Irrumpió al igual que una tormenta de verano en mi clase silenciosa y aplicada. Su cabello castaño caía como una cascada loca sobre su nuca, sus hombros. Sus ojos negros, descarados barrieron con desdén el aula en busca de un sitio para sentarse. Sus labios carnosos, demasiado pintados descubrían unos dientes acostumbrados a morder la vida, los corazones inseguros.
Tardé unos minutos en situar en mi pasado este rostro lleno de ira, de rabia. Sabía que esta joven pertenecía a una parcela de mi vida.
Cuando tiró con desdén sobre el asiento sus pinturas, sus folios, recordé la niña mal educada que dejó abandonada en un sillón la muñeca que le regalé. Era la misma niña-mujer que aplastaba con unos ojos sin piedad al mundo que la rodeaba.
La conocía desde hacía muchos años. La vi crecer . El día de su quince cumpleaños, al abrir el regalo que tanto me costó conseguir, me lanzó una mirada asesina que me produjo escalofríos por todo el cuerpo. Entendí cuando quitó el papel de los demás paquetes que una muñeca de porcelana italiana, no era lo mas adecuado para una quinceañera.
Echó la muñeca sobre un sofá y corrió hacia el jardín de la casa donde le estaban esperando sus amigos. Por la noche, advertí que la triste muñeca seguía en ese rincón del salón. Los encajes, puntillas y bordados de sus atuendos me hicieron entrever que yo no pertenecía a este mundo, ni al de los que me rodeaban. Mi mundo dependía de mi trabajo, de mi arte, de mis manos.
Me quedé pensativo y extrañado al descubrir que la quinceañera y sus amigos, escondidos detrás de unos árboles, con mucho desvelo, entre besos y caricias, bebían y fumaban lo que hasta ese día yo creía era atributo de los mayores. En mi mente no cuadraba ya el recuerdo de las rodillas heridas por una caída , y los muslos desnudos acariciados por un muchacho con la cara llena de granos