ballesteros de la tarde" (segunda parte)
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Autor: Jose Ramon Muñiz Alvarez
03/11/2010
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