Ayer mientras caminaba por una calle de la ciudad de regreso a casa pude ver una de esas situaciones que producen un cambio, un pequeño destello en la conciencia que nos indica que eso es especial y también lo es el fijarse en ello.
Un señor de unos casi sesenta años y con buen aspecto que me recordó a mi padre, pedía dinero en la calle, sentado contra la pared de un edificio sin molestar, algo se podía leer en un trozo de cartón una simple frase rezaba: ayúdenme por favor.
Yo no lo ayudé y me consta que mucha de la gente que por ahí pasó tampoco lo hizo, muchas de esas personas ni siquiera sentirían un poco la tristeza.
Una niña de unos cuatro años fue directamente hacia el señor con la mayor de las sonrisas pues el hombre pedía ayuda y ella se la tendía sin reservas, ya se podía sentir humana pues le había ayudado: Le había dado una moneda y le había recordado como era el calor de una sonrisa que también alimenta, pero a la esperanza.
No sabía aquella niña al mundo que salía, no sabía de lo injusto, de la pena, del dolor, no tenía ni idea de la tristeza y sin embargo sabía más de ella que cualquiera de los que estábamos alrededor.
En ese momento me preguntaba yo cuando era que dejábamos de ser así, como una niña de cuatro años, que no podía dejar de sentir toda la tristeza del mundo reflejada en una persona que lo pasa mal y pide ayuda.
Me preguntaba como éramos capaces de seguir con nuestras vidas, como vestidos con la indiferencia más cotidiana no llorábamos porque esas cosas eran normales.
Si no lo sentíamos de verdad, si realmente nos daba igual esa persona como tantas otras nos importan poco y poco importará su sufrimiento sería entonces mejor que revisáramos nuestros principios y basamentos éticos, cívicos o como cada cual los quiera llamar en pos de aprovechar al máximo las virtudes del género humano aunque a algunos les dé por relativizarlas.