
Oyó un cacareo intenso seguido por unos ladridos de perro. Luego fue un viento corto y una polvareda amarilla.
-Se volvió a salir Dandy-, dijo Celina mirando por la ventana y dejó sobre el poyo de la cocina la arepa que estaba armando. La mujer era gorda y alta, mucha mujer para el marido que tenía, decían.
-¡Dandy!, ¡Dandy!-, gritó Celina en la puerta y sus ojos rastrearon el patio buscando al perro. –Ahí estás, maldito-, murmuró y se frotó las manos. El perro, uno de esos criollos de pelo corto y amarillento, metió la cola entre las patas y buscó un rincón. La mujer se acercó a él y le dio una palmada en el hocico. “Eso no se hace, eso no se hace”, dijo, y Dandy bajó la cabeza y miró hacia una mata de bifloras. En el otro extremo del patio, las gallinas picoteaban el piso.
-Vamos a tener que conseguir una jaula para encerrarlo-, dijo la suegra de Celina, que apareció en el patio. Era una mujer pequeña, canosa, con el pelo recogido y unas piernas muy anchas y siempre enfundadas en medias de lana. Cuando habló de la jaula, se colocaba el delantal. Tenía un estómago grande y redondo, de muchos partos.
-¿Una jaula? Y quién dijo que el perro era un tigre-, dijo Celina. -Lo que necesita es que esas gallinas no se le pongan en el camino-.
-Pues se le pondrán a menos a usted le críe esa marrana-, contestó la suegra.
Celina odiaba las gallinas y cada vez que tenía que matar una y desplumarla, maldecía. Y las odiaba más ahora que estaba embarazada y sabía que después del parto tendría que comerse cuarenta. Muchas veces vomitó pensando que se comía las gallinas crudas. Por eso había comprado una marrana, diciendo que era mejor tener cerdos que gallinas y que además daban más plata. Pero la marrana tenía el vientre cerrado y ya había desaprovechado cuatro montadas.
-Esa marrana no sirve para nada, es como mi marido-, dijo por lo bajo Celina y la suegra alcanzó a oír algo.
-¿Qué pasa con Herminio?. La suegra puso las manos en jarras. Detrás de ella se veía un campo verde, un cielo azul, tres casas blancas y unos chorritos de humo subiendo.
-Qué es como las gallinas, señora, cacarea y corre. Mire a los demás hombres. Todos están trabajando mientras mi maridito duerme-. Celina entró en la cocina y atizó la leña del fogón. Estuvo mirando las llamas un rato y luego tomó la arepa que estaba armando. Tenía la cara roja. Afuera, la suegra arreaba las gallinas hasta el patio de atrás.
Mientras desayunaban, la suegra le dijo a Celina: “Usted sabía con quién se iba a casar, así que no se altere y aprenda a llevar la carga”.
-Es que ya no resisto. Mire la hora que es y sigue durmiendo-. Celina le dio un pedazo de arepa a Dandy. El perro la tomó en la boca y se acomodó bajo la mesa.
-Si usted no fuera tan impositiva...-. La suegra tomó un pedazo de queso y lo mordió con cuidado. –Le quedó muy bueno este queso-, dijo y sonrió. En esas sonó de nuevo el cacareo de las gallinas. –Ya se levantó Herminio-, dijo la suegra y se levantó para preparar el café.
-Si me dice que el desayuno no está bueno, grito-, dijo Celina. Sus manos grandes buscaron el pocillo con chocolate. –Y le echo a Dandy para que lo muerda-.
-Grite, mija, y échele el perro-, contestó la suegra. Celina se llevó el pocillo con chocolate a la boca, pero antes de beber comenzó a reírse. Afuera las gallinas seguían cacareando. “Le deben estar picando los pies a ese infeliz”, pensó la mujer.