Todas las mañanas acostumbro caminar por la calle del pueblo en que se halla la estanzuela donde nací hace más de cincuenta años. Parece que en este lugar encuentro una especie de terapia para sedar mis ansiedades y tomar decisiones.
Me invaden recuerdos al ver la añosa arboleda que permanece intacta con el paso del tiempo.
Sin embargo hay una vieja tranquera soportando los años que cada día pesan mas en su madera ya sin fuerzas. Es la misma tranquera que abrió tantas veces Don Roque, mi padre, allá por los tiempos de sulky y paisanos de a caballo.
Por esa tranquera una vez salimos toda la familia y jamás volvimos a entrar. Éramos cinco navegantes, trashumantes de las circunstancias: Don Roque, Doña Aurelia, mi madre; Armando y Raúl, mis queridos hermanos y yo (apenas un gurí, como me decían ellos).
Don Roque era un hombre de caminos y con el íbamos todos aferrados a sus fantásticas ilusiones, no nos preocupaba el resultado, lo seguíamos. Y así nos fuimos de un lado a otro. Éramos una suerte de golondrinas o personajes bíblicos buscando la tierra prometida.
Jamás la encontró Don Roque a esa tierra prometida, jamás la encontramos nosotros, que lo seguíamos.
Pero los padres dejan herencias. Muchas veces no es dinero, ni posesiones materiales, solo son gestos o sentimientos que se anidan en el corazón y tarde o temprano se convierten en pajaritos que echan a volar del nido.
Por eso miro tanto el cielo.
En el cielo se ven las bandadas de aves que surcan distancias rumbo a nuevos cielos. Las miro y lanzo un suspiro al aire que se mezcla con el aromático reverdecer de los paraísos en flor primaveral. Quizás envidio aquellas aves migratorias. Mi corazón tiene alas, como el corazon de Don Roque, y en el pecho me laten sueños.
Hay algo más.
Veo al sol iniciar su poético trajinar. Cuando se incline y me de en los ojos, se que estaré mas cerca de la esencia de mi vida. Me descubro en otro mundo.
En ese mundo también soy un ave que surca los cielos en pos de nuevos rumbos.
¡Qué ironía! Quise cambiar mis sueños, mi sonrisa, mi ser… quise echar raíces y me choqué con la realidad de mi vida. La inescrutable verdad de mi vida. No hay distancia, ni circunstancia que pueda interponerse en el camino de aquellos que soñamos y nos convertimos en trashumantes. En eternos viajeros.
Porque en una simple caminata, en un vehículo o tan solo en la lectura de un libro nace la idea y germina y florece y ya nos echamos a andar abriendo senderos si es necesario.
Estoy atravesando, como Don Roque y su familia, por última vez, una tranquera, que quedará olvidada.
Le lloverán temporales y los años le minaran las fuerzas como a la vieja tranquera de la estancia, allá donde nací y donde hoy, después de tantos años, me crecieron alas.
Más yo siento que inicio el vuelo en busca de mi lugar en la tierra, se que allí me esperan. Es hoy por hoy mi tierra prometida.
De repente tengo el instinto de un cuervo, de un pato o de una golondrina. Debo irme y no hay razón alguna para evitar mi retirada.
Quizás dejo atrás cosas muy queridas, personas muy amadas. Más no se si volveré, voy en busca de un sueño, si lo hallo seré feliz y sino, igual seré feliz, porque seguiré soñando.
Pido perdón, pero la distancia ya no es distancia, es camino que me llama. No tengo dinero, tengo piernas y tengo, como mi padre, un par de alas.
Miro hacia atrás, y la tranquera, en silencio, ve que me alejo. Pobrecita la tranquera, se quedará solita esperando que alguien, alguna vez la abra.