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"Nely"

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Nely era una niña pequeña de mofletudos cachetes sonrosados, delicados labios carmesí y un generoso cabello trigueño que le caía como un manantial sobre sus gráciles hombritos de muñeca. Pero de su rostro, lo que más destacaba eran sus enormes ojos de gacela, de los cuales resplandecía una especie de sutil, casi mística luz que fulguraba con mágica vivacidad.
Su mirada era tan diáfana y transparente como el reflejo de la luna llena sobre un cálido lago de aguas límpias.

Pero ella quizás por rubor, por timidez o tal vez por cualquier otro motivo que ahora mismo escapa a mi humilde comprensión, no mostraba su mirada ante los demás; la escondía. La apartaba cuando las personas le hablaban, o simplemente agachaba leve y disimuladamente su cabecita con discreción o reserva.

Por eso su madre siempre le andaba diciendo cosas como: “Nely, hija, eso es de mala educación, mira a las personas cuando te estén hablando...” o “A ver cuando pierdes esa costumbre de mirar al suelo mientras te estoy hablando...” O su padre que solía decirle otras como: “¡Nely, por favor, levanta la cabeza...” o “!Nely, mira a la gente a los ojos, por Dios¡ ¡Debes ir por la vida con la cabeza bien alta...¡ Así que un buen día eso mismo fue lo que hizo. Y lo consiguió sacando de su pecho toda la fuerza de su candidez, así que miró a su querido padre a sus ojos por primera vez.

Quiero decir, los miró no como quién mira sin mirar o como quién observa sin prestar atención, cosa tan habitual en las personas. Le sostuvo la mirada con valentía y amabilidad a la vez. Le escrutó, “escuchó su alma”, penetró dentro de él como un sentimiento furtivo e intenso. Pero he aquí que ocurrió lo increíble. Vio con los ojos de su corazoncito a un mocoso niño rubio que lloraba desconsolado porque su hermano mayor le había quitado la única galleta que le quedaba. No es que lo hubiera visto reflejado en sus iris, ni que aquella especie de revelación tuviera lugar en su mente ni nada parecido, simplemente tuvo la sensación, por un escaso segundo, de ver aquella imagen superpuesta o tal vez intercalada con la realidad... No lo sabía. Se sintió confusa, no supo cómo interpretarlo. Un sinfín de complicadas preguntas se desparramaron por su cabeza como una impetuosa tempestad que lo devasta todo. Su padre la obsevó como ojos afables y le dio un beso en la frente, sin sospechar siquiera su desconcierto. Después le dijo que se fuera a lavar las manos para cenar pero ella no respondió nada, se quedo sentada en el sofá, meditabunda y ensimismada. El se fue a la cocina y comenzó a charlar con mamá y ella quedó a solas con sus dudas.

-¡Vamos! ¡Vamos!- Le apremió su padre un momento más tarde pensando que ella se estaba haciendo la vaga frente al televisor.- ¡A lavarse las manos!

Se levantó y se fue al baño, y desde allí les oyó hablar.

-...Cariño,- decía nuevamente su padre con resignación- creo que no... que no van a darme a el ascenso... Se lo darán a Pedro...- Carraspeó como intentando quitarle hierro al asunto.- Sí, ya lo sé... no hace falta que digas nada... Llevo más tiempo que él en la empresa, tengo más experiencia... y en un principio parecía que yo... bueno, era el candidato ideal para tomar el puesto pero, es qué verás... no sé, quizás ha influido el hecho de que fuera paisano del jefe, o tal vez que... ¡Sí, eso debe ser¡, creo que sus esposas son muy, muy amigas... Ya sabes cómo son estas cosas... Pero te prometo que si de aquí a un año si no consigo ese ascenso, buscaré en alguna otra empresa, he tenido varias ofertas, ¿Sabes?... Soy muy bueno en mi trabajo... Tengo buenos informes... Pero es que... bueno, yo fui uno de los primeros en entrar en la empresa cuando esta se formó... Por decirlo de alguna forma, es un poco mía, y tampoco estamos tan mal...

Nely no oyó a su madre responder, pero se imaginó, casi como si lo estuviera viendo, que ella tan solo se limitaría a mirarlo con resignada estoicidad y aspiraría un soplo de aire mientras cuidaba de que el pescado no se quemara excesivamente. Aunque era un asunto de mayores, Nely creyó entender que tenía que ver algo con la falta de confianza que su padre parecía tener en sí mismo.

Otro día hizo la prueba con su madre. Esta abrió sus luminosas pupilas ante su cándida mirada y el flash fue inmediato. Fue como un repentino fogonazo, como el relámpago de una poderosa tormenta. El destello caló hasta su interior, y a través de él vio la imagen de una mujer madura que fregaba la losa sin parar. Aunque estaba de espaldas a ella, observó que había ínfimos detalles que no coincidían exactamente con la imagen actual de esta. Por ejemplo, su pelo. Este parecía un enjambre de estropajo por lo áspero y despeinado que se le veía, como una peluca mal cuidada. Su piel también parecía más rígida, como apergaminada. Tenía un trasero más esmirriado y unas manos huesudas y consumidas que no hacían sino darle movimiento continuo, casi como si fuera una danza ritual, al estropajo y al cubierto.

No supo que decir. Si bien la otra visión le había desconcertado, esta la había asustado. No es que fuera siniestra ni nada parecido, solo que había algo en ella que le inquietaba. ¿Qué quería decir todo aquello? Ya no solo el hecho de tener la visión, si no esta en sí. ¿Era algún tipo de preludio? ¿Algo malo sobre su madre? Después de reflexionar todo cuanto su ingenua cabecita pudo, se acercó a su madre de nuevo y le dio un beso. Entonces le preguntó, con gesto meditabundo, si era feliz. La madre no supo hacer otra cosa que sonreír, después de unos segundos de pausa por la sorprendente pregunta. “Hija, ¿A qué te refieres?” Fue lo único capaz de responder ante el estupor que sentía dentro de su alma, porque aquello más que una pregunta de su hija había sonado como esa voz interna en lo más profundo de sus entrañas que a veces le había interrogado sobre eso mismo. Era esa misma voz, solo que había sonado desde afuera, de la boca de su propia hija, como un eco infalible de su propia conciencia, cosa que la hacía quizá más conmovedora. Pero con un parpadeo espontáneo de sus ojos se repuso y se limitó a contestarle: “Cada vez que te veo sonreír soy feliz...” Nely no supo si aquello le alegraba o no, es decir, si debajo de esa respuesta se escondía una serie de decepciones y sin sabores que no se atrevía a confesar, tan solo ante sí misma, o si aquello era su idea de la felicidad, o tal vez un poco de ambas cosas. Al instante cayó en la cuenta que su madre esperaba la correspondiente sonrisa y no se hizo esperar más, esta fue como un torrente de arco iris que lo impregna todo de una belleza sublime y divina.

Más tarde lo intentó con algunas de sus amiguitas, pero no funcionó, sin más. ¿Acaso es que aquella especie de don solo funcionaba con un tipo exacto de personas? ¿Tal vez con los que tenían algún lazo familiar? ¿O quizás solo funcionaba con las personas mayores? No tenía forma de saberlo, así que probó con alguien diferente, por ejemplo el señor Recoleto, su maestro. Con él todo fue distinto. Como sintonizar una emisora de radio muy potente. No le hizo falta otra cosa que ponerse frente a él y la magia funcionó. Vio un rincón apartado, un haz de luz tenue que caía sobre un rostro seco e impenetrable que permanecía ensimismado en el baile absurdo y caprichoso de las sombras proyectadas por varias velas anodinas y marchitas. Entonces sintió un frío intenso en todo su cuerpo que le fue invadiendo poco a poco hasta convertirse en una sensación agónica y rutilante. Fue como sentir, de alguna forma extraordinaria e inexplicable, su soledad...

Fue una sensación tan intensa, que unos días más tarde, incluso su madre notó que había algo extraño en ella. Durante varios días estuvo haciéndole preguntas, dándole jugos de naranja, por si tenía falta de vitamina C, haciendo que se acostara temprano, para que pudiera descasar bien, hasta pensó en llevarla al médico, y así lo hizo. Aunque antes de eso, Nely, haciendo gala de un arrojo impropio se decidió a visitarle una tarde, después de las clases. Y allí estaba él, en su casa, a solas con sus recuerdos, intentando superar sus más íntimos y sombríos temores, rodeado de sus fotos, de sus libros y de su desamparo.

“Me siento muy solo”, le djo él, pero Nely se mostró muy confusa. “Ya sé que os tengo a vosotros, pero quizás eso sea lo peor”. Ello lo miró con ojos expectantes. “Cuando te veo a ti o a alguna de tus amiguitas recuerdo a Daisy, mi hermosa hija de ojos azules y labios sonrosados”. El señor Recoleto sonrió como conmemorando algo muy añejo y querido. “Verás, mi hija está en un lugar muy lejano, ahora tiene veinte años... Linda se la llevó cuando se separó de mí, hará unos doce... Hace unos ocho años que no la veo...” Y los ojos del señor Recoleto se empañaron como si un furtivo rocío hubiera emanado de lo más profundo de su corazón. Entonces ella le cantó una triste canción que, de una forma que no supo comprender, le confortó el espíritu, y a partir de ahí surgió una preciosa amistad entre ambos, y ella comenzó a verlo como el abuelo que nunca conoció.

También lo probó con el médico. La “conexión”, por decirlo de alguna forma, fue también bastante fluida. Un cuadro extraño y desconcertante se reflejó en algún lugar de su mente o su corazón. Fue como estar de repente en lo que parecía una especie de industria metalúrgica o algo así. El caso es que la visión consistía en un hombre que permanecía de pie, frente a una gran nave que casi se perdía en el horizonte y de la cual rezumaba un calor casi infernal; un ambiente tan asfixiante y ensordecedor que era tan denso que se podía casi palpar. Había grandes depósitos grises de los cuales se exhalaban ingentes cantidades de vaho cáustico que empañaban sulfurosamente el aire. Y en medio de todo aquel abrasador ambiente había un hombre enfundado en una especie de mono gris y que no paraba de sudar y sudar, mientras intentaba forjar lo que parecía un arma a la antigua usanza, a golpes de martillo...

¿Qué podría significar aquello? Sin duda era algo simbólico, pero ¿Qué? ¿Tal vez el doctor tenía algo dentro que le estaba quemando de tal modo que se sentía como en una especie de infierno en vida? ¿Algún secreto turbio? ¿Algo que le hacía daño quizás? ¿Acaso alguna enfermedad incurable que tarde o temprano comenzaría una inevitable e ingrata cuenta atrás? Se compadeció de él porque sintió esa carga que soportaba, esa aflicción que de una forma u otra le martirizaba. Intentó ahondar más, si acaso era posible. Siempre que había “sintonizado” con alguna de las personas, no había intentado profundizar más en la percepción, en su alma. Pero esta vez lo intentó. Tal vez podría conseguirlo. Pero el doctor reaccionó de forma extraña. Cerró los ojos y por un instante se sobrecogió. Fue como si intuyera, de alguna forma, que alguien estaba invadiendo su intimidad más profunda y secreta. Ambos se miraron y ella se sintió desconcertada. El doctor, aún con esa sensación insólita e inexplicable aspiró un soplo de aire y la miró con expresión inanimada, y poco después dio la visita por terminada y le mandó que se hiciera unos análisis por precaución, porque no veía nada por lo cual preocuparse.

Después de eso, Nely no volvió a probarlo con nadie más, por que comenzó a tener la sensación de ser una especie de visitante furtiva, una fisgona, una indiscreta curiosa o algo así, algo que no sabía determinar pero que no le gustaba. No sabía cómo definirlo exactamente, pero era una sensación inexplicable que le embargaba y que le hacía sentirse incómoda consigo misma. Como si entrara en el alma de la gente sin llamar, sin ser invitada, cosa que seguramente ellos no querrían, porque ella lograba penetrar a lugares ocultos; descubrir sentimientos que ni siquiera ellos mismos vislumbraban, comprendían o reconocían; confidencias, sensaciones que, por alguna caprichosa o tal vez incierta causa que no lograba ni acaso a imaginar, le eran revelados en décimas de segundos, y que a sus propietarios tal vez les costaría años advertir, discernir o acaso ya sabían pero querían ocultar en lo más recóndito de su ser, para que afloraran inevitablemente en los momentos más amargos, más inhóspitos, cuando los fantasmas afloran solo para hacerle sentir a uno lo poca cosa que es, hasta la próxima ocasión, o hasta que uno reúna el suficiente valor como para enfrentarlo, sin ninguna garantía de salir vencedor del envite, si no al contrario, con la posibilidad de convertirse en un perdedor carente de autoestima o un fracasado que no sabe adónde lo arrastrará la fuerte corriente de la vida.

Pero llegó el gran momento. Después de varios días pensando en ello, quiso probar consigo misma. Por una parte era una malévola idea que le martilleaba el corazón porque en realidad no sabía qué encontraría dentro de él, por otra parte una desconcertante verdad que le seducía por la simple razón de que tenía la ocasión de llegar a conocerse un poco mejor a sí misma; era una oportunidad que otros anhelaban y que nunca tendrían. Se sintió privilegiada y desdichada por ello, pero la curiosidad pudo más que el temor y así lo hizo, aún sin saber si aquello funcionaría o no...

Se cuadró frente al espejo cual gladiador que está a punto de saltar a la arena, y alzó los ojos, intentando escrutar la simétrica imagen que ante ella se reflejaba. Observó sus rollizos mofletes sonrosados, sus mesurados labios encarnados y su abundante cabello pardo que le caía como una cascada sobre sus esbeltos hombritos de muñeca. Observó también sus enormes ojos, y se sorprendió al notar esa especie de resplandor espiritual que brotaba con un extraño e inexplicable brillo trémulo que fulguraba desde alguna parte íntima y mágica de su alma. Su mirada le pareció tan diáfana y cristalina que de repente surgió lo extraordinario y vio la imagen de una señora mayor que, tumbada sobre una cama en un rincón penumbroso y solitario de una sosegada habitación, parecía rememorar los instantes más dorados de una vida muy larga y muy intensa, mientras el suero que colgaba sobre la percha metálica que permanecía sobre la cabecera de la cama parecía estar a punto de llegar a su fin. En realidad no había ningún detalle que le indicara que se trataba de ella misma, excepto el brillo de sus ojos de esmeralda y la trémula claridad fosforescente que irradiaban sus ojos, que titilaban como millones de estrellas en una noche despejada... Pero, ¿Quién podía ser si no...?

 

Cuantos años hacía de eso. Más de sesenta. Pero parecía como si hubiese sido ayer. Le dio un repaso a su vida y se dio cuenta de cuántas cosas le habían sucedido. De todo lo que había sufrido, de todo lo que había reído, llorado, sufrido, soportado, de todo lo que había dejado marchar y de las oportunidades que se habían escapado... Unas gotas de límpidas lágrimas surcaron sus mejillas como gotas de rocío en el sereno de la mañana. Se sintió dichosa a pesar de todo. Se sintió de nuevo como esa niña. La quería muchísimo. Quería esos recuerdos, esa sensación de ingenuidad desbordante y dinámica, esa sencillez desgarbada que, con el paso de los años y tal vez con el paso de los avatares de la vida había ido perdiendo tan poco a poco que ni ella misma se había dado cuenta. Recordó lo asustada que se sintió después de intentar fondear su propia alma. Después de eso, ya no había vuelto a usar más su don. Por supuesto, nada fue igual. Aquel momento era inevitable, sí, pero tal vez, en aquel momento, aún no estaba lo suficientemente preparada para enfrentarse a sí misma. El intentarlo no fue lo malo, al contrario, le abrió los ojos sobre sí misma, sobre su universo interior, solo que no supo digerir pausadamente lo que había sentido, que fue mucho más allá incluso que lo que había visto. Como saltarse varios escalones de la vida. Tal vez nadie esté preparado para ello. O tal vez no era la persona adecuada, quizás ese don debió habérsele dado a alguien más fuerte. El caso es que esa imagen se incrustó en su cabeza y esto no le fue de ninguna ayuda, porque con el paso de los años y cuanto más lo sopesaba, mayor era la obsesión en cuanto a esto, tanto así que le absorbió la vida hasta tal punto que nada de lo que le rodeaba tenía la importancia suficiente como para apartarla de su abstracción. La vida llegó a renunciar a ella del mismo modo y al mismo grado que ella renunció a la vida, y así, un buen día de verano, comprobó que su chispa había desaparecido cuando se sorprendió llorando ante una antigua foto de cuando todavía sentía ganas de vivir.

Necesitó mucha ayuda, muchas consultas, muchos fármacos, muchos momentos de reflexión, muchas horas de falta de sueño, para superar su “depresión aguda”, tal como la había denominado su psiquiatra, y simplemente lo enterró, así sin más. Después de todo, ¿Qué más daba? Morir, tenía que morir, como cualquier ser humano. Aquella visión no quería decir nada. En realidad, ninguna de las visiones quiso decir nada en concreto, al menos, en ese momento así se lo parecía. En verdad, tampoco aquella visión había sido tan terrible... No era una visión siniestra, ni que denotara sufrimiento, un poco melancólica quizás, tal vez un poco triste... pero, ¿Quién no se ha sentido solo y desamparado alguna vez? Peor fue el caso del señor Recoleto, por ejemplo, él sí que se había sentido solo... Se sonrió al recordar aquel afable hombre. “¿Dónde estará el pobre señor Recoleto?”- pensó para sus adentros, aunque sabía que hacía muchos años había muerto. ”Ojalá estuvieses aquí”, musitó esta vez con una voz apagada y serena.

Así que optó por borrarlo de su mente, de su cuerpo, de sí misma, como si eso fuera posible. Y con el devenir de los años consiguió eludirlo, al menos en ocasiones. Y su vida fue un gráfico lleno de curvas, de altibajos, de momentos buenos, regulares y malos; de momentos felices, amargos y monótonos, como suele ocurrirle a casi todo el mundo. Fue en ese periodo cuando conoció a su marido, y más tarde cuando llegó a tener un hermoso niño que en realidad no se parecía en nada a ella cuando era pequeña, un niño que le ayudó a superarlo todo, a centrarse en otras cosas, a experimentar de nuevo esa llama interior, esa especie de combustible que hace que avancemos en la corriente de la vida y que no nos quedemos mustios y solitarios en un pobre y desolado rincón de la travesía. Tanto fue así que incluso llegó a olvidar parte de su pasado, o al menos el origen de todo, por eso y por algunos agrios avatares de la vida, como la muerte de su marido, como la cronometrada e inexorable llegada de la vejez y los numerosos, molestos e inevitables achaques que esta carga consigo en lo que se convierte en un pesado lastre para un ánimo cansado que llega a sus días postreros. Pero la imagen de esa niña encantadora y enigmática había vuelto a su cabeza casi por sorpresa, inundando su cuerpo de una vitalidad espontánea y valiosa. Fue entonces cuando supo comprender que la imagen que ella había visto tantos años atrás no era la imagen de una mujer amargada, solitaria, cabizbaja e insatisfecha. Al contrario, era la imagen de una mujer entrañable, luchadora, perdedora a veces pero muchas otras ganadora, una superviviente neta. Pero comprendió que había perdido muchas oportunidades en el transcurso de su viaje, por miedo, por indecisiones, por terceras personas, por falta de confianza, tal vez por falta de ver el horizonte con claridad, a pesar de estar delante de sus propias narices. Pero hay cosas en la vida que se transforman en una neblina pesada y envolvente que no dejan vislumbrar el lugar de destino. Como un barco que navega a la deriva. Intenta salvar los escollos que podrían hacerlo zozobrar, pero tampoco su capitán se atreve a fijar el rumbo deseado hasta que la fuerza del sol disipe esa niebla traicionera que incrementa, si cabe, los propios temores interiores.... solo que esa niebla siempre permanece, en menor o mayor escala, como si fuera eterna. Pero en el caso de la vida real, el único sol que es capaz de evaporarla es una misma, el único motor capaz de generar la energía suficiente para vencer esa bruma, es el propio esfuerzo, las ganas de vivir, de caminar, de caerse si es necesario, de no conformarse, de rebelarse al destino, el estar consciente de lo afortunada que se es por tener lo que se tiene...

Entre un mar de infinitas olas de pensamientos, recuerdos y reflexiones, surgió la figura de la pequeña María, entrando en la penumbrosa habitación como si de un visitante furtivo se tratara. Su delicada y tierna sonrisa de seda dio paso a una especie de llave que abrió su corazón de par en par.

-Hola, mi amor, ven siéntate aquí a mi lado.

-Hola abuela.- Su voz sonó con la delicadeza con que la brisa mece las hojas de los árboles.- ¿Cómo estás?

-Ahora muy bien. Cuando vienes a visitarme siempre me siento bien.

-Pero a veces estás malita, abuela.- Su vocecita angelical sonó casi a reproche.

-Sí, pero es que a veces mi cuerpo se rebela contra mí, como si se resistiera a continuar... Como las viejas locomotoras que terminan desgastadas y deterioradas de tanto tirar de los vagones; pero en mi corazón es como si entrara un soplo de aire fresco cuando vienes a verme...

La pequeña María se abalanzó con suavidad sobre su abuela y esta la abrazó con toda la delicadeza del mundo, como si su nieta fuera una valiosa muñeca de porcelana. Después le besó afablemente en la frente Por un momento ambas cruzaron la mirada en una especie de abrazo visual. Y entonces ocurrió lo inesperado. Hubo una especie de luz inmaterial y volvió a ocurrir, después de tanto, tanto tiempo. Y ella volvió a verse a sí misma, volvió a ver sus ojos verdes, su pelo revuelto, sus mofletes carnosos... Se miraba en un espejo, un espejo que hacía décadas había olvidado, una mirada que hacía años había extraviado... Se vio a sí misma y se dio cuenta que aún permanecía algo de esa niña dentro de sí, en lo íntimo de su ser; aún podía percibir el olor a pan tierno y recién tostado, aun podía degustar las sabrosas cañas de azúcar, aún podía oír la voz de su madre cantando o la de su padre leyéndole cuentos...

-¡Abuela! ¡Abuela!- María se sintió perturbada, no solo porque a ella también se le había hecho partícipe de esa extraña visión, sino porque había sentido como ella se había sobrecogido por un instante y había comenzado a llorar con gotas cristalinas y luminosas.

-¡Amor mío ven aquí¡- Y la volvió a abrazar de nuevo, solo que esta vez con más intensidad, con toda el vigor que su exhausto y debilitado cuerpo pudo reunir.- No te asustes... si lloro es de alegría, si tiemblo es de satisfacción... Sé que me has visto... He podido sentirlo... Después de tantos años he podido sentirlo de nuevo... Esa niña que has visto era yo, cuando tenía tu edad...

-Pero abuela...

-No tienes que asustarte de nada...- dijo con voz fulgurante, como sintiendo que tenía una nueva oportunidad, aunque en realidad sabía que esa nueva oportunidad pertenecía a su nieta, pero, ¿Qué más daba? En ella también había una pequeña parte suya que permanecería indivisible, y eso le emocionaba y le consolaba.- A mí también me ocurrió... cuando era muy pequeñita... Quizás cuando una es tan pequeña su alma sea tan pura que sea capaz de penetrar en el alma de los demás... no lo sé...- Dijo esta vez casi hablando consigo misma, como pensando en voz alta.

-Pero ¿Qué es abuela?

-Ojala lo supiera cielo. Imagino que un don. Realmente no lo sé. Un don muy valioso porque te permite ver el verdadero ser interno de la gente que te rodea, tanto de los que te quieren como de los que no... Puedes ayudar a mucha gente, si te lo propones puedes hacerlo, por eso es un don. Recuerda siempre que cualquier cosa que te permita ayudar a los demás es un don... ¿De acuerdo?- María asintió mientras permanecía absorta en sus palabras, mientras comenzaba a descubrir un mundo de infinitas posibilidades, que quizás era la fase más confusa pero más fantástica de todas.- Solo una cosa, cielo, llegará el día que querrás hacerlo contigo misma, y debes hacerlo, pero solo cuando estés preparada para ello, no antes ¿De acuerdo?

-Y ¿Cómo lo sabré abuela?

-Simplemente lo sentirás. Y sea lo que sea lo que veas, nunca sientas miedo de lo que te depare la vida ni de ese don que se te ha concedido, nunca, ¿De acuerdo? Siempre sigue adelante y nunca trates de esconderte de la vida, enfréntala y piensa que siempre tienes la oportunidad de aprender y de disfrutar ese momento insignificante pero irrepetible. Aprovecha las oportunidades que esta te brinde, siempre, aprovéchalas.- María aceptó dubitativamente y su abuela sonrió, derrochando de nuevo esa vitalidad contagiosa que antaño le había hecho un ser especial.- Ya sé que quizás ahora no lo entiendas, pero recuerda estas palabras, nunca las olvides... Algún día te serán de gran ayuda.

-¡María! ¡Oh vamos María! Deja a la abuela descansar.- Su hijo entró en la habitación con pasos pausados, como intentando hacer el menor ruido posible.- Abuela está enferma y debe descansar.

-Vamos hijo, esta es la mejor medicina... Acércate, quiero darte un beso.- Y eso mismo hizo. Fue un beso tan dulce y tan intenso que le pareció como si su madre estuviera despidiéndose de él. Realizó una espontánea mueca abstracta como apretando los labios y la observó por un instante con ojos lánguidos.- Y ahora tu María-. Hizo lo mismo- Gracias por todo... Os quiero...

-Nosotros también mamá.- Un instante de un silencio acogedor les envolvió.- Bueno, ahora debes seguir descansado. Dentro de un rato volveré para mirarte el suero y para darte los medicamentos, ¿De acuerdo?

-¿La abuelita tiene que dormir?- Preguntó la niña de dulce sonrisa y su padre asintió, sintiendo algo extraño y melancólico en su corazón, pero incapaz de expresarlo, tal vez porque ni él mismo lo había comprendido o aceptado aún.

-Sí, cielo ahora tengo que dormir...

Y con esas palabras ambos salieron del cuarto contemplando el afectuoso rostro de Nely, su apacible expresión, pero sobre todo, la serena luz diáfana y angelical que emanaba, como diamantes rutilantes, de sus eternos y mágicos ojos esmeraldas...

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 



Fuente: http://es.scribd.com/
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Autor: Francisco Sánchez
Enviado por fanchisanchez - 23/07/2012
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