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Una historia como otra cualquiera

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Nací un dos de febrero del año dos mil diez, pero ese es un día que, obviamente no recuerdo, bueno, casi no recuerdo. Está bien, tengo vagas sensaciones pero no lo recuerdo en absoluto. El primer recuerdo de mi infancia es el olor a café y mermelada que había siempre en casa de mi abuela. Recuerdo también las largas tardes de verano de mi niñez y lo que disfrutaba jugando en la playa, bañándome, comiéndome el bocadillo lleno de arena con el refresco de cola o el zumo de naranja. Recuerdo que el cielo era infinito y el mundo era maravilloso e inmenso.

Sobre todo me encantaba anochecer en la playa, ver como el sol se ahogaba en el horizonte de fuego. Y, después de eso la noche daba paso a las estrellas y mi abuelo me contaba que estas eran los caramelos de los ángeles, y que colgaban del techo del firmamento. Me decía que cualquiera que pudiera ir allí podría saber todos los secretos del universo. Por eso tal vez siempre me sentí tan fascinado por el espacio y siempre andaba fantaseando con aventuras siderales y otras galaxias pobladas de extrañas criaturas. De pequeño solía ser muy imaginativo.

Siempre inventaba cosas, tratando de saber el por qué de todo; cómo entraba la gente en la tele o quién hablaba desde dentro de la radio. A mi padre no le hacía mucha gracia que diera rienda suelta a mi imaginación, y siempre andaba riñéndole a mi abuelo para que no estuviera “metiéndome pajaritos en la cabeza”, como él solía decir. Pero a mí me encantaba estar con él y oír sus historias; historias sobre una guerra que él vivió, sobre amigos marineros, sobre tipos que habían llegado al polo norte o a la cima del Everest… Nunca entendí porqué le trataban como si hubiera perdido el juicio y fuera alguien inútil o innecesario.

Mi padre siempre se mostró inflexible en cuanto a ello. Me decía: “ya vas siendo mayorcito para perder el tiempo con esas estúpidas historias que tu abuelo te cuenta ¿no crees?” “El abuelo cuenta las mejores historias del mundo”, le contestaba yo. “¿Historias? ¿Y para qué sirven? Lo que tienes que hacer es aprovechar tu tiempo, que eres joven y puedes hacer muchas cosas provechosas…” “¿Cosas provechosas?” Desde que el hombre es hombre, se han contado historias, de toda clase: tristes, alegres, de intriga, de terror, de aventuras… Cuando el hombre deje de contar historias dejará de ser hombre y se convertirá en cualquier otra cosa.

“Tonterías” Sentenciaba mi padre siempre. Desgraciada e inevitablemente mi abuelo murió. Y no había nadie más que me contara historias. ¡Me sentí tan solo y desamparado! El aburrimiento y el hastío invadieron mi vida. Pero entonces los encontré a ellos, a los libros. En ellos encontré historias tan magníficas… Por ejemplo, conocí la historia de Alicia o la de Ulises. Conocí al comandante Kirk y la de don Alonso de Quijano. Conocí a Hall 9000 y a Bilbo. Conocía a Moby Dick y a Toro Sentado. Conocí también lugares mágicos: la Atlántida, el planeta Marte, las tierras medias, el fondo del mar, el país de nunca jamás… Resultó emocionante.

  Mi madre me observaba y me decía que por qué me aislaba y me sumergía en esos libros, y yo le respondía que no me aislaba, que al contrario, que me expandía a través de ellos. Entonces ella me sonreía sin comprender. A mi padre, le reventaba verme leerlos con tanta voracidad. Me preguntaba por qué no era normal, como los otros muchachos y yo le respondía que no quería ser como los otros muchachos que se pasaban todo el tiempo tratando de hacerse los gallitos delante de las chicas, hablando cosas de las que no entendían o soñando con ser estrellas del futbol, que a mí esas cosas no me interesaban.

  -“A ver, ya es hora de plantearse qué quieres hacer con tu vida”. Me dijo una vez mi padre.

 -“Solo quiero vivir mi vida plenamente. Disfrutarla”

 -“¿Disfrutarla? Pero querrás ser algo de mayor ¿no?”

 -“No lo sé. Escritor o astronauta, o mejor, un astronauta escritor”

 -“¿Astronauta? ¿Escritor?”

 -“O tal vez inventor”

 “¿Inventor? Déjate de tonterías. Tienes que pensar en un trabajo de verdad, algo provechoso, que puedas ganar mucho dinero, que te sitúe bien. Abogado, médico, empresario, informático… Eso en caso que seas buen estudiante. Si no, al menos una profesión que tenga demanda… no sé, carpintero, electricista, mecánico. Algo en lo cual veas el fruto de tu trabajo”.

 Como era habitual, mi padre y yo nunca estábamos de acuerdo. Entonces comencé a escribir historias, y a inventar cosas. Lo de astronauta pronto lo deseché. Yo tenía una idea demasiado romántica y alejada de la realidad en cuanto a eso. Tal vez el astronauta del futuro fuera una especie de marinero interestelar que salte de planeta en planeta y descubra galaxias gracias a un “motor de curvatura” o algo así, pero ahora mismo es solo un señor muy valiente que tiene que prepararse hasta la saciedad y que tiene que ser muy inteligente y constante para pasar la mayor parte de su vida participando en pruebas de simulación o haciendo exámenes para estar algo de tiempo en una misión espacial en la cual tiene que acatar en todo momento las órdenes de unos tipos que están en tierra, sentados en sus despachos coordinando la misión, sin ninguna opción para la intuición ni la iniciativa personal.

Escribí historias. Historias cortas e historias largas. Historias encantadoras e historias terribles. Historias del pasado, del presente y del futuro. Las escribía en cuadernos, a veces con bolígrafos o con una pluma y aún algunas con lápices. Y un día cogí docenas de esas historias y me fui a un editor:

 -“Buenos días”

 -“Buenos días”

 -“Traigo historias”

 -“¿Historias?”

 -“Sí, historias. Se supone que aquí editan libros con historias ¿no?”

 -“Sí, pero…”

 -“Pues traigo muchas historias, creo que para un par de libros al menos”

 -“Pero joven, así no es como…”

 -“Está bien, ¿puedo ver al mandamás, el jefe, el director, presidente o quién sea?”

 -“¿Se refiere al señor Incrédulo?” Es nuestro editor.”

  -“Sí, sí, a ese”

  -“Pero, ¿Tiene usted cita?””

 -“No, no tengo”

  -“Lo siento, sin cita no puede atenderle”

  -“Pero, ¿Acaso esto es la consulta de un médico?” Dígale que estoy aquí, por favor”

 -“Lo siento señor, me temo que…”

En ese momento el señor Incrédulo sale de su oficina con otro tipo, con el cual se queda hablando durante cinco minutos y lo despide amablemente.

 -“El señor Incrédulo ¿verdad? Traigo historias, muchas historias.”

  -“¿Quién es usted?”

 -“No importa quién soy. Pero lo que sí importa es que puede que mis historias le gusten”. Le enseño mi bolso.

 -“¿Qué quiere decir?”. Se acerca y le abro la cremallera, mostrándoles muchos cuadernillos repletos de letras, con una letra bonita y legible, eso sí.

 -“Lo siento joven, pero resulta del todo imposible”.

 -“Pero son buenas historias”

 -“Dejando a un lado que tiene que hacernos llegar el material por los canales estipulados, solo trabajamos el formato digital…”

 -“Tal vez mis historias le fascinen”.

 -“Eso del papel escrito ha quedado desfasado y obsoleto. Pase su material a formato digital y entonces veré qué podemos hacer ¿De acuerdo?”

 -“No lo entiendo” Me quedo algo estupefacto. “¿Es más importante el formato que el contenido?”

 -“Relatos escritos a mano, en cuadernos… ¡Qué anticuado!”

Así que entonces entendí que mis historias no estaban hechas para este mundo. Salí a la calle y comencé a regalar mis cuadernos a quién quisiera leerlos, sobre todo a los niños, que todavía conservan esa maravillosa ingenuidad y esa extraordinaria capacidad de imaginar cosas; en ellos permanece la pureza y la intuición que una vez tuvo el ser humano y que hace mucho perdió.

Una vez me senté en un banco que había frente a un escaparate lleno de televisores y, la ociosidad de estar allí sentado viendo tantas cosas me hizo reflexionar sobre cómo era el mundo. Nunca había tenido ganas ni paciencia de sentarme enfrente a ver imágenes y más imágenes, porque siempre me había preguntado “¿Quién puede perder su valioso tiempo sentado frente a un aparato que no hace otra cosa que escupir violencia, estupidez y cosas grotescas que distorsionan la realidad y pueden idiotizar a gran parte de sus consumidores?”

Tengo que confesar que lo que vi me dejó perplejo. Nunca imaginé que el ser humano pudiera ser tan vil y egoísta, que pudiese ser capaz de cerrar los ojos ante aquello que no les gusta y les resulta lejano e incomodo. Entonces comencé a maquinar sobre algo que ayudara a superar esa tremenda diferencia entre las personas, que permitiera que hubiera más igualdad en el mundo, menos sufrimiento, que le diera más oportunidad a los necesitados y desamparados. Hasta que por fin di con la solución, o, al menos creí hacerlo: “el dinero virtual”.

Eso es algo que todo el mundo puede tener; no exige nada especial, tan solo engrosar con un par de ceros un papel, una simple casilla de una formulario de una cuenta bancaria. Así, con tu tarjeta de dinero virtual podrías satisfacer tus necesidades más básicas y, no solo eso, comprarte una casa, un coche o hacer aquello con lo que siempre hayas soñado. Y si alguien no se hiciera cargo de sus pagos ¿Qué importaría eso? Al fin de al cabo no es dinero real, tan solo bastaría con sumarle unas cifras en la cuenta virtual del acreedor.

 Contento como estaba, llevé este asunto hasta las más altas esferas. No sé si lo recuerdas, pero fue un asunto muy sonado. Todo el mundo puso el grito en el cielo. Gente que estaba a favor y gente que estaba en contra. Y se llevó al parlamento. Entonces se levantaron voces críticas, muy críticas diría yo. Se rasgaron las vestiduras. Solo las voces populares se alzaron en mi favor, las voces de tantas millones de personas insignificantes e invisibles.

 “Eso desestabilizaría nuestro sistema. Las clases menos pudientes se equipararían con las más pudientes formándose un caos de dimensiones impensables, -y, entonces ¿Qué ocurriría?”

 “¿Cómo puede darse crédito a tan absurda idea? Ese dinero no existiría, es imposible e inviable.”

 “Metan en la cárcel a ese revolucionario que solo trata de derrocar al sistema.”

 “No podemos permitir que eso ocurra porque si todos tuvieran acceso a las mismas oportunidades , si todo el mundo pudiera tener sus necesidades básicas cubiertas; si ellos pudiesen igualarse con nosotros, el mundo ya no sería mundo, estaría todo al revés, porque desde que el mundo es mundo ha existido el pobre y el rico, el explotador y el explotado… Así se sostiene y se ha sostenido siempre nuestra economía.”

 Bueno, esos son solo un par de ejemplos de lo que se dijo. Yo acabé dando con mis huesos en el calabozo por agitador y sedicioso.

 Después de eso decidí aislarme del mundo. Me puse una mochila a la espalda y me dediqué a viajar de acá para allá. Conocí sitios ocultos, escondidos, algunos preciosos y otros grandiosos e infinitos. Conocí también el hambre, el frío, la escasez, la soledad… Fue realmente estupendo, mientras duró. Las autoridades me detuvieron y me advirtieron que no podía continuar con ese tipo de vida, que podría ser una mala influencia para los demás. 

“Usted vive muy bien sin responsabilidades, como un vagabundo, yendo y viniendo, de acá para allá, no creando ningún vínculo con la sociedad, resultando totalmente improductivo para esta, un verdadero parásito. Ya sabe que ese es uno de los peores delitos que alguien pudiera cometer, penado con un castigo que ni siquiera le gustaría imaginar”, me dijeron. Así que decidí abandonar, intentando no imaginarme cuál sería ese castigo.

Comencé a reflexionar sobre la condición del ser humano y derivé preguntándome en si habría vida en otros planetas y, de ser así, si serían igual de mezquinos como los seres humanos o habrían evolucionado hacia un tipo de mentalidad más constructiva y progresiva. ¿Serían como nosotros? ¿Mejores? ¿Peores? Entonces me puse a investigar el asunto. Revisé cientos de expedientes secretos. Entrevisté a gente que decía haber sido testigo de naves extraterrestres e incluso haber sido abducidos por ellos. Fui a los llamados “lugares de encuentro”. Traté de no dejar un solo cabo suelto. Y llegué a la conclusión de que habían estado por aquí, observándonos, ocultos, investigándonos, conociéndonos. Pero no sabía si aún lo hacían o habían partido hacia sus planetas de origen. Así que inventé una máquina de comunicación sideral.

“Amigos alienígenas ¿Estáis ahí? Soy un humano anónimo que quisiera saber cosas sobre ustedes. ¿Sois como nosotros o sois diferentes? No me refiero físicamente. ¿Habéis conseguido superar el egoísmo? ¿Seguís entre nosotros o ya os habéis ido? ¿Pensáis ayudarnos? ¿Daros a conocer tal vez? ¿Por qué nos habéis dejado a nuestra suerte? ¿Pensáis volver? ¿Cómo podemos cambiar? ¿Qué tenemos que hacer para cambiar? Por favor, les ruego me contesten”

Estuve un año entero mandando este tipo de mensajes sin respuesta alguna. Entonces pensé: “¿Cómo es posible que unos seres tan avanzados puedan mostrarse tan maleducados y descorteses?”. Lo cierto era que me costaba aceptarlo. Entonces caí en la cuenta de que tal vez no estaban recibiendo el mensaje de una forma clara y precisa. Este planeta resulta tan saturado de emisiones y ruidos, de satélites espía y de sondas meteorológicas, tan cargado de contaminación acústica, con todo eso de la aldea global, la información y la interacción en tiempo real, que no era descabellado pensar que mi mensaje se perdiera entre millones de señales mezcladas y que no pudieran descifrarlo. Entonces me colé de polizón en un transbordador espacial que iba a hacer la ruta hacia la estación espacial ida y vuelta en tres meses. Desde el espacio envié el mensaje.

“Estamos aquí, siempre lo hemos estado. Sois una especie interesante pero contradictoria, y, sobre todo inexperta y destructiva. No nos hemos puesto en contacto por muchas razones, sobre todo porque no pensábamos que eráis una especie inteligente, siempre matándoos unos a otros, acabando con los recursos de vuestro extraordinario planeta, perdiendo vuestro potencial en memeces destructivas como fabricar armas para acabar con el mayor número de vidas y ese tipo de cosas.

En un principio, incluso creímos que erais una especie de nocivo virus que lo infectabais todo tan solo por una cuestión de naturaleza genética y nos planteamos el tema de exterminarnos de la faz de este planeta, pero nos dimos cuenta, tras una exhaustiva investigación, que solo erais una especie más de las que viven a lo largo y ancho del universo pero tan destructivas como el peor virus conocido, con la única diferencia que estos no pueden actuar de otra forma. Eso nos impide entrar en contacto con vosotros. Es cuestión de simple y pura sensatez.”

Eso me hizo perder la escasa fe que tenía en el ser humano. Al tiempo que regresaba a la tierra, mientras flotaba como una mota de polvo a la deriva, reflexioné sobre ello, y esa gran verdad me dejó “KO”. Por cierto, me pillaron y estuvieron durante media hora dilucidando qué iban a hacer conmigo, si abrir la escotilla y dejarme por allí o llevarme a tierra y encerrarme en un calabozo. Gracias a que decidieron lo segundo. Fue genial la experiencia.

Estuve un tiempo sin saber cómo enderezar mi vida ni qué rumbo darle hasta que por fin decidí casarme, más que nada para darle un nuevo sentido a esta. Formé una familia, con dos hijos, un perro, una pequeña casa y ese tipo de cosas. El verme sujeto a esa rutina diaria, el trabajo, los problemas, las facturas, el llanto de los niños, las discusiones con mi mujer… fue matando mi espíritu, o tal vez forjándolo, no lo sé. Lo único que sé es que ya no me sentía ese niño que buscaba la magia en lo cotidiano y lo eterno en lo efímero. Fue un proceso muy duro. Aprendí lo que era el sacrificio, lo que era la abnegación, el altruismo.

Me dejé engullir por mis propias inquietudes. Perdí la noción de mí mismo. Renuncié a mis sueños. Me transformé, muté. Me convertí en un tipo gris, preocupado, vulnerable… Fue así por muchos, muchos años. Durante ese tiempo mi mujer me abandonó. Un día, sentado en el parque, unos veinte años después, sentí la necesidad de ser ese tipo emprendedor, ingenuo e inexperto que antes era. Quise recuperar mis ganas de investigar, de divertirme, de saborear la vida, de intentar lo imposible, de saltar al vacío. Y, mi vida, poco a poco, fue recuperando ese brillo, ese color que había perdido. Comencé a leer de nuevo, a jugar a cosas absurdas, a imaginar tonterías estupendas, a ponerlo todo en duda, a contar historias, a soñar despierto, en vez de estar siempre quejándome o chismorreando o verlo todo negro y sin salida. Pero a mis hijos eso no les gustó:

 -“Papá, tienes edad para comportarte con sensatez, como un hombre de tu edad.”

 -“Papá, ya no eres un niño ¿Por qué te empeñas en comportarte como tal?”

 Mi hijo me puso frente a un espejo y me dijo:

 - “¿Qué ves ahí? ¿Un niño o una persona mayor? No eres ningún niño ¿Lo ves?”

 -“Sí, sí, sí”, le contesté, “mírame, estoy rejuveneciendo. ¡Mira! ¡Vuelvo a ser un niño!”

 - No sé lo que el espejo le enseñaba a él. A mí me enseñó una persona nueva, casi desconocida, más joven y dinámica.

Mis hijos pensaron entonces que estaba desvariando. Que el peso de la vida me había oprimido el alma. Que estaba perdiendo el norte. Ellos habían entrado en lo que puede llamarse “la absurda rutina de la vida”. Sé lo que es eso. Es hacer lo que los demás quieren que hagas. Es asesinar al niño que hay dentro de ti. Es aceptar la premisa de que eres uno más en el engranaje de la máquina, que no eres singular. Es olvidar tus sueños. Aniquilar la magia que hay dentro de ti, tu propia imaginación. Conformarte con el rol que te otorgan los demás. Ser solo un número, una estadística. Ser engullido por la máquina...

Por eso me metieron en este centro. Piensan que estoy enfermo, que estoy senil, demente. Tal vez algún día vean la luz. Tal vez algún día puedan ser tan valientes como capaces de ser felices. Después de todo lo entiendo. Es difícil desintoxicarse, sacarse fuera todo el veneno del enrarecido aire que respiramos. No sé lo que ocurrirá a partir de aquí. ¿Seguiré rejuveneciendo? ¿Volveré a hacerme mayor de nuevo? ¿Seré capaz de inventar algo que cambie de una vez por todas a las personas? No lo sé y tampoco me preocupa. Todo ocurre por alguna razón. Solo hay que tener paciencia.

Mientras tanto, seguiré contando historias, tal como hoy os he contado mi historia. Al final puede que todo tenga algún sentido. Puede ser que lo necesites como yo lo necesito. O puede ser que sea algo absurdo, sobre todo buscarle sentido o el porqué. Alguien dijo una vez: “Todo es relativo” Pero alguien también dijo en otra ocasión: “be wáter, my friend” Ya veremos lo que nos tiene reservado el camino…

Una historia como otra cualquiera

Una historia como otra cualquiera

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Fuente: www.myspace.com/fanchisanchez
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Autor: Francisco Sánchez
Enviado por fanchisanchez - 25/11/2011
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