Publicado en el ABC Cultural el 9/1/1998
El año nuevo es época de proyectos e ideales. Un argumento ético cada vez más frecuentemente utilizado pretende que cada individuo es libre de hacer lo que quiera mientras no afecte o dañe a otros. Con independencia de que las fronteras entre lo que afecta o no a los demás puedan ser trazadas nítidamente, el argumento es falso si pretende ir más allá del ámbito jurídico y político para invadir la moral. Hemos vivido las últimas décadas bajo la apoteosis de la inclinación. Uno debe seguir sus inclinaciones, la pulsión más fuerte, su arbitrio, su deseo, sin más limitación que la prohibición de dañar a otros. Sólo el temor al dolor es más fuerte para nosotros que el amor al placer. El deber parece ser la quinta rueda del carro de la moralidad, un adorno inútil e inservible. Y, sin embargo, el olvido de los deberes y de los ideales sólo puede producir el envilecimiento del hombre y la degradación de la moral.
El ámbito de la moral no se reduce a la esfera de la conducta que afecta a los derechos o intereses de los demás. La moralidad clásica hablaba, con razón, de la existencia de deberes del hombre para consigo mismo. Es preciso distinguir entre el derecho y la moral. No todo lo jurídicamente permitido es moralmente lícito. La moral impone deberes allí donde el derecho se detiene y permite. El principio que obliga a no dañar a otros no puede aspirar a agotar todo el terreno de la moralidad ni a empujar a los hombres a perseguir los ideales. El esfuerzo callado del ciéntífico o del creador, la lucha contra la miseria y el sufrimiento humanos, el desarrollo de las propias capacidades, entre otras conductas, no pueden ser exigidas ni impuestas por los demás, pero no por ello dejan de ser elevadas tareas morales.
La moral no consiste sólo en un conjunto de estrictas prohibiciones, sino en una invitación a transformar nuestra vida, incluso su régimen cotidiano. Por eso decía Wittgenstein que si realmente fuera posible escribir un libro sobre ética, ese libro transformaría nuestra vida como un todo. Cabría decir que apenas hay acto humano irrelevante moralmente. La moral es entrenamiento, ascesis, camino de perfección, y no mera abstención de causar mal a otros.
Quizá pronto asistamos a un renacimiento de los deberes y los ideales, después de la apoteosis de la inclinación y de la búsqueda de la felicidad en la satisfacción de las pulsiones. De él depende la superación de la crisis moral, de la que padecemos sus consecuencias mientras no se nos ocultan sus causas. El renacimiento del deber entraña el final mismo del minimalismo moral. Y a los mejor nos acercamos de paso a la felicidad ausente y anhelada.