Él vigilaba constantemente el semblante de aquella mujer que permanecía a su lado. Sabía que había perdido los estribos, pero acaso ¿no había sido ella la culpable?. No le tenía dicho, que cuando él hablaba, ella debía callar. Ese era su deber. Callar. Ahora ya sabía cual era su obligación.
La mujer mantenía la mirada fija en el horizonte. El sol pronto se pondría y llegaría la noche sigilosamente sorprendiéndola atada a su dolor. Levantó la cabeza y bebió la negrura que flotaba a su alrededor. El brillo de la luna la esperaba oculta tras las nubes y corrió por el bosque buscando refugio entre los matorrales. El sueño no tardó en envolverla.
Odiaba la vida en la fábrica. Siempre había soñado con tener una casita con un huerto, algunos animales y caminar libremente por el bosque. Alejarse de la ciudad y abandonar aquella vida monótona y rutinaria era su ilusión. Anhelaba la sensación de libertad que proporciona la naturaleza. Se veía cuidando su jardín y preparando riquísimos pasteles a su marido. Si su marido. Ese hombre maravilloso, siempre pendiente de sus caprichos que la amaría y protegería de cualquiera que pretendiera perturbar su felicidad.
Estaba cansada de tanto luchar. Llevaba ya muchos años batallando para que ella y sus compañeras pudieran tener unos minutos de descanso. Las duras jornadas de pié hacía estragos entre las mujeres de la fábrica. Algunas caían desmayadas ante la fatiga. Aquello la indignaba. Había gritado. Había insultado a los dueños de la fábrica que las trataban como esclavas. La habían expedientado. La habían cambiado de sitio. La habían amenazado. Un intento de violación en un callejón maloliente, aún la indignó más. Hubo huelgas. Hubo palos. Despidos. Pero al fin, consiguió 10 minutos de descanso para las obreras.
Una tarde le vio sentado frente a ella en la cafetería. Acabó acostumbrándose a su cara. Notaba su mirada fija en ella. Acabaron casándose. Su vida, estaba segura, iba a cambiar. El vivía en el campo. Tenía una granja.
Los desconocidos, ellos, unieron sus vidas. Añoró un te quiero a la luz de las velas y descubrió el mensaje de un cuerpo torturado que se vengaba en el suyo en la penumbra de la alcoba. El rito dejó de ser mágico para convertirse en solamente humano.
Desde un principio la sorprendió el silencio. Los animales no chillaban y el perro no ladraba, se limitaban a huir ante su presencia y a mirarla desde sus escondites con ojos entristecidos.
Se acostumbró a cantar para llenar los huecos de las paredes silenciosas y para ahuyentar el peso de la sombra de él que nunca la abandonaba. Su mirada fiera, al principio, se convirtió en un arma que esgrimía sobre su cuerpo ahogando su canto.
El tiempo pasaba, el campo florecía, el bosque se llenaba de misterios y en la granja los días parecían ser eternos, inacabables.
El trabajo extenuante iba dejando en el cuerpo de ella su huella. Estaba agotada. No había descanso. Ya no pensaba en tener un jardín y plantar flores, su sueño ahora era perderse entre las calles concurridas de cualquier ciudad; dejarse olvidada en algún banco solitario y permitir ser encontrada ahíta de voces resonando en sus oídos.
Comenzó a ver su vida como se mira un cuadro. Conocía las figuras representadas de tanto mirarlas pero desconocía quienes eran. La distancia impuesta le permitía sobrevivir.
Un día el silencio comenzó a ahogarla y para huir de él se puse a cantar muy alto. Vio como él se acercaba y cantó aún más alto. La palidez de su rostro la asustó pero no dejó que la amedrentara. Le gritó que se callara; la amenazó con los puños cerrados sobre su cara, pero ella cantaba y cantaba. El se abalanzó como un loco sobre ella y la ordenó que cesara. No le obedeció. Lo último que sintió fue algo que golpeaba su cara.
Cuando volvió en sí estaba tumbada en la tierra. Un lago a sus pies resplandecía como un enorme rubí. Quiso gritar de dolor pero su garganta fue incapaz de emitir ningún sonido. Miró a su alrededor sin comprender que le pasaba, entonces aterrorizada vio su lengua abandonada en el suelo como un pez muerto. Aturdida, pensó que había tenido un accidente, que una gran desgracia había ocurrido en la casa. Buscó con la mirada y entonces vio a su marido que limpiando un cuchillo la estaba sonriendo.
Despertó sobresaltada. El frío de la noche había dejado su marca en la hierba y todo estaba lleno de escarcha. Oyó silbar al viento entre las ramas de los árboles y aullar al lobo al alba. Se levantó del tronco que le había servido de cama y acarició al perro mudo que nunca la abandonaba.
Juntos abandonaron el cobijo del bosque y se acercaron a la casa sumida en la penumbra de la madrugada. El cuchillo, entre sus manos, despedía destellos de plata.
Mary Carmen