Sin ninguna duda los Juegos Olímpicos enganchan, y muchas veces enseñan. Me he pasado gran parte del puente aplaudiendo la gesta de Nadal, entusiasmada con la hombrada de Llaneras, feliz con el ejercicio del Gustavo Deferr, ilusionada con la Ruano y la Medina, impresionada con los regatistas Iker y Xavier, en fin como una forofa más, junto a mi tele de última generación, tratando de empujar a estos auténticos fuera de serie merecedores de todo tipo de elogios. Pero hubo alguien que me llenó, me emocionó, me conmovió, me enseñó, y a la que desde luego quiero dedicarle esta líneas: Marta Domínguez. ¡Impresionante! Resulta que esta chica de Palencia, sí sí de la Palencia de aquí, recia como su Castilla y León del alma, luchadora como todos sus ancestros, con el señorío de su propia Tierra, luchaba por una medalla en una prueba infernal, creo que eran tres mil metros obstáculos, y muy cerca ya de conseguir tan ansiado botín, pues va y se cae. Cualquiera, con los genes de una persona normal, se hubiera desesperado tras perder una oportunidad sin duda única, hubiera maldecido, jurado y perjurado, echado la culpa a cualquiera, después de haber luchado durante cuatro años en pos de ese momento, pero esta mujer, con mayúsculas, sin enseñarnos ningún reloj para cobrar un pastón, sin mostrar el logotipo de esa marca para la que no hay imposibles, o sin beber el refresco de moda, todo ello previo paso por caja, se manifestó con una grandeza que solo pueden tener las campeonas. ¡Todavía sonreía! Yo que estaba desolada, con el corazón en un puño y con una angustia propia de los que somos vulgares, veía a esta mujer como si nada hubiera pasado mostrando un fair play que jamás había visto a nadie en similares circunstancias. ¡Qué ejemplo! ¡Qué grandeza! Desde luego otros, con mucho mérito, han ganado las medalla pero para mí la más grande has sido tú: Marta I La Grande.