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Mi peor enemigo

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El señor Gutiérrez cruzó la calle. Ya apenas podía caminar. Se sentía ahogado. Inevitablemente cruzó por delante de una cristalera y vio reflejada su silueta. Comenzó a llover, repentinamente. En un par de segundos sus cabellos empapados se deslizaron a través de su frente como serpientes. Miró a su alrededor y vio a la gente como aligeraba el paso, intentando huir del aguacero. Él no tenía ni fuerzas ni ánimo para hacer lo mismo. En vez de eso se contempló de nuevo en el reflejo del cristal.

- Ese no soy yo, no puedo ser yo...- Pensó mordiéndose los labios.

Tenía tan solo cuarenta y cinco años y parecía un viejo de ochenta. Y esabarriga grande y ampulosa... Le nacía hacia adelante como si estuviera embarazado. Sus brazos gordos, sus piernas hinchadas, su cara mofletuda... Se vio allí y se sintió ridículo. Recordó cómo era antes. No pesaba más de setenta kilos, un par de kilos por encima de su peso ideal, pero, al menos, tenía un físico aceptable, unos ojos graciosos, un ánimo dispuesto... Pero esa obesidad repentina, exagerada, extraña, había hecho de él unacaricatura... Su cuerpo se había rebelado contra sí mismo, hinchándose como un balón, convirtiéndole en un ser grotesco. Así, al menos, era como él se veía. Se rio de su propia estampa y continuó caminando con pasos pesados, empapado en sudor y malhumorado, hacia la consulta del endocrino.

-Estoy harto de todo.- Se dijo poniendo cara de auténtico enfado. Caminó a zancadas cortas y pesadas, abriéndose paso entre la gente como un dinosaurio entre ovejas, tropezando con todo el mundo, apartando a las pobres mamás que traían a sus hijos de la mano, a los viejos jubilados, a los ocupados ejecutivos, a los jóvenes ociosos, que protestaban malhumorados ante su carencia de cortesía. Dobló la esquina intentando huir de todo ese maldito gentío que le rodeaba con impertinencia, le observaba insidiosamente y que se reía de él, de su aspecto.

- ¿Qué miráis?- Gritó ofuscado.- De repente salió de suestado de perturbación subjetiva para comprobar que la gente solo pasaba a su lado mirándole extrañada únicamente por su conducta enajenada e irracional.

Avergonzado y triste se fue de allí y se metió en el primer lugar que encontró, intentando ocultarse del mundo. Entonces comprobó sorprendido que estaba en una farmacia. ¡Dios, lo que faltaba! Y allí enfrente estaba labáscula electrónica, mirándole como a un pobre desgraciado.

- ¿Deseaba algo, señor? – Le preguntó una atenta joven desde detrás del mostrador.

- No, bueno, sí, solo voy a pesarme, gracias.- Dio un paso al frente preguntándose cómo se le había ocurrido aquella

“feliz” idea, y se subió al escalón de esta mientras se percataba con el rabillo del ojo que la delgada chica le observaba con una expresión ridícula, como si se burlara de él.- “Maldita sea, céntrate”- Se dijo con firmeza tratando de combatir esas majaderas ideas que le martirizaban.

Sabía el procedimiento de memoria. Insertó la moneda y esperó un ratito a que la máquina procesara toda la información. La ranura expelió el papelito con todos los datos pertinentes. Sus ojos enfocaron lo que realmente le interesaba. Estatura: 1,70. Peso 74 kilos, índice de grasa corporal 22%.

- ¿Cómo le salió, señor?- Le preguntó la dependienta, en un alarde de excesiva y fastidiosa amabilidad, según Gutiérrez interpretó, y se interesó en los resultados. Normalmente le habría contestado con una sutil ironía o con una brusca grosería para indicarle así que no necesitaba su ayuda, pero en esta ocasión se dejó llevar por un falso interés en conocer su opinión al respecto, aunque no la necesitaba, porque resultaba evidente, pero antes que pudiera rectificar o cambiar de parecer le alargó el recibo y esta lo miró detenidamente, un par de veces. En principio no se atrevió a decir nada, solo le miró algo incómoda. Él se la devolvió expectante y ella le dijo con cierto apuro; “no se preocupe, tal vez la máquina este averiada..., no sé”.

- Claro.- le contestó Gutiérrez y se largó de allí de nuevo

Sintiendo que el mundo se le venía encima.-¡74 kilos¡ ¡74 kilos!,si peso menos de cien kilos soy cura... 22% de grasa corporal, las ganas, no hay más que verme, parezco una boya...- Miró entonces su reloj, le quedaba una media hora para llegar a la consulta del endocrino. Para relajar ese estrés y matar el tiempo entró en una cafetería y pidió un café con leche, un bocadillo y un pastelito que, por cierto estaba delicioso.

La doctora lo recibió con sonrisa despistada. Bajo sus cuadradas gafas caídas, se escondía un rostro enjuto y comedido, que le dio una tibia bienvenida, mientras soportaba con fastidio su expediente. Después de leerlo a la velocidad de la luz le dio un repaso de arriba abajo, creyendo entender que era esa clase de obeso que además se había convertido en mentiroso compulsivo.

- Muy bien señor Gutiérrez, suba a la báscula.- Le indicó con más temor que otra cosa. Eso mismo hizo.

La doctora deambuló varias veces a su alrededor mientras sus cejas se arqueaban en un claro indicio de desaprobación. Hizo la medición de su estatura, lo pesó y lo sopesó, musitando varias veces el vocablo “bien” que Gutiérrez sabía que quería decir cualquier cosa menos eso.

- Bueno, como sospechaba, ha aumentado su volumen, pero el aparatejo este debe haberse estropeado, porque no está marcando bien... Su cintura ha aumentado en cinco centímetros desde la última vez que le controlé... El metro sí que no engaña- La doctora se bajó las gafas aún a riesgo que se le escurrieran por la nariz hacia abajo, (cosa que no ocurrió, por supuesto) y le dedicó una mirada inquisidora.- Óigame, señor Gutiérrez, no puede continuar así, está aumentando en vez de disminuir. Si no sigue la dieta...

- Doctora, yo...

- Sí, ya sé, no me lo diga...

- No, pero en serio, estoy...

-Vamos a ver, señor Gutiérrez, si nos entendemos. Está usted atentando contra su salud. Eso sin contar el dinero que se está gastando, por no decir el tiempo que me hace perder...- Gutiérrez bajó la cabeza resignado.- Le elaboré una dieta perfecta para usted. Según el programa, debería haber bajado entre tres y cinco centímetros, y, al contrario, los ha subido...

- No le miento, doctora.- Gutiérrez no pudo soportar el correctivo. Algo dentro de él se sublevó. Estaba harto de dar por sentado lo que los demás suponían.- Le digo que he seguido su dieta a rajatabla, bueno, menos hace un rato que me comí unos pastelitos, pero fue porque me volví a pesar y me dio rabia... He subido de peso después de todos los sacrificios. No le miento. Me preocupa bastante. No es lógico. Y creo que no tiene nada que ver con los hidratos ni las grasas ni nada de eso, debe de ser una alguna enfermedad nueva...- Gutiérrez le había dicho la verdad. Durante un par de meses se había aplicado religiosamente a la maldita dieta, había salido a caminar casi todos los días unos cuarenta y cinco minutos, tanto así que incluso prefirió ir caminando a su consulta, pero la doctora puso cara de ratón y le miró con disgusto e incredulidad.

- Sí, claro, todos decís lo mismo. A ver si me lo trago. Esto es como las matemáticas, señor Gutiérrez. ¿O me va a decir que dos y dos no son cuatro? Lo mismo tengo que ir a la facultad de nuevo para aprender. Verá, mucha gente se engaña a sí misma. No digo que usted lo haga, pero debería poner un papel al pie de la nevera y apuntar todo lo que “chasca”; se sorprendería, se lo aseguro. Bueno, pase por esta vez ¿de acuerdo? Entréguele los análisis a la chica de la recepción y coja cita de nuevo para el próximo mes.- Su tono cargante y sarcástico se transformó sorprendentemente en una voz calurosa y hasta maternal.- Buenas tardes señor Gutiérrez.- Este se levantó como impelido por un resorte, sin decir todo lo que le hubiera gustado decirle.- Fuerza de voluntad, recuerde, que es por su bien, Adiós.

Gutiérrez salió de allí abatido. Estaba harto de todo. Siempre era él el culpable, nadie entendía que lo que le ocurría no era normal.

- Dos y dos son cuatro, dos y dos son cuatro...- repitió en tono de burla. Estoy harto de médicos y de dietas. Esto no es normal, no es normal...- Siguió caminando a lo largo de la calle abatido y malhumorado.

Caminó un par de pasos en dirección a la estación del metro. Estaba cansado. Su mente daba vueltas y más vueltas. Unos pasos a su espalda por fin le sacaron del trance. Miró hacia atrás y no vio a nadie. ¿Acaso no le estaban siguiendo? Hubiese jurado que sí. “Vaya, ahora resulta que soy un neurótico,” se dijo y continuó. Diez pasos más, quince, veinte. Oyó de nuevo unas pisadas ágiles que le acompañaban. Caminó lentamente y después más rápido. Los ecos continuaban. Tuvo una idea. Siguió con toda normalidad hasta doblar la acera. Después sonrió satisfecho de su ingenio. Ahora cogería “in situ” a quién le perseguía, seguramente tratando de burlarse de él. Por un segundo se mantuvo agazapado tras la esquina y luego, “zas”, asomó su cabeza con ligereza tratando de sorprenderle, pero allí no había nadie. Se quedó mosqueado. ¡Allí no había nadie! Pero había jurado que... Se giró para continuar su camino y entonces un rostro grotesco y enjuto se le apareció de repente como un fantasma y le asustó, justo delante de él, arrancándole una exclamación espontánea y recelosa.

- ¡Ja, ja, ja!- ¿Qué te pasa? ¿Te he asustado?

Gutiérrez le miró disgustado. Era un tipo viejo con una descuidada barba gris, un sombrero de paja, una camisa hawaiana que discrepaba con un pantalón pirata negro y unos viejos botines de tela roja. El viejo llevaba un maletín gris en una mano y un reloj en la muñeca derecha. Fue un detalle que le llamó enormemente la atención, sobre todo porque parecía que estaba roto.

- Pero, ¿qué le pasa amigo, está loco o qué?- Al instante se dio cuenta de lo estúpida que era la pregunta.- Sí, claro que lo está.- ¿Qué quiere?- El viejo no dijo nada, tan solo le miró mientras enseñaba los dientes picados y amarillos.- Déjeme en paz., ¿De acuerdo? Déjeme en paz.- Se dio media vuelta y siguió su camino, pero el viejo chiflado continuó siguiéndole. Al principio Gutiérrez no le hizo caso, armándose de paciencia y pensando que el tipo se cansaría y se iría, pero al final resultó que tenía menos paciencia de lo que creía. Volvió a girarse a él.- Oiga, loco déjeme en paz, ¿De qué va? Está bien, ¿Qué quiere? ¿Un poco de dinero para un cigarrillo? Tome, tome- y sacó de su bolsillo unas monedas de poco valor y se las dio. El viejo las cogió, las miró con gesto inconformista y se las metió en el bolsillo como resignándose. Gutiérrez continuó su caminata con esa molesta sombra detrás.

- Había una vez una ranita que quería ser la más distinguida de todas.- Continuó el viejo colocándose a su derecha.- ¿Has visto lo que hacen las ranas para impresionar a una hembra? Se hinchan amigo, como un globo. Pues esa ranita quiso conquistar a la hembra más popular y coqueta del charco. – El viejo dio un par de ágiles pasos y se colocó al otro lado, ante la confusión de Gutiérrez, que casi dio un traspiés por quitar su vista de delante de sí.- Nuestro amigo se hinchó, como un verdadero globo de feria. La hembra se quedó deslumbrada. Nunca antes nadie se había hinchado de esa forma para ella. Pero hete aquí que apareció otro bravo macho y se hinchó tanto como nuestro amigo...- El viejo se rio como un demente, enseñando una dentadura deteriorada y desordenada.

- Se inició entonces una feroz competición. Ambos hacían gala de unas facultades extraordinarias. Cuanto más se inflaba uno más lo hacía el otro, igualándole siempre, hasta que el competidor decidió retirarse por que el nivel alcanzado era insuperable, abrumador. Supo que había llegado a su límite y, resignadamente, se largó dando saltitos.- El viejo loco de nuevo volvió a pasar por detrás de él como un niño travieso y se colocó como al principio, en el lado derecho.- Nuestra rana se sintió orgullosa de sí misma, muy orgullosa. Sin quererlo se hinchó un poquito más. No contentándose con ganar el favor y la admiración de la dama, y dándose cuenta que un buen número de ranas se había congregado a su alrededor, de las cuales algunas eran hermosas ranitas también, volvió a hincharse un vez más, para demostrarles a todos su categoría y valor, y se volvió a sentir orgullosa, muy orgullosa, nunca se había visto una rana hincharse de tal forma. Sí, volvió a hincharse una última vez, sí, la última... ¿Te imaginas lo que ocurrió entonces...?- Le preguntó mientras le clavaba el dedo repetidamente en el pecho mientras vocalizaba una especie de onomatopeya que quería decir algo así como que había estallado en mil pedazos.

- Pero, ¿Usted está trastornado o qué? ¿Qué tiene eso que ver conmigo?- Preguntó Gutiérrez ofuscado, deteniéndose.

- Recuerda la primera vez, recuérdala...- Le dijo el viejo señalándole con el índice como si fuera el cañón de un rifle, con ojos misteriosos y semblante que parecía jocoso pero que sin embargo encerraba una expresión ceñuda y disgustada.

Gutiérrez entonces se alejó de él con ganas de perderle de vista. Mientras lo hacía con pasos pesados y aspecto cansado esas palabras rebotaban en su cabeza como una jodida pelota. Ese eco fastidioso atrapó un pensamiento, un recuerdo de hacía muchos meses atrás, cuando estaba porfiando casi acaloradamente un asunto con su mujer y entonces, sin previa invitación, su suegra intervino en la discusión familiar. Ella, su suegra, era una mujer de setenta y ocho años, bajita y algo culona, con pelo ondulado de peluquería, ojos cansados y andar nervioso y deslavazado, pero, desde el principio, desde que la conoció, nunca le había caído demasiado bien, sensación que había ido creciendo con el paso de los años y la convivencia obligada. La veía como una persona obstinada, entrometida y chismosa.

No podía hacer otra cosa que tolerarla y evitarla en lo posible. Como muchas de las personas de esa edad, no tenía estudios, fruto de un pasado difícil y trabajoso, y poseía una concepción de las cosas limitada producto de ello y de una mente desgastada por los avatares de la vida. Le irritaba el hecho de que tuviera que entrometerse siempre esgrimiendo los razonamientos más absurdos y obtusos que nunca había escuchado a nadie. Siempre, siempre que lo hacía, trataba de dar veracidad a sus palabras con algún dicho popular pasado de moda y más primitivo que los dinosaurios, o con tradiciones y supersticiones harto desfasadas. En esa ocasión recordó que, como otras veces, se rió de su opinión con un comentario sarcástico y con la sutil ironía de un toro que embiste, y además disfrutó ridiculizándola de tal forma que la pobre mujer solo pudo sonreír de forma confusa con la amarga sensación de que su opinión era estúpida e indeseada. Entonces recordó lo satisfecho que se había sentido mientras el concepto: “métete en tus propios asuntos, vieja ignorante”, rondaba en su mente como un anuncio de neón. Después de eso, no mucho después ni tampoco inmediatamente, creyó sentir que alguna parte indeterminada de su cuerpo cambiaba, se dilataba, por decirlo de alguna forma. Fue una sensación extraña. Sintió algo hinchándose desagradablemente. Pensó, tal vez de forma ingenua, que había sido el estómago por los gases, así que fue a la farmacia y compró algo para combatirlo, pero, por más pedos que se tiró no dejó de sentir esa leve inflamación que le incomodaba.

Por fin llegó a su casa. Al abrir la puerta se encontró a su mujer tomándose una menta poleo. Ella le dedicó una mirada afable e inquisitiva. Él no dijo nada. Resopló, se quitó la rebeca, le devolvió la mirada con desgana y fue al baño.

- ¿Qué te dijo la doctora?- Gritó ella pero él se hizo el sordo.- ¿Qué te dijo la doctora?- Volvió a gritar ella alongándose hacia adelante, como si eso le hiciera poder gritar más algo. Él tiró de la cisterna para ahogar sus palabras y salió del baño. Se tiró abatido en su sillón.

- ¿Y bien?

- Y bien ¿Qué?- Replicó él visiblemente molesto.

- Bueno, ¿Qué te dijo la doctora?

- Nada, lo de siempre, que voy bien y que siga el régimen.

- Ya- Contestó, y, durante algo así como cuarenta y cinco minutos no volvieron a cruzar palabra, absortos en uno de esos shows televisivos en los que la gente suele contar sus miserias personales.

Se desparramó en el sillón y se durmió como un niño. Y comenzó a soñar. Soñó que caminaba por un hermoso parque y que comenzaba a hincharse como un globo aerostático, y entonces se hacía volátil, ligero, y flotaba agradablemente, como una hoja de papel, y saltaba de un lugar a otro levitando, como sin gravedad, y era muy, muy divertido, pero entonces los botes fueron cada vez mayores hasta ascender alto, muy alto, ante la carencia de gravedad que experimentaba, y esa misma flotabilidad le hizo elevarse irremediablemente hacia las alturas, empujado por una firme y fría brisa, y se alejó del suelo tanto que las nubes eclipsaron su visión, y todo se volvió borroso, infinito e indescifrable...

Llegado a ese punto se despertó sobresaltado, desparramado por los suelos, debajo de su pequeña esposa, que trataba de contenerlo sin éxito alguno.

- ¿Qué, que´...?- Preguntó sobresaltado, dándose cuenta al instante que no era más que un estúpido sueño.

- ¡Cariño...!- Gritó su esposa nerviosa, con ese torrente de voz agudo y penetrante que tanto solía molestarle.

- No pasa nada, no pasa nada...- Contestó el mientras trataba de levantarse, con mucho esfuerzo.- Solo ha sido un sueño, un estúpido sueño, nada más...- Se sentó en el sillón.

- Estás muy nervioso últimamente, cariño. ¿No sería mejor que fueras al psicólogo? Estás obsesionado con eso de la obesidad... Creo que...

- ¡No digas tonterías mujer!- Cortó Gutiérrez bruscamente. –Ya te he dicho que no. Se me pasará. Sí, se me pasará...- Bueno, creo que me iré abajo un ratito.

Y se fue a ocultarse en su rincón predilecto, un sótano pequeño y húmedo que sin embargo era el único lugar donde se sentía a salvo del resto del mundo. Allí era como si el exterior desapareciera. El estrés del trabajo, la antipatía de su suegra, su propia mediocridad, la ingenuidad exasperante de su esposa... todo se esfumaba como por un hechizo extraño y efectivo. Allí abajo, en aquel agujero el universo era regido por otras leyes. Allí podía abrir sus debilidades sin miedo a sentirse mezquino e inútil.

Sí, porque allí una vocecita que en el mundo superior era ahogada, le susurraba al oído sus propias miserias y errores. Pero siempre intentaba distraerla y ahogarla entreteniéndose en su mayor afición, montar maquetas, así que se enfrascaba en su mayor tesoro, sus modelos deportivos de coleccionista, sus buques y sus aviones de combate. Era la única forma de evadir su conciencia, o, al menos ahogarla. A pesar de ello, mientras montaba sus modelos la voz le hablaba insidiosamente sobre sí mismo. Por ejemplo le decía lo mal que se había portado al delatar al jefe quién había sido el que había cometido el error de implementación en la máquina de prensar, o le recordaba su gris y vacía existencia, su insatisfactorio trabajo o lo insulso que resultaba su matrimonio desde hacía ya muchos años.

Le decía también lo estúpido que había sido al perder en un par de ocasiones el ansiado ascenso y lo que anhelaba un despacho propio y subalternos sobre los cuales mandar y apretarles las clavijas tal como le hacían a él. Entonces rememoró el episodio en el cual trató de atribuirse el mérito de un informe ante su jefe, siendo el caso que tanto Yanes como Segarra habían participado en su elaboración. A sus espaldas intentó ganarse algunos puntos de forma sucia y artera diciéndole que había sido el impulsor de la idea y que les había dirigido en todo momento. Había sido, poco más o menos, el corazón de la “operación”, estudiando las necesidades del mercado, y haciendo interesantes aportaciones e ideas innovadoras sobre futuras líneas de maniobra y las directrices a seguir.

Él mismo había creído su propia mentira, convirtiéndose en algo peor que un trepa sin escrúpulos. Se había sentido hinchado después de que el jefe le había dado un par de amistosas palmadas en la espalda, pero al quedar a solas consigo mismo se tropezó casualmente con su imagen al verse justo delante de un pequeño espejo que había en la habitación, y se descubrió desmejorado, desdichado, incluso siniestro. Se dio cuenta de que más de una vez se había atribuido méritos ajenos, había usado malas artes para ganarse puntos y se había comportado como un auténtico hipócrita. Allí abajo nada de eso parecía importar. Pero no podía permanecer eternamente encerrado, las obligaciones le reclamaban, así que se dispuso a subir por que resultaba imposible cortar ese cordón umbilical que le mantenía perpetuamente sujeto a la realidad. Al hacerlo, al incorporarse de nuevo al mundo al cual pertenecía esa misma realidad le abofeteaba de tal forma que volvía a sentirse el mismo ser pusilánime y pequeño que le disgustaba, un ser pobre y perdido en un sueño que no le correspondía, el sueño de ser alguien distinguido, importante, adinerado, alguien que lograra sobresalir del resto de los mortales por una u otra razón, alguien que fuese envidiado, distinguido y elogiado. Pero no era nada de eso, tan solo un desdichado tipo, un insignificante empleado, un engordado trepa que solo pensaba en sí mismo. Tal vez por eso existía esa irrefrenable necesidad de ratificarse delante de los demás, de hacerse notar, de sobresalir.

Al llegar al mundo de arriba su esposa le recibió con una sonrisa. Esto le incomodó. ¿Por qué ella tenía que estar siempre de tan buen talante? ¿Por qué siempre amable? ¿No le bastaba con ser quién era o con tener la vida que tenía para sentirse desencantada, depresiva, afligida, agobiada? Se tiró en el sofá a la espera de la cena, mientras engullía una cerveza. Cenó ante la preocupada mirada de su esposa y después bajó a tirar la basura al contenedor. Entonces contempló una figura que le resultó extrañamente familiar, sentada en la acera de enfrente, bebiendo de un cartón de leche y masticando un sándwich o algo así. Le observó detenidamente y comprobó que se trataba de ese pesado vagabundo, mendigo o lo que fuera. El tipo se le quedó mirando y, ante su propia estupefacción, le preguntó:

- ¿Quieres un poco? - Desistió ante la expresión de súbito asco que presentó su cara.- Como quieras, tienes cara de haber cenado, pero alguien muy sabio dijo una vez que no contamina al hombre lo que entra por su boca si no lo que sale de ella... Bueno, o algo así.

- ¿Es que no voy a poder librarme de ti? ¿Qué haces por aquí? ¿Me estás siguiendo?- Le inquirió Gutiérrez en voz baja, como si tratara de ocultar que conversaba con él. Con pasos inseguros se acercó más a él.

- Oye, que yo pasaba por aquí...

- Voy a llamar a la policía.

 

 

- A la poli ¿por qué? ¿Qué te han hecho ellos?- El viejo envolvió su sándwich en papel aluminio y lo lanzó desde unos diez metros a una papelera, consiguiendo introducirlo en ella.- Hay que mantener limpia la ciudad, ¿no crees?

- Cállese y déjese de tonterías- Le cortó con muy poca delicadeza- Déjeme en paz de una vez o llamaré a la policía...- Se giró para irse después de mirarle entre amenazadoramente y suplicante.

- Cuando uno tiene necesidad de prominencia es porque se tiene poca autoestima.

- ¿Qué quiere decir con eso, viejo andrajoso?- Gutiérrez se había vuelto de nuevo hacia él, visiblemente ofendido.

- Y cuando se reacciona agresivamente es, en realidad, por que se tiene miedo...- Gutiérrez se sintió desarmado y no supo que contestarle. Le miró con cierto incomprensible temor.- El ego es nuestro peor enemigo- Ahora el viejo se puso rígido como un resorte, enseñando su verdadera estatura. Era un poco más alto que él, cosa que le sorprendió.- Lo dijo un viejo sabio oriental. Nos puede llevar a ser quién en realidad no somos. O puede descubrirnos quién en realidad somos. Nos manipula y nos hace egoístas, mezquinos, seres sin escrúpulos. Quiere crecer dentro de nosotros, hacerse grande, dominarnos... En realidad nos destruye, sí, nos destruye...- Gutiérrez se sintió algo perturbado, por una parte aquel mendigo comenzó a asustarle por que parecía demente, desequilibrado, y, por otra parte, le inquietaron sus palabras como aguijones punzantes.- Piensa en eso. El ego, sí, el ego quiere engordarse a nuestra costa, hincharse, sentirse importante, y no conoce límites. Pregúntate cómo está tu ego...

Gutiérrez volvió al hogar con esa sensación de fastidio en el alma y durmió inquieto, y tuvo extraños sueños en los cuales el vagabundo era un terrible monstruo que le perseguía sin cuartel, y terminaba atrapándolo y cuando parecía que iba a devorarlo se despertaba sudando y sobresaltado.

Sin saber por qué, esas últimas palabras del mendigo se alojaron en su cabeza como una voz molesta y fastidiosa a la cual no podía ignorar, y entonces comprendió que aquellos dos encuentros no habían podido ser fruto de la casualidad, si no tal vez del destino; como si quisiera mandarle una señal de socorro, una advertencia sobre sí mismo. Así que, en los sucesivos días reflexionó mucho sobre el asunto, y se dio cuenta que se había convertido en una persona egocéntrica e interesada, alguien que buscaba sus propios intereses por encima de los de los demás, alguien mediocre y malicioso que nunca se miraba su propio ombligo; era mucho más seductor mirar las faltas de los demás para minimizarles y sentirse mejor de lo que en realidad era como ser humano, alguien desnaturalizado y mortificado por sus propias carencias que, en vez de corregirlas las prolongaba comparándolas con la de los demás.

Así que trató, de ahí en delante, de controlar sus impulsos y no dar rienda suelta a sus motivaciones nocivas. Por ejemplo, se mordió varias veces la lengua para no ridiculizar ni despreciar las opiniones de los demás, sobre todo las de su suegra. Trató de tener más paciencia de lo usual con su esposa y trató de escuchar sus sugerencias y recomendaciones, e intentó ser más condescendiente con sus compañeros de trabajo, en especial con los de posición igual o inferior. Cejó en su empeño de trepar a costa de lo que hiciera falta y de hacer la pelota innecesariamente a sus jefes para conseguir ese tan ansiado ascenso. Se contuvo de ponerse falsas medallas delante de los demás y de magnificar o inventar historias para tratar de impresionarles.

El esfuerzo resultaba agotador y, a pesar de que algunas de esas dificultosas acciones terminaban por resultar gratificantes e incluso confortantes, el paso del día a día, el avance de las horas y sus vivencias, el olvido de los momentos que avanzan irremisiblemente y la propia desviación de su corazón le hicieron abandonar esa primera intención de redención, de salvación de sus sentidos, de esclavitud del ego en pos de lo que resultaba más cómodo y rentable a corto plazo, como era dar rienda suelta a sus sentidos más íntimos y ambiciosos, y por otra parte más incontrolables y ávidos. Resulta difícil entender como funciona la cabeza de una persona, cuáles son las verdaderas motivaciones.

A menudo uno mismo se engaña a pesar de que parezca imposible, con estúpidas monsergas que no son más que un infructuoso intento de suavizar nuestras propias debilidades y de justificar nuestros propias defectos, aquellos que nos hacen sentir culpables y odiosos por igual. Sin el tesón que sale de un motivo puro, sin la disciplina que sale de una voluntad férrea ni la fuerza que sale de un espíritu abrumado y honesto, resulta imposible corregir lo abrupto, lo espinoso, lo artificioso, y el ser humano se convierte en una criatura que es impelida por los vientos de sus instintos más egoístas y autocomplacientes, y eso precisamente fue lo que le ocurrió a Gutiérrez, sobre todo a raíz de que, unos días más tarde, se anunciara el nombramiento de Márquez para el puesto que él ansiaba y que creía merecer.

Sintió como una puñalada en el estómago cuando oyó la noticia de labios de su propio jefe. Hubo como una explosión comedida de satisfacción en los presentes y al instante todos se pusieron a felicitarle. Él, tan solo pudo quedarse parado por un segundo, como tratando de asimilarlo, no dando crédito a lo que había oído. Por su mente pasó un pensamiento a mayor velocidad que la luz; pensó en lo que había trabajado para ello, y también pensó que se lo merecía por haber tratado de ser mejor persona y de tener buena voluntad con los demás y además de eso, se dijo que aquello no le había servido para nada. Se sintió estúpido, frustrado, consternado, furioso. “A la mierda las buenas intenciones”, se dijo y también: “solo los fuertes avanzan, los débiles se quedan atrás”. Como empujado por una poderosa mano invisible se encontró frente al sonriente Márquez y su lengua se quedó dormida dentro de su boca mientras las miradas se enfrentaban en un sigiloso pulso. Experimentó entonces una molesta punzada en la boca del estómago al convertirse en el centro de atención, y eso le hizo empequeñecer hasta sentirse poco menos que una pulga.

Pero haciendo alarde de una hipocresía obligada le tendió la mano y le felicitó con palabras vacías como se esperaba que hiciera, con sonrisa apagada y lanzándole todo tipo de maldiciones en su mente. Después de eso intentó escurrirse, diluirse de la efusividad preponderante, pero el jefe le requirió a su despacho con un simple gesto vago mientras pronunciaba su nombre con la desidia que solía hacerlo habitualmente. Fue hacia allí resignadamente, pensando que iba a darle algún tipo de explicación. Sintió su ego hincharse. Adoptó una expresión ceñuda e inmisericorde a la espera de esas inefables explicaciones. Sintió un vértigo impresionante, tal vez producto de su tensión, cuando el jefe tan solo le encomendó que terminara un montón de trabajo antes de irse, algo que le supondría quedarse un par de horas más en la oficina, sintiendo la frustración del fracaso sobre sí.

Como regodeándose en lo que le pareció una crueldad insultante, el jefe le dio unas palmaditas en la espalda, que era su forma de mandarle a trabajar, mientras le decía con voz supuestamente infantil: “ánimo Gutiérrez, usted será el próximo, estoy seguro...” Salió de allí empequeñecido y, al hacerlo, creyó notar las miradas del resto de los compañeros clavándose sobre él como dagas dolorosas. Notó sus cuchicheos morbosos, sus sonrisas de buitre, y deseó tener a mano una metralleta o algo así. Continuó su periplo hasta su pequeño rincón, tratando de no arrugarse más de la cuenta, al menos fingiendo, tan bien como se le daba, que mantenía el tipo pese a todo. Alzó los hombros, sacó pecho, caminó a pasos largos y se encerró detrás de un montón de documentos.

Estuvo un buen rato liado con estos, rellenando albaranes, corrigiendo facturas, poniendo en orden expedientes y todo ese tipo de cosas. Le dolían los ojos, la cabeza y la espalda. Deseó estar en su casa, echado en su sofá, tomándose una cerveza bien fresca. Entonces el jefe pasó por allí y le miró con admiración. Se acercó a él y le dijo que en breve ocuparía su puesto, llevaría todo el peso de la responsabilidad de la empresa y conseguiría grandes cosas, y los compañeros, al oírlo, se arremolinaron en torno suya y le dieron la enhorabuena y le agasajaron con felicitaciones y palmaditas en la espalda, y entonces comenzó a verse en un buen coche, un Mercedes o un BMW quizás, y con un chalet a todo lujo, con piscina, jardín y barbacoa, en un barrio residencial de gente rica, y se imaginó la envidia de todos sus vecinos y de repente... de repente... despertó en su pequeña mesa, rodeado de malditos documentos y comprobó enojado como sus sueños se habían esfumado cruelmente y, ante su estupor, vio los rostros de algunos de sus compañeros que le observaban estupefactos, con una mueca de asombro en sus semblantes. -¿Quéeee...?¿Qué...pasa? -Gutiérrez...- Le habló tímidamente una de las recepcionistas mientras le miraba asustada.

Y Gutiérrez cayó en la cuenta de que había engordado de nuevo, se había hinchado como un globo, de forma desmesurada, y la cara estaba casi desfigurada, como una caricatura macabra de sí mismo, y apenas podía salir del asiento porque estaba encajado en él, y le pesaban los brazos, el vientre y las nalgas, y los muslos permanecían oprimidos bajo el pantalón. Se levantó a duras penas, se trastabilló, casi a punto de caer pudo asirse a un mueble y se quedó estampado contra la pared, así como estaba, inflado, ante la insidiosa mirada de sus compañeros, y sintió miedo y vergüenza, porque se sintió desnudo e indefenso ante ellos, y entonces recordó las palabras del vagabundo; pero ya era demasiado tarde para enmendar su error; su ego se había hecho demasiado poderoso, un ego que le hacía ser egoísta, cruel, despectivo, altivo, orgulloso, y que se había inflado de forma descomunal, y que se había apoderado de sus actos, de su vida, de su interior, de sus motivaciones, y entonces no pudo hacer otra cosa que resignarse; un segundo antes supo que debía resignarse a lo inevitable...

Mi peor enemigo

Fuente: http://es.scribd.com/
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Autor: Francisco Sánchez
Enviado por fanchisanchez - 02/04/2012
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